Las mujeres volveremos a gobernar en América Latina

La expresidenta de Costa Rica Laura Chinchilla durante un evento de 2012 en China Credit Petar Kujundzic/Reuters
La expresidenta de Costa Rica Laura Chinchilla durante un evento de 2012 en China Credit Petar Kujundzic/Reuters

Cuando gané las elecciones de 2010, me convertí en la primera presidenta de Costa Rica. En los primeros días de mi gobierno visité escuelas en las que me hablaron de una tendencia: muchas niñas habían presentado sus candidaturas para ser las presidentas de curso. Durante los siguientes cuatro años una escena se repitió a menudo a donde iba: niñas y colegialas me decían que cuando fueran grandes ellas también serían presidentas.

Ese entusiasmo de las mujeres por llegar a la presidencia era un fenómeno nuevo. Entendí que el hecho de que una mujer fuera la presidenta de su país podía ser un punto de inflexión para toda una generación de mujeres jóvenes en Costa Rica. Y no era la única presidenta en América Latina: durante los años de mi gestión, de 2010 a 2014, Michelle Bachelet concluyó su primer mandato en Chile; Cristina Fernández de Kirchner era presidenta de Argentina, y Dilma Rousseff llegaba a la presidencia de Brasil un año después, en 2011.

En los últimos doce años la región no ha dejado de tener al menos a una mandataria. Ese ciclo de mujeres en el poder terminará en unos días, cuando Bachelet deje la presidencia de Chile. Pero no será para siempre.

¿Por qué no hubo relevos femeninos después de nuestras presidencias? En alguna medida se debe al estándar de valoración inusualmente drástico al que las mujeres en el poder fuimos sometidas. El caso más dramático quizás es el de Rousseff, destituida de su cargo en 2016. En su salida anticipada hubo un elemento misógino. Ella lo ha dicho: “Había dobles estándares para los hombres y para las mujeres. Me acusaron de ser dura y severa; a un hombre lo habrían considerado firme y fuerte”.

Es también mi caso. Pese a que la economía mantuvo una tasa de crecimiento promedio de un 4,5 por ciento interanual, de que se generaron más empleos que antes, de que después de mi gestión la tasa de homicidios cayó en un 30 por ciento y de que denunciamos graves casos de corrupción, la valoración de mi mandato fue una de las más bajas de la historia reciente del país.

Las cuatro presidentas latinoamericanas recibimos ataques incesantes y sesgados, y no se puede descartar que un efecto intimidatorio haya desanimado a muchas políticas a lanzarse como candidatas. En el ciclo electoral de este año solo dos mujeres —Margarita Zavala en México y Marta Lucía Ramírez en Colombia— están en la contienda por la presidencia.

Sin ánimo de justificar los errores cometidos en nuestras presidencias, los gobiernos de las mujeres experimentaron un escrutinio desigual al de los hombres por parte de los medios de comunicación y de la opinión pública. Y esto no es exclusivo de nuestra parte del mundo.

De acuerdo con el Proyecto de Monitoreo Global de Medios, del análisis de 22.136 artículos publicados en 2015 surgió que las mujeres constituyeron solo el 24 por ciento de los sujetos informativos, porcentaje que disminuye al 16 por ciento en las noticias que informan sobre política y gobierno. Pero no solo se trata de un problema de invisibilización de las mujeres en las noticias, sino también de la forma sesgada como se les cubre.

El peso de los estereotipos y el sexismo en los medios condicionan una cobertura de las mujeres asociada a temas domésticos más que laborales; a atributos emocionales o físicos más que intelectuales, y a caracterizaciones de nuestras personalidades como de débiles o volubles. De las noticias analizadas sobre política en América Latina, el 90 por ciento reforzó estos estereotipos de género. Muchas veces, la notoriedad política de las mujeres se reduce a lo que llevamos puesto.

A Bachelet le preguntaban de manera insistente por su vida sentimental y era común que a mí me preguntaran si había llorado después de algún evento dramático. Ser mujer se convirtió en la causa que explicaba nuestros errores: los yerros que comenten los hombres se quedan con el individuo, pero los errores que cometemos las mujeres los paga todo el género.

Esa es la lógica detrás de las encuestas que, en el momento más bajo de nuestras gestiones, preguntaban: “¿Volvería usted a votar por una mujer?”. Nunca hemos visto que después de una crisis económica, de un escándalo de corrupción o de abusos de poder de presidentes, se pregunte a los electores si volverán a votar por un varón.

Pese a todo, el actual vacío de liderazgo femenino en las presidencias de los gobiernos de América Latina no es definitivo. El crecimiento de la participación femenina en los congresos de la región ha trasladado el liderazgo político de las mujeres del poder ejecutivo al legislativo. Con excepción de Brasil, donde el porcentaje de mujeres en el congreso sigue siendo tan solo del 11 por ciento, en Argentina, Chile y Costa Rica el número de legisladoras ha crecido. Después de las elecciones de 2017 en Chile, la representación femenina en ambas cámaras pasó de un 15 al 23 por ciento. En Costa Rica, los resultados electorales del 7 de febrero de este año incrementaron dicha representación del 33 al 46 por ciento.

De acuerdo con la Unión Interparlamentaria, América Latina es la segunda región del mundo con más representación femenina en los órganos parlamentarios (28,8 por ciento), un porcentaje que aumentará durante el ciclo electoral de este año por las leyes de paridad aprobadas en varios países.

Puedo decirlo desde mi experiencia: la acción afirmativa es un mecanismo eficaz para impulsar la equidad de género en la política. Fui parte del primer congreso costarricense que en el año 2002 se constituyó con 35 por ciento de mujeres y pese a que pertenecíamos a partidos políticos distintos, nos unimos para elegir mujeres en los cargos de la Corte Suprema de Justicia y así balancear su composición.

Con más mujeres en puestos de decisión política, en América Latina se han impulsado medidas que incentivan más nuestra participación, como la aprobación de leyes para combatir el acoso y normas que obligan a los partidos políticos a asignar recursos para la capacitación política de las mujeres. Los espacios políticos que hemos conquistado gracias a las medidas de acción afirmativa se convertirán en almácigos donde germinarán nuevas lideresas.

A estas políticas se suman otras conquistas de los doce años de gobiernos de presidentas: no fue hasta la gestión de Fernández de Kirchner que se introdujo la figura penal del feminicidio en Argentina. Durante el segundo periodo de Bachelet el aborto se reguló en Chile y con Rousseff se alcanzó la paridad en la educación primaria, secundaria y terciaria. Entre los logros que más me enorgullecen de mi gestión están la creación de un programa de corresponsabilidad por parte del Estado en el cuidado de los niños y adultos mayores, y la implementación de medidas que permitieron que hacia el final de mi mandato la tasa de feminicidios disminuyera en un 70 por ciento.

Aun sin ocupar los puestos más altos del gobierno, la generación de mujeres latinoamericanas que está participando en la política, ya sea en sus partidos o en los parlamentos, será garantía de que los logros de una década se mantengan y se profundicen.

Es una mala noticia que en la región no habrá presidentas en 2018, pero a largo plazo las cosas lucen distintas. Con los congresos más igualitarios y diversos —un hecho que ya es irreversible—, las jóvenes lideresas de América Latina serán las protagonistas de la política de los próximos años. No pasará mucho tiempo más sin que haya mujeres en el poder. Las mujeres latinoamericanas ya saben que pueden ser presidentas. Falta mucho por avanzar, pero en nuestra parte del mundo, el techo de cristal se quebró.

Laura Chinchilla Miranda fue presidenta de Costa Rica de 2010 a 2014. Es profesora de la escuela de gobierno del Tecnológico de Monterrey e investigadora en la Universidad de Georgetown.

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