Las mentiras de la crisis

Lo sabemos: vivimos una profunda crisis financiera provocada por la irresponsablidad de las instituciones financieras que quisieron irse de rositas, rescatadas por nuestros impuestos y con pingües ganancias para los bancos y primas millonarias para los banqueros. No es demagogia, son datos. También sabemos que cuando se cerró el grifo del crédito empezaron a caer pequeñas y medias empresas y a despedir trabajadores las grandes. Y que los gobiernos fueron tapando agujeros con dinero que no tenían, pidiendo prestado con tipos de interés cada vez más altos para regocijo de los mismos financieros. Hasta que se les acabaron las reservas y peligró su capacidad de pagar las deudas. Y así llegamos a la receta universal del mundo del dinero y el poder: cortar el gasto público en todos los servicios esenciales de la vida de la gente: salud, educación, cobertura social, seguro de paro y demás conquistas sociales consideradas insostenibles por quienes siguen cobrando sus sueldos y disfrutando de sus privilegios. Eso sí, hay que pagar a los acreedores, porque son bancos, franceses y alemanes en particular.

Es también sabido que Grecia no puede pagar sin una transferencia de fondos de otros países europeos, o sea, de su bolsillo y del mío. Y como hay resistencias con consecuencias electorales (desde el nacionalismo finlandés hasta el partido pirata berlinés) la opción es un impago parcial y una devaluación de la deuda griega mediante la salida de Grecia del euro. Pero resulta que la insolvencia pública y la crisis de liquidez bancaria también se dan en Irlanda, Portugal e Italia. Y, de forma aún parcialmente encubierta, en España. No es que todos los bancos sean insolventes, sino que son interdependientes y hay activos tóxicos (o sea, impagables) en muchos de ellos. No se fían unos de otros mientras nos piden que nos fiemos de ellos. Por eso se han reducido al mínimo los préstamos interbancarios. Los bancos transfieren fondos al BCE, que los hace llegar a sus destinatarios previo control de liquidez. Pero, dícese, no hay que preocuparse: la UE, o el BCE, o el FMI o el G-20 van a intervenir de forma coordinada y a restablecer la liquidez bancaria y la estabilidad financiera. Quienes así dicen saben que es mentira, que no hay capacidad política de coordinación ni capacidad financiera de intervención en un mercado global por el que circula 50 veces más capital del que los bancos centrales pudieran movilizar para contrarrestar los flujos especulativos. Ni siquiera están de acuerdo Francia y Alemania, ni Merkel con su coalición, ni la cúpula del BCE (recuerden la dimisión del número dos).

Y en cada país, autoridades políticas y reguladores financieros engañan al personal, ya sea por ignorancia, incompetencia o mentira. En España, Zapatero estuvo negando incluso la existencia de una crisis durante dos años, y cuando la tuvo que admitir, tanto él como su vicepresidenta económica periódicamente anuncian el repunte económico inminente, en contraste con la vivencia de los ciudadanos. Fernández Ordóñez, gobernador del Banco de España, ha acentuado la incertidumbre económica negando repetidamente la evidencia de la fragilidad del sistema financiero español (a veces presentado por Zapatero como el más solvente del mundo), contradiciendo incluso los diagnósticos benevolentes de las autoridades financieras europeas.

Cuando en julio constatamos que entre las nueve entidades financieras europeas que no superaron las pruebas de resistencia había cinco españolas, el arrogante gobernador rechazó la metodología del cálculo. Siendo así que en realidad había otras tres entidades españolas (hoy con problemas) que tampoco las habrían superado si no hubiera sido porque se contabilizó como activos, sin ningún rigor, lo que esperaban obtener de su anunciada salida en bolsa. O sea: ocho de las doce entidades en peligro eran españolas. Y este mes se ha sabido que de los 16 bancos que la Autoridad Bancaria Europea declara en necesidad de ser recapitalizados, siete son españoles: ningún otro país tiene más de dos en la lista. De nuevo salió a la palestra el inefable gobernador, desdeñando la importancia de la advertencia. Y cuando las agencias de evaluación rebajan la cotización de la deuda pública española, las autoridades del país, con la ministra de Economía a la cabeza, la rechazan por injusta como si de una conspiración antiespañola se tratara. Siendo así que aunque la evaluación no reflejase la realidad, sus efectos negativos la hacen real. Tal vez piensen nuestros gobernantes (a algunos de los cuales veremos pronto en jugosos puestos de consultoría económica, pero a otros, como el gobernador, habrá que vivirlos peligrosamente) que mintiendo descaradamente tranquilizan a los mercados y reducen la ansiedad de los ciudadanos.

Alguien tendría que hacerles un cursillo de comunicación. Ni los mercados ni los ciudadanos se creen a los gobernantes. Nos han acostumbrado a que dicen lo que creen que debemos saber y no saber, porque en último término nos consideran ignorantes e irresponsables. En realidad, es esta mentira sistemática sobre la realidad de la crisis, el cómo y el porqué, lo que está ahondando la crisis de confianza entre las instituciones y las personas, sean inversores, consumidores, trabajadores o votantes. La ocultación de la verdad como forma de gobierno es una práctica generalizada en Europa y en el mundo. Nadie habla de la más que probable desintegración del euro ni explica el porqué ni el cómo se puede evitar. En esa niebla de incertidumbre, las palabras de un megalómano como Rastani tienen más credibilidad que las oblicuas declaraciones de gerifaltes emperifollados que luego explicarán que no fue culpa suya sino de otro país, del mercado, o de Casandras irresponsables. La irresponsabilidad es, en una situación de tanta gravedad como la que estamos viviendo, no hablar alto, claro, sin tecnicismos innecesarios, y plantear las opciones, sus costos, sus consecuencias, a quiénes perjudican y a quiénes benefician. Y dejar en último término que decidamos nosotros. Porque ahora vienen elecciones. Pero ¿serán el momento de la verdad? ¿O, como es habitual, el carrusel de las mentiras?

Por Manuel Castells.

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