Las migajas de las elecciones catalanas

Cada sociedad tiene sus normas. Las normas catalanas de comportamiento social no resultan fáciles de entender desde otros lugares, en especial desde aquellos donde el poder social se refleja, con mayor o menor transparencia, en la vida del Estado. Los catalanes han estado desde siempre en el Reino, más tarde en el Estado, cuando éste nacionalizó mal que bien a la Monarquía, pero no hizo lo propio con la mayor región industrial del momento. Grave anomalía cuyo coste se ha pagado más mal que bien a lo largo del siglo XX. Por su tamaño, las provincias forales no generaron nunca una situación comparable.

Frente a esta realidad inobjetable, la sociedad catalana solo encontró una respuesta a principios de aquel siglo desde su propia organicidad. Esta respuesta solo tiene un nombre: la organización de una sociedad civil propia, resultado de su propia estructura social —y no refiero solo a la económica, puesto que incluye un sistema de ciudades, comunicaciones, asociaciones de todo tipo, redes familiares ya no solo locales— con las conexiones inevitables con la vida estatal y el sistema de ciudades a escala peninsular. La potencia burguesa y de sus intelectuales en la organización de este entramado que denominamos sociedad civil imprimió carácter. El horizonte fue siempre regional y estatal, porque el Estado por deficiente que fuese era del todo indispensable, cuanto menos para la protección del mercado y el orden público. A diferencia del planteamiento convencional sobre el asunto, debe señalarse que esta tradición organizativa se desdobló de inmediato en otras subalternas, en particular la republicana y obrera, profundamente conectadas desde la primera década del siglo y hasta 1939. Enric Ucelay lo explicó en un libro no superado, titulado precisamente La Cataluña populista. Con la diferencia de tamaño que dificulta cualquier comparación de detalle, esta superposición de tradiciones organizativas existió por igual en la Francia de la Tercera República y hasta Vichy, en la Inglaterra del fin del bipartidismo liberales/conservadores y hasta la década de 1950 y en la Alemania de Weimar anterior a 1933. Era el signo de la modernidad posliberal del fin de siglo, no hubo otra. La historia española resultó mucho más agitada y fracasada, tampoco puede leerse de otra manera. Las interrupciones de 1923 y 1939, esta segunda inacabable, dificultaron la empresa. Permitieron apreciar sin embargo un elemento de tensión considerable: la hipótesis de la incompatibilidad de un sistema político y cultural de tamaño notable y de desarrollo diferenciado al general del Estado. Esta anomalía ha resultado y sigue resultando de digestión penosa.

Dicho esto me gustaría descender a cuestiones de dimensión menos amplia, a lo que ha sucedido en Cataluña desde la Transición en la demostración inequívoca de aquel factor diferencial, ahora en un doble plano. Ni en la vida del Estado ni en la vida regional, el encaje del entramado civil reconstruido después desde los años 1970-1980, funciona adecuadamente. Simplifico al máximo: ni el españolismo ni el catalanismo radical (el independentismo real es más bien testimonial, algo que merece explicarse al resto de españoles), ni falta insistir que los que tratan de acomodar ambas posibilidades, han resistido con éxito las presiones de la competencia de los otros. Fue así desde la Transición y se ha acentuado en los últimos tiempos. Puede constatarse en cualquier parte y momento. Cada célula de la sociedad catalana, desde las minúsculas a las de mayor tamaño y más influyentes, en educación, cultura, economía, comunicaciones, está contaminada por una divisoria que hemos construido entre todos. Si en los momentos más difíciles del franquismo, algunos partidos y grupúsculos de la resistencia propusieron un pacto reconciliador, más allá de una divisoria civil que parecía inexpugnable, cómo no va ser posible reencontrarse hoy a pesar de diferencias sin sangre.

Volvamos a la cuestión del tamaño. Cataluña es una sociedad demasiado pequeña para imaginar un futuro que no esté basado en la negociación constante, en una definición cambiante de por dónde pasan las líneas de división que nos fracturan. Delimitar con solo una de ellas quién está dentro de la Cataluña auténtica no tiene ningún sentido. La conciliación es la única realidad aceptable a corto y medio plazo. Sanar las heridas que han dejado estos 10 años no será empresa fácil, menos los será curar los males que dejará una profunda crisis provocada por la epidemia reciente y la crisis económica gravísima que nos espera. Aquellos que predican un orden de factores para garantizar la solución de esta crisis se equivocan sin remedio: ¿primero la independencia y después hablamos?; ¿primero la economía y después veremos?

Regresemos al terreno de los hechos. Si a principios del siglo XX a una generación con visión de país se le ocurrió articular una sociedad civil que cohesionase a los compatriotas y que tuviese algo más que decir que las cuatro diputaciones sumadas: ¿a alguien se le puede ocurrir hoy una solución razonable para las fracturas actuales si no es pactando, pensando y hablando?

Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra.

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