Las metáforas más tristes

Las metáforas no son figuras de la retórica literaria, por mucho que los manuales de retórica literaria las definan, las analicen y las cataloguen. Las metáforas han estado siempre entre nosotros, esperando que algún individuo más ensimismado de lo habitual pusiera dos asuntos en relación, porque les encontraba parecido. Las metáforas son cosas, objetos que nos envuelven y acompañan, aunque algunos no las perciban. Abundan más que los insectos, más que las plantas, más que los animales, porque los animales, las plantas y los insectos acaban siendo metáforas del mundo para nosotros, las criaturas parlantes, las criaturas que necesitan traducir a palabras su experiencia.

Somos animales literarios, lo sepamos o no, estamos condenados a urdir relatos, a confeccionar fábulas, a erigir leyendas, para intentar dar sentido a lo que nos ocurre. Elaboramos metáforas igual que respiramos, porque la misma respiración constituye una metáfora de nuestra levedad. Somos un suspiro. Somos un soplo.

A menudo me pregunto por el primer hombre qué hizo tal cosa o tal otra. El primer hombre en ver el mar. El primero en comerse una ostra. El primero en leer el primer ejemplar de la primera edición del Quijote. El primero en trazar una metáfora: algo que seguro estaría ligado a la naturaleza, porque todo lo primigenio tiene que ver siempre con el mundo natural. Vería una puesta de sol y pensaría: este acabamiento de la luz, tan misterioso, se parece al apagarse de la vida. Así debió de suceder la primera metáfora de la historia, aunque los tratados no lo consignen.

Soy un ejemplar humano muy metaforizante. Padezco frecuentes fiebres de analogía. Me inclino a encontrar parecidos entre conceptos diferentes, entre realidades distintas. Igual que otros fabrican piedras de oxalato cálcico en el riñón, yo elaboro modestos tropos para uso doméstico.

Las Fallas de 2020 no se celebraron. Virus tuvo la culpa (me permito llamarlo Virus, porque ya hay cierta familiaridad entre nosotros y él, y porque, aunque existan otros miles de virus, Virus no hay más que uno, el que nos preocupa.)

Algunos pueden creer que las fallas, los ninots, se salvaron del fuego al suspenderse las fiestas; pero esa idea significa no entender la esencia de las Fallas, porque los ninots se salvan en el fuego, mientras se consumen, en el cumplimiento de su destino. Sin el derroche de quemarlo todo, de dilapidarlo todo, de despilfarrarlo todo no hay fiesta verdadera. Los moderados no festejan, solo se distraen. En el fuego de las Fallas se cifra una metáfora gloriosa: la de que la vida es un ciclo de abundancia y escasez, de presencia y desaparición.

Esas fallas que no se quemaron están ahora en almacenes, en hangares, desmetaforizadas de su verdadero sentido, huérfanas de fuego, las expósitas, las desamparadas. ¿De qué se ríen esas sonrisas de cartón? ¿De quién se ríen? ¿Qué están esperando en su inmovilidad? ¿Qué están contándonos?

Algunas metáforas, cuando no cristalizan, acaban por convertirse en extrañas imágenes de su propio fracaso. Son las metáforas más tristes.

Carlos Marzal es poeta y premio Nacional de Poesía en 2002.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *