Las manifestaciones en la nueva democracia

Resulta interesante considerar la importancia de las manifestaciones populares en esta época de la televización de lo público. Los poderes imperantes en la sociedad disponen a su favor de los medios de comunicación y, de forma especial (por su eficacia), de la televisión. Pero a los ciudadanos de a pie les queda el remedio de ocupar las calles y plazas de las ciudades con banderolas y lanzando gritos de reclamaciones. Es el espectáculo de los últimos días.

Atravesamos la frontera entre dos maneras de configurarse la democracia. De la vieja a la nueva. La democracia vieja, que, para entendernos, es la anterior a 1960 en varias partes del mundo, ha cosechado excelentes frutos. Vivimos en libertad, disfrutando de los derechos, gracias a los padres fundadores de aquella democracia y a quienes la supieron desarrollar y consolidar. Pero las reglas y las instituciones del maravilloso invento han de adaptarse a nuestra presente situación. Se necesitan otras maneras de elegir, de representar, de reclamar y de gobernar. Las que pudieron servir en la época anterior a 1960 se quedaron obsoletas. Los principios esenciales de la democracia -hay que insistir en ello, evitando confusiones- conservan su valor. Continuaremos abogando por la libertad, la justicia, la igualdad y la solidaridad. Sin embargo, la confrontación democrática ha de efectuarse, si queremos llegar a la meta, en un sistema renovado de normas e instituciones.

Esta etapa nueva de la historia es la que recorremos bajo la televización de lo público. Así vengo denominando a la actual manera de ser y de convivir en la que los poderes (de toda clase: políticos, económicos, religiosos, culturales, etc.) se ejercen formalizados por la TV (y los otros medios de comunicación) y donde las instituciones marchan con esa misma cobertura. Se trata de la nueva democracia.

El año 1960 es una fecha simbólica por haber tenido lugar ese año el debate de Kennedy y Nixon ante las cámaras de TV. Kennedy superó los muchos obstáculos que se oponían en su carrera a la Casa Blanca y rompió los esquemas rocosos de los aparatos de los partidos norteamericanos gracias a su presencia y a sus palabras en la TV. Unos minutos en las pantallas fueron decisivos. Poco después, en 1965, el general De Gaulle venció a sus contrincantes a la Presidencia de la República con unas espléndidas intervenciones en la TV francesa. En las elecciones españolas de 1977 la TV jugó un papel decisivo. Los mítines en los teatros, en los estadios deportivos o en las hispanas plazas de toros, apenas cuentan ya.

La revitalización de la democracia, ese apasionante cometido al que dediqué uno de mis libros (La ilusión política: ¿Hay que reinventar la democracia en España?, 1993), ha de acometerse en nuestra actual situación, definida por la televización de lo público. Mientras no se preste atención a las relaciones sociales básicas, enmarcadas por la televización de lo público, seguiremos hablando de la crisis del Parlamento, de los defectos de la Administración de Justicia y de la insuficiencia de los resortes democráticos del control de los Gobiernos. La raíz de todas estas deficiencias es la misma: se trata de instituciones y de recetas ideadas para el momento anterior a 1960 y que actualmente resultan inadecuadas.

La legislación electoral tampoco satisface las exigencias de los ciudadanos. Ocurre así en España y en los restantes países. El votante, que está acostumbrado a seguir cotidianamente las venturas y las desventuras de los que mandan, apreciando sus rostros superconocidos o sintiendo repulsión por ellos, se halla en condiciones de pronunciarse de otra forma, distinta del depósito de las papeletas en unas urnas, y con unos intervalos menos dilatados que los establecidos antes de 1960. Las manifestaciones en las vías públicas son una de esas maneras distintas de expresión popular.

El referéndum debe ser reconsiderado y valorado ahora de otro modo. La TV genera hábitos de democracia semidirecta. Acaso esté más próximo de lo que pensamos la democracia por ordenador. El futuro de la TV es, según los expertos en la materia, la TV participativa. ¿Desaparecerán las urnas en un porvenir no lejano y las elecciones se transformarán, acaso, en consultas inmediatas, casi cotidianas, en las que cada ciudadano desde su domicilio o en el lugar de trabajo, al final del ordenador, dará respuesta a las preguntas que le formulen sus representantes políticos o quienes aspiren a serlo? ¿Lo hará con más libertad de expresión? ¿O estará, acaso, más condicionado?

Nuestro afán de ciudadanos ha de ser continuo, perseverante y constante, para que no llegue el día en el que deseemos, como quería Saavedra Fajardo, en su República Literaria, que los bárbaros vengan a barrer la balumba del derecho viejo.
Con la mentalidad de varios millones de telespectadores, dato que se facilita en algunas transmisiones de alcance mundial, determinadas leyes, tanto españolas como de países extranjeros, europeos y de los otros, merecen quedar afectadas de la prescripción, igual que prescriben los derechos y las acciones por el transcurso del tiempo. ¿Prescripción de las leyes? La idea ha sido a veces apuntada. Fichte escribió con agudeza: «No hay un tiempo único, sino tiempo y órdenes temporales, sobre órdenes y dentro de órdenes temporales». Los órdenes cambian, envejecen y desaparecen. La realidad jurídica es histórica. Es histórica, constitucionalmente abierta y heterónoma. Se quiere subrayar con el último calificativo que no es posible una implantación de lo jurídico al margen e independientemente de otras realidades, en concreto al margen de la manera de comunicarse los seres humanos. La revolución de las técnicas incide, en este caso, sobre los derechos y las libertades. Y se quiere destacar, al decir que la realidad jurídica es constitutivamente abierta, la dimensión axiológica de la misma.

Que el derecho sea una realidad no es un obstáculo para que se configure como realidad abierta. Cuestión aparte será que por tal apertura tenga o no entrada, en el plano concreto de un ordenamiento, la totalidad de la dosis de justicia por la que luchamos.

Unas palabras de Georges Ripert no debieran caer en el olvido. «Es inadmisible ver a juristas que usan la lengua del derecho y una técnica hábil, proponiendo o justificando reglas que habrían condenado cuando aprendían o enseñaban los principios del derecho. Y si tantas leyes que crean el desorden y realizan la injusticia son acogidas con indiferencia o aprobadas con temor, hay que ver en este silencio o en esta adhesión, desgraciadamente, una decadencia del derecho». Pertenecen estas líneas, cabalmente, a su libro Le déclin du Droit.

Si Maurice Hauriou, en la primera mitad del siglo XX, se lamentaba de la dosis de justicia que todavía no se había incorporado a los ordenamientos establecidos entonces, las mutaciones rapidísimas de las mentalidades en la segunda mitad del mismo siglo facilitan una visión más clara y completa de lo mucho que todavía, como dosis de justicia, falta en nuestra realidad jurídica.

La mentalidad de formar parte de millones de telespectadores es universal. Se ha configurado esta visión porque, por vez primera en la historia, se tiene noticia al instante de cuanto ocurre en todos los sitios del planeta. Esta contemplación cotidiana del gran espectáculo produce inquietudes, o debe producirlas, al conocer que las injusticias predominan por doquier. No se debe ser conformista en este momento histórico. Y tampoco hay que resignarse a continuar pasivamente en la democracia vieja. Bueno sería tomar conciencia de ello. Los sistemas políticos, como los árboles, o crecen o mueren.
Los poderosos dominan los medios de comunicación. Pero «el ciudadano sin medios» no desea permanecer inactivo y sale a la calle con sus reivindicaciones.

Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.