Las manos de Murdoch

Los dos mástiles de aluminio blanco apenas se perfilan sobre el horizonte azul como sinuosos trazos de acuarela, pero los hijos de la familia que aguarda en nuestra casa al dueño del barco saltan como resortes y corren unos metros por el césped como si trataran de salir a su encuentro.

-¡Es el Rosehearty! ¡Es el Rosehearty!

Enseguida uno de ellos enarbola y agita una toalla de color naranja, como haría un náufrago tratando de llamar la atención o como si un barco con uno de los sistemas de navegación y comunicaciones más sofisticados del mundo tuviera que hacer una aproximación visual a su punto de destino.

Llega con las velas replegadas y eso realza la belleza horizontal de sus botavaras de carbono, armando un subyugante esqueleto antropomórfico sobre sus 56 metros de eslora. Por la noche será como una catedral iluminada. Fondea a unos 700 metros de casa y de su vientre brota una lancha rápida a la que esperamos en un diminuto muelle en medio de las rocas, prismáticos en ristre. Vemos que lleva dos marineros a bordo... que hay dos adultos más... un hombre delante, una mujer detrás... Enseguida distinguimos junto a ella dos cabecitas morenas de rostros achinados... obviamente son Grace y Cloe... no les acompaña su madre sino su nurse...

El hombre que va sentado delante lleva puesta una gorra, un jersey plateado de manga corta y un bañador de cuadros blancos y azules a juego con los de las niñas. Lleva algo en su regazo... parece un sobre grande... o más bien un mazo de sobres grandes... lo agarra entre las manos...

Enseguida identifico las manos tostadas y nervudas de Rupert Murdoch: la parte de su cuerpo que siempre me pareció más viva y a la vez la única que muestra a un octogenario.

No son manos elegantes de pianista del Cotton Club como las de Koffi Anan. Todo lo contrario. Son manos de trabajo y de combate. Manos que alegan y argumentan. Manos que persuaden, conquistan o defienden la trinchera.

La primera vez que vi esas manos en acción fue hace tres años en la sede londinense de News Corp junto a los muelles de Wapping. Ocurrió mientras escuchaba algo que tengo grabado en la memoria: «Llegará un día en que los periódicos dejarán de imprimirse, pero a mí no me importará porque los distribuiremos por otros medios». Murdoch hizo un gesto de indiferencia para subrayar la segunda parte de la frase y desplegó ostensiblemente las manos a la vez que se encogía de hombros, mostrándome, entre cartílagos retorcidos y venas hinchadas por el tiempo, los nudillos tenaces de un rebelde.

No era un comentario cualquiera, de alguien cualquiera, en un sitio cualquiera. ¿Cuánta tinta se habría incrustado alguna vez entre esas uñas? El creador del mayor imperio de papel impreso de nuestros días, profetizaba su decadencia, tal vez su ocaso, y lo hacía en la fortaleza inexpugnable contra la que nada pudieron sus sitiadores. Hace un cuarto de siglo Wapping fue el escenario de la batalla que cambió la historia de la industria periodística cuando Murdoch introdujo los sistemas electrónicos de producción e impresión en sus periódicos, tras resistir durante más de un año el cerco de los piquetes y toda su violencia sindical.

Apenas acababan de salir esas palabras de su boca cuando Murdoch giró sus manos curtidas y cobrizas, mostrándome unas palmas blanquecinas y las sacudió con resignación, con indiferencia casi, como diciendo adiós a todo eso. Pero enseguida sus dedos retorcidos como ramas de viñedo añejo se juntaron con vehemencia para trazar nuevos castillos en el aire: el internet de segunda y tercera generación, las tabletas táctiles aún en proceso de gestación, la integración electrónica de los medios tradicionales...

Cuando poco antes de comprar el Wall Street Journal almorzamos cerca de Barcelona en el restaurante de Carme Ruscalleda, de las manos vivaces de Murdoch ya no brotaban bobinas, plantas de impresión o sistemas de transporte como si fueran el bolso de Mary Poppins. Lo que describían, con la energía de las onomatopeyas visuales, eran las vías de proyección de esa marca -WSJ- en todos los soportes imaginables, hasta conseguir arrebatar al izquierdista New York Times la hegemonía de la influencia mundial.

Murdoch salvó todos los obstáculos que parecían insalvables para consumar la operación y poco después asistí a uno de los consejos editoriales en el nuevo y ultramoderno cuartel general del Journal en la Sexta Avenida. Nada le gusta tanto a Murdoch como participar en esas reuniones diarias en las que se cocina la portada de un periódico. Sus manos estaban en reposo sobre la mesa -me acuerdo que se hablaba, sic transit gloria mundi, de la pretensión de Gadafi de instalar su jaima en Central Park durante una visita a la ONU- hasta que al final esos dedos barrocos pinzaron y enarbolaron una foto, ensalzándola sobre el resto. Parecían un fragmento de un retrato sanguino y carnoso de su pariente Lucian Freud.

Todos hemos podido ver recientemente las manos de Murdoch, subiendo y bajando dubitativamente en el comité del Parlamento británico mientras braceaba para tratar de capear el huracán -sí, «the hurricane», ese es el término con que ahora lo recuerda él- suscitado por el escándalo de los pinchazos telefónicos ilegales y los pagos a policías por parte de la redacción de The News of the World.

Y hemos podido imaginarlas extendidas en ademán expiatorio ante los padres de Milly Dowler, la niña asesinada cuyo buzón de voz fue manipulado por el tabloide, toda vez que el propio abogado de la familia relató cómo Murdoch les pidió perdón una y otra vez «hundiendo su cabeza entre sus manos». Fue un gesto arriesgado que le salió del corazón. Murdoch entró en la casa entre gritos de «Shame on you!» -«¡Debería darte vergüenza!»- y se marchó reconfortado por la emotividad de los abrazos con que le despidieron los Dowler.

¿Qué es lo que agarran ahora esas manos, que tantos identifican con las garras de un ave de presa o las zarpas de un depredador, cuando Rupert Murdoch, el último magnate de la era de los grandes titanes de la prensa, pone pie en el muellecito de nuestra casa mallorquina de la Costa de los Pinos? «Toma, os he traído esto». No, no es un mazo de sobres. Son las últimas ediciones del Times de Londres y del Wall Street Journal impresas por láser en el Rosehearty. Lo mismo que yo haría con EL MUNDO si visitara a alguien en un lugar en el que no estuviera seguro de que el periódico llegara regularmente.

Las piruetas del destino me han permitido conocer a Murdoch muy de cerca, ahora que teóricamente vive las horas más bajas de su impresionante carrera de éxitos empresariales. Durante cuatro días hemos compartido mesa y mantel en nuestra casa, sobre la lujosa cubierta de madera de teca del Rosehearty o en Son Servera y Formentor con amigos y autoridades de la isla. Desde el segundo día su actual esposa Wendi Deng, la madre de Grace y Cloe, 38 años más joven que él, la resolutiva y hermosa tigresa vestida de fucsia que se tiró al cuello del agresor de su marido en Westminster, se sumó al grupo, procedente de Grecia. Wendi acaba de debutar como productora de la película Snowflower and the secret fan -la historia de dos amigas que se comunican mediante un lenguaje oculto en los abanicos en la China del XIX- que este otoño llegará a España.

Durante estos días hemos nadado y subido montañas juntos o, para ser más exactos hemos visto a Murdoch recorrer con buen estilo los cientos de metros que separaban su barco de la costa -un paparazzo inmortalizó el momento como si se tratara del cruce a nado del Yang Tze por el presidente Mao- y coronar la cima de una colina vecina que a los demás nos da siempre pereza alcanzar. Pero, sobre todo, hemos charlado un poco sobre economía, política e historia -El Primer Naufragio incluido- y un mucho sobre periodismo.

Murdoch cree que hay crisis para rato, ve en Obama a un posible presidente de un solo mandato y admira a Lincoln y al malogrado Alexander Hamilton como hombres valientes, hechos a sí mismos. Y claro que no tiene ningún inconveniente en hablar de lo ocurrido en el News of the World, partiendo del reconocimiento de culpa: «Hicimos algo que no está bien». Pero ni él ordenó las escuchas, ni tuvo conocimiento de ellas, entre otras razones porque el popular dominical sólo era una pequeña parte de News Corp. Es cierto que pudo haber unas cuantas personas implicadas, pero esa no era una práctica generalizada de su grupo, sino una práctica generalizada de los tabloides británicos. Por eso se acusa de lo mismo a su rival el Daily Mirror y nadie ha implicado al Times o al Wall Street Journal.

Murdoch es consciente de que hay políticos que han querido pasarle factura -en especial Gordon Brown, que quedó tocado el mismo día que el Sun le retiró su apoyo- y atribuye la saña de los medios de la izquierda a una mezcla de inquina ideológica y resentimiento por haber tenido éxito. Estaba además la cuestión de BSkyB, la cadena de televisión en la que ha tenido que renunciar a aumentar su participación y que muchos veían como una amenaza al axioma imperial de que es la BBC quien rules the waves.

En su entorno más cercano hay personas que creen que lo ocurrido ha sido una especie de «lección» para él por haber tratado de dar demasiadas batallas a la vez e intentado transformar las reglas del establishment político. En mi opinión su gran error en la gestión de la crisis, y así se lo he dicho, fue cerrar el News of the World como si tratara de expiar una culpa colectiva. Pero él no se arredra, está convencido de que superará la situación y cree que sus medios deben ser aún más beligerantes en defensa de la libertad económica y contra el intervencionismo público.

Hablando grosso modo, News Corp gana el dinero con la televisión de pago y lo invierte en los periódicos. Esto lo reconocen hasta sus adversarios menos obcecados. «Lo que a Murdoch le gusta es comprar periódicos, subsidiar sus deudas, darles el beso de la vida», escribía el domingo pasado en el Observer Peter Preston. «Si el Times y el Sunday Times aún existen es porque él actúa como un emperador».

Murdoch se siente muy orgulloso de su padre periodista, al que por cierto -no sé si esto se ha contado alguna vez- trató en Londres el mismo logopeda australiano que coprotagoniza El Discurso del Rey. Y si él heredó un periódico, nada le gustaría tanto como dejar un día en manos de sus hijos, Lochlan y James, el control de un imperio mediático en el que los diarios sigan siendo las joyas de la corona. Tal vez por eso el momento más intenso de estos cuatro días intensos fue cuando le enseñé con detalle en la terraza de mi casa el funcionamiento de Orbyt.

A Murdoch le fascinó el concepto de nuestro quiosco electrónico: un sistema solar con planetas tan diversos como la ópera, los cuentos infantiles o el palco del Bernabéu girando en torno a los periódicos. ¿Si nosotros tenemos los estrenos del Real por qué no puede conseguir él los del Met o el Covent Garden? «I dream with your application», me dijo a la mañana siguiente en el Rosehearty. Yo salté más que los delfines juguetones que nos acompañaban camino de Formentor.

Se ha comparado muchas veces a Murdoch con Hearst-Kane: el niño humilde al que la propiedad de un diario cambia la vida y convierte en multimillonario kingmaker, hasta que, ahíto de poder y dinero, superado por sus conflictos emocionales, muere aferrado a la esfera de cristal que encierra una reproducción del trineo de sus sueños infantiles. Incluso la fonética parece acompañar el paralelismo de ese viaje circular: el Rosebud del ciudadano Kane sería el Rosehearty del ciudadano Murdoch que no sólo ha nombrado así a este deslumbrante velero, sino también a su mansión de las cercanías de Nueva York, en homenaje al pueblecito del noreste de Escocia del que salieron un día sus abuelos.

Puesto que el barco se alquila por 220.000 dólares a la semana y la mansión por una cantidad a determinar -Brad Pitt y Angelina Jolie sabrán lo que pagaron- cualquiera puede comprobar a través de internet cómo Murdoch tiene ya todos los lujos que se pueden desear en la vida. ¿Pero morirá feliz este hombre tan explícito para hablar del mundo exterior como reservado para referirse a si mismo?

Su amigo y colaborador Robert Thomson -actual director del Wall Street Journal- ha dicho alguna vez sin inmutarse que «Rupert Murdoch no morirá nunca» y el que su madre goce de buena salud a los 104 años en Australia debe ser tenido en cuenta. Pero el día en que la realidad arruine ese brillante titular yo estoy seguro de que lo que caerá de esa mano curtida por los vientos que yo he estrechado estos días tantas veces, de esa extremidad genuina y paradigmática del «fuste torcido de la humanidad» que decía Berlin, no será una bola de cristal con la maqueta de un velero sino una última edición abierta por la página editorial o tal vez una tableta táctil con un Superorbyt dentro. Porque su Rosebud son sus periódicos.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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