Las Naciones Unidas y Kosovo

El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se enfrenta a una votación decisiva, la relativa al futuro de Kosovo (Plan Ahtissari). Pero decisiva no sólo para Kosovo y para Serbia, los directamente involucrados en el asunto, sino también para el futuro de Europa y del mundo. Si el Consejo decreta la independencia de Kosovo en contra de la voluntad de Serbia estará adoptando una decisión que desde una perspectiva jurídica sólo puede ser calificada de manifiestamente contraria al Derecho Internacional vigente, y desde una perspectiva política, como una irresponsable invitación a la modificación de las fronteras existentes.

El Consejo -salvo que Rusia, o en su caso China, ejerciera su derecho a veto e impidiera la aprobación de una tal resolución- podría declarar la independencia de Kosovo, provincia que está integrada en la actualidad en el Estado serbio. Tal hipótesis se apoya en una determinada comprensión del Consejo como un órgano que todo lo puede, y no sujeto, por tanto, a límite jurídico material alguno. El único límite a su actuación sería formal o procedimental: la exigencia de una determinada mayoría cualificada.

En similares (y reduccionistas) términos se planteó en nuestro país, hace tres años, el debate sobre la retirada de las tropas de Irak. Así, se dijo entonces y se repite hoy, que la guerra de Irak fue ilegal porque no contó con el aval de la ONU, lo cual significa, a 'sensu contrario', que si el Consejo de Seguridad hubiese autorizado un ataque contra Irak, la guerra hubiera sido legal y legítima. Fácilmente se comprende que en esa tesis subyace la idea de que el Consejo de Seguridad, en la medida en que encarna la legitimidad internacional, confiere esa legitimidad a cualquier actuación que apruebe. Esa tesis resulta jurídicamente aberrante.

El Consejo de Seguridad, por su propia naturaleza y configuración como un órgano intergubernamental donde cada uno de sus miembros actúa en defensa, principalmente, de los intereses del Estado al que representa, no puede encarnar la legitimidad internacional. Dicha legitimidad reside en la propia Carta de las Naciones Unidas. Así, la Carta contiene los principios y valores, jurídicos y políticos, integrantes de dicha legitimidad, para cuya realización crea una serie de órganos a los que atribuye determinadas funciones. Entre esos órganos, el Consejo de Seguridad se configura como la instancia decisoria suprema. Pero lo que no se puede olvidar es que todos los órganos, incluido el propio Consejo, están sometidos o subordinados en su actuación a lo dispuesto por la Carta. Para decirlo con mayor claridad, el Consejo no podría aprobar válidamente una resolución que contradijera los principios establecidos en el Tratado fundacional de la ONU. El problema reside en que si lo hiciera no existe ninguna instancia que pudiera anularla. Y este es el punto débil de toda la arquitectura del sistema de Naciones Unidas. El edificio legal de la ONU, sólo podrá ser pensado 'constitucionalmente' en términos de legitimidad cuando se atribuya a un órgano internacional el control de las resoluciones del Consejo de Seguridad. Ahora bien, el que dicho control en la actualidad no exista no permite concluir sin más que todas las decisiones del Consejo resulten 'per se' lícitas.

Si el Consejo aprueba una resolución que persigue avalar un ataque armado contra un país que no representa una amenaza para la paz y la seguridad del mundo (como se planteaba en el debate sobre Irak) o que pretende amparar un atentado contra la integridad territorial de un Estado, como es el caso que nos ocupa, es preciso denunciar que dichas resoluciones contradirían abiertamente principios fundamentales de la Carta como son la prohibición de la agresión o la garantía de la integridad territorial de los Estados. Y por contradecir esos principios, dichas resoluciones serían siempre ilegales e ilegítimas. En el Derecho Internacional, la legitimidad se identifica con los principios y valores de la Carta de San Francisco, no con las resoluciones del Consejo de Seguridad. El Consejo no puede legitimar la violación de la Carta. Esto quiere decir que si el Consejo de Seguridad decretara la independencia de Kosovo, jurídicamente estaría atentando contra los presupuestos de su propia legitimidad.

Con ser lo anterior grave, más aún lo es el hecho de que reconocer la independencia de Kosovo constituiría un peligroso precedente de alteración de las fronteras por la fuerza. El nuevo Estado de Kosovo sería el fruto maduro de los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado. En esto y no en otro lugar, reside la peculiaridad del caso Kosovo. Pero haciendo abstracción de que el nuevo Estado surge como consecuencia de una acción militar, su nacimiento será considerado como un precedente político en virtud del cual se sostendrá que las fronteras existentes entre los Estados europeos pueden ser modificadas, y que es posible la creación de nuevos Estados por fragmentación de otros, sin contar con la voluntad de estos últimos.

Que Estados Unidos apruebe esta política no puede causar sorpresa alguna. No en vano fue su presidente Wilson quien, con su formulación del derecho de autodeterminación, sembró la semilla del caos en los Balcanes en los años veinte de la pasada centuria. Lo sorprendente es que las potencias europeas (incluida España) transiten irresponsablemente por tan peligrosa senda. Europa tiene una grave responsabilidad en la crisis balcánica. Europa puede y debe mediar para que el conflicto se resuelva respetando el Derecho Internacional vigente. Basta con hacer saber a ambas partes que su adhesión a la Unión Europea exige como requisito previo un acuerdo de convivencia política de naturaleza federal. Lo que carece de sentido es que Europa aliente la fragmentación de Serbia, exigiéndole, como condición para su integración en la Unión Europea, su previa fragmentación en dos Estados diferentes. Y más asombroso resulta todavía que dicha fragmentación se justifique en términos de puro racismo, esto es, en la necesidad de construir un Estado de base étnica. ¿Aprobaría Europa que los serbios que viven en Kosovo construyeran después su propio Estado? El hecho de que este interrogante no carezca de sentido nos pone de manifiesto que la destrucción de los Estados existentes -además de ser contraria al derecho internacional- no sirve para resolver los problemas de convivencia entre distintos pueblos dentro de un mismo Estado.

Javier Tejada, profesor titular de Derecho Constitucional en la UPV-EHU.