Las monarquías razonables

Cuando Isabel II y Felipe VI saluden a las buenas gentes de Londres, alguno recordará aquella vieja frase según la cual «la monarquía endulza la política con la justa adición de acontecimientos hermosos». La consideración es de Walter Bagehot, autor de ese oráculo victoriano –La Constitución inglesa– que iba a alzar el entramado teórico sobre el cual todavía reposan las monarquías parlamentarias del mundo. En virtud de la ligereza que acompaña lo mejor de lo británico, su libro aún se lee como «una charla amena» y no como un áspero digesto. Y, ante todo, nos sirve para pensar en la monarquía moderna menos como construcción racional, hija de la abstracción, que como institución razonable, hija de la experiencia de la historia. Ese carácter razonable es algo que podrá apreciarse en Londres en toda su utilidad e inteligencia. Véase que, en plena refriega del Brexit, con la controversia inamovible de Gibraltar y el recuerdo de las enemistades del pasado, el «encantamiento místico» que observa Bagehot en la monarquía volverá a ser operativo en ese posado de los reyes capaz de simbolizar el encuentro de dos pueblos. Como adivinó el eminente victoriano, si la monarquía es «la luz por encima de la política», es –entre otras cosas– porque a veces llega donde la política del día a día no es capaz de llegar.

La visita de Felipe VI a Londres también será una de esas ocasiones en que la Corona no se mantiene «escondida como un misterio», sino que se pasea «como un desfile». Más pervivencia que anacronismo, la institución monárquica mantiene sus activos incluso en tiempos de tan severo escrutinio mediático como los nuestros: baste pensar, todavía, en la potencia que, a efectos de imagen-país, puede tener un brindis en el palacio de Buckingham. Es algo que también supo intuir Bagehot: a cualquier nación, a cualquier gobierno, «el digno uso» de la Corona le puede aportar «un valor incalculable» en términos de representación y reputación.

La propia monarquía deja patente su funcionalidad en casos como estos: no hacen falta grandes esfuerzos teorizantes cuando es suficiente, como gesto visible de continuidad a la europea, juntar a dos jefes de Estado de dos antiguos países que son conscientes de la dignidad y la historia que representan. La propia diferencia de edad –Isabel II llevaba quince años de reinado al nacer Felipe VI– abona esa «magia» que, pese a todo, aún conserva la monarquía. La magia, sin embargo, va de la mano de la ejemplaridad: si los victorianos también entendieron que «la exaltación de la monarquía sólo es posible por el carácter personal del soberano», ni el republicano más entusiasta puede reprochar ligereza a Isabel o a Felipe en el ejercicio de sus funciones. Ese es un rasgo con calado en las opiniones públicas, y responsable de un fenómeno «que suele escapar a los estudiosos de la filosofía política»: el «afecto» que une a tantas personas con los reyes.

Incluso en Reino Unido, ejemplo habitual de pasión monárquica, ese será un afecto mediado por la inteligencia: al fin y al cabo, la historia de las monarquías puede leerse como la historia de los intentos por embridar el poder real. De ahí surge lo que Pendás llama «un milagro jurídico-político»: la monarquía parlamentaria como ejemplo de transacción con la que todos ganan más que pierden. Con ella, la sociedad puede respaldar a sus reyes sin temor a su intervencionismo en la política. La nación logra mezclar «el refinamiento de la constitución» con «el viejo sentimiento de la monarquía heroica». Y la propia Corona gana en prestigio con sus atribuciones –hoy clásicas– de «ser consultada, exhortar y prevenir».

Esas son realidades que vivimos cada día, pero el tiempo iba a ir sedimentando otras utilidades en la Corona. Por ejemplo, para ver reconocida su autoridad, la monarquía dependerá de su neutralidad: como explica Bagehot, un soberano «no debe entrar en los combates de la política, o dejará de tener la reverencia del resto de combatientes». No en vano, la nación puede tener cuantos partidos quiera, pero «la Corona no es de ninguno»: he ahí su única manera –precisamente– de ser de todos. Junto a ello, se hace predominante la conciencia de que –como dijo nuestro Cánovas– la Corona «no puede estar tan alta que se pierda entre las nubes». De ahí que su necesaria vertiente filantrópica haya contribuido a prestigiar a una institución capaz de acoger y apoyar iniciativas de la sociedad civil que rara vez resuenan entre las prioridades de la política. Sí, siempre habrá, sin duda, coartadas para apoyar o no apoyar a la monarquía. Pero no faltan acciones que –miremos a España y Gran Bretaña– la hacen razonable a ojos de la sociedad.

Ignacio Peyró, periodista y escritor.

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