Las metas verdes de los bancos centrales disparan señales de alarma

Las metas verdes de los bancos centrales disparan señales de alarma
Boris Roessler/picture alliance via Getty Images

Tal vez resulte sorprendente que, con todos los desafíos que enfrentan actualmente los bancos centrales, su contribución a la lucha contra el cambio climático haya escalado posiciones para acercarse a los primeros puestos de la lista en la agenda de los responsables de las políticas; pero una mirada más atenta revela el porqué: es posible que los balances de los bancos centrales —que se agigantaron después de una década de programas de compra de activos (la llamada flexibilización cuantitativa)— muestren un sesgo a favor de activos que impiden la transición hacia una economía verde.

Por ejemplo, los investigadores de la Escuela de Economía de Londres llegaron a la conclusión de que, aunque los servicios públicos energéticos solo constituyen el 5 % de los bonos corporativos denominados en euros, representaron el 25 % de las compras de bonos del Banco Central Europeo (BCE) entre 2014 y 2017. De igual manera, Greenpeace estima que los combustibles fósiles constituyeron aproximadamente un cuarto de las compras de activos del BCE durante la primera ola de flexibilización cuantitativa.

Dado esto, el renovado foco del BCE en la estrategia de compra de activos como respuesta a la crisis de la COVID-19 es comprensible; pero se trata de un territorio relativamente nuevo para los bancos centrales, por lo que también es se entiende que no resulte fácil lograr un consenso sobre su papel en la política climática.

En la esquina verde, por así decirlo, tenemos a Isabel Schnabel, una incorporación relativamente reciente al comité ejecutivo del BCE. Ella sostiene que en su función de supervisor, el BCE debe «asegurarse de que los bancos evalúen adecuadamente los riesgos que conlleva la exposición a activos con elevadas emisiones de dióxido de carbono» y que debe considerar en sus compras el régimen de información (sobre riesgos climáticos) de las empresas emisoras.

Ese enfoque no parece haber logrado captar el apoyo de la mayoría en la junta del BCE. Según el Financial Times,hubo una «amplia reticencia» en la última reunión del Consejo de Gobierno a «tomar la delantera para solucionar los problemas ambientales; la preferencia fue dejarlos en manos de los gobiernos».

Hasta el momento la presidenta del BCE, Christine Lagarde, mantuvo hábilmente una postura de indecisión. En enero estableció un nuevo centro sobre el cambio climático en la sede del BCE en Frankfurt. Es pequeño —«cuenta con unas diez personas»— y se ocupará de «moldear y dirigir la agenda del BCE sobre el cambio climático».

Pero en un discurso que dio en enero, Lagarde enfatizó que el BCE colaborará en los esfuerzos para combatir el cambio climático «dentro de su mandato y actuando conjuntamente con los responsables de la política climática». Según esta formulación entre «los responsables» no estaría del propio banco, aunque se dejó cierto margen de maniobra.

Del otro lado del Atlántico, la Reserva Federal estadounidense llegó bastante tarde a esta fiesta y aún se desconoce si piensa bailar en ella. El Banco de Francia y el Banco de Inglaterra (BoE) lideraron los esfuerzos para crear la Red para el Reverdecimiento del Sistema Financiero (Network for Greening the Financial System, NGFS) a fines de 2017, pero la Fed se negó a participar en ella hasta que el presidente Donald Trump dejó su cargo.

La Fed se sumó ahora, pero el lenguaje de las autoridades estadounidenses sugiere que el papel previsto para las autoridades monetarias y reguladoras es bastante limitado. El presidente de la Fed, Jay Powell, dijo en diciembre que la Fed «históricamente evitó intensamente asumir funciones en la asignación del crédito» y notó que carece de un mandato del Congreso para combatir el cambio climático.

Janet Yellen, la nueva secretaria del Tesoro estadounidense, fue aún más lejos: en la audiencia del Senado para su confirmación testificó que la idea de implementar pruebas de estrés climático a los bancos le parecía «especialmente preocupante». El BoE está haciendo exactamente eso este año y el G30 abogó fuertemente por ello en un informe reciente; pero, según Yellen, «los reguladores financieros carecen del conocimiento necesario para diseñar políticas ambientales» y rechazó con firmeza «las propuestas recientes para promover una agenda de política ambiental liberal a través de la regulación bancaria».

El punto central de Yellen es que gran parte del modelado del riesgo climático de los bancos se basa en el riesgo de intervención regulatoria en vez de en el riesgo climático en sí. Por lo tanto, las pruebas de estrés para los bancos están, según este análisis, «diseñadas para evitar que esas instituciones conserven ciertos activos, lo que implica un castigo indirecto contra sectores desfavorecidos como el petróleo y el gas».

No son las palabras que Mark Carney hubiera usado cuando fue gobernador del BoE. Ciertamente también hay escépticos en el BCE, como Jens Weidman, el jefe del Bundesbank, quien propició la cautela y únicamente está a favor de vincular la compra de activos con la información ambiental que difunden las empresas, pero nadie insistió tanto como Yellen en distanciar a los bancos centrales de la política climática.

Las discusiones dentro de la NGFS serán más interesantes ahora que se ha sumado la Fed, los responsables de los bancos centrales con una orientación más ecológica tendrán que pulir sus argumentos y explicar por qué una política más activista es coherente con sus mandatos.

Tal vez como preparación para esa batalla futura el BCE invitó como orador a John Cochrane, del Instituto Hoover, a su Conferencia sobre Política Monetaria a fines del año pasado. Su mensaje fue inflexible:

«La bancos centrales se están lanzando de cabeza a la política climática y es un error. Destruirá su independencia, su capacidad para cumplir sus misiones principales —controlar la inflación y poner freno a las crisis financieras— y la confianza de la gente en su imparcialidad y competencia técnica... y no ayudará al clima».

Excepto por eso, como dicen, es una buena idea.

El núcleo del argumento de Cochrane fue que no hay consenso sobre las definiciones de los activos «verdes» y «marrones», y que es imposible evaluar el impacto de las acciones de los bancos centrales sobre el calentamiento global. Además, el BCE podría enfrentar presiones para apoyar otras inversiones preferentes por motivos menos válidos y dignos.

Es posible que Cochrane esté exagerando su postura, pero, para contrarrestarla, los bancos centrales deben fijar una política sobre el cambio climático con una interpretación persuasiva de su mandato principal. Eso debiera ser posible ya que hay argumentos respetables que señalan que el cambio climático hace peligrar la estabilidad financiera y, tal vez, también la estabilidad monetaria. El nuevo centro del BCE sobre el cambio climático debe comenzar sus tareas preparando esa justificación.

Howard Davies, the first chairman of the United Kingdom’s Financial Services Authority (1997-2003), is Chairman of NatWest Group. He was Director of the London School of Economics (2003-11) and served as Deputy Governor of the Bank of England and Director-General of the Confederation of British Industry.

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