Las nuevas «Dos Españas»

El de las «dos Españas» es un viejo tópico, una metáfora para expresar las discordias de nuestros compatriotas: carlistas y liberales; progresistas y conservadores; monárquicos y republicanos; de derechas o de izquierdas; clericales o laicos. Aplicándolo a la nación, la España del Norte y la del Sur; la España seca y la húmeda; el centro y la periferia...

Las guerras civiles han sido la trágica consecuencia. Lo formuló Ortega: «Dos Españas están trabadas en una lucha incesante». Y lo sintetizó Goya, simbólicamente, en una de las pinturas de la Quinta del Sordo: la «Lucha a garrotazos» de dos hombres, hundidos en el barro. Afirma Manuela Mena «la supervivencia (en la época de Goya) de peleas semejantes en Cataluña y Aragón, igualmente libradas a garrotazos y abocadas a terminar con la muerte de uno de los dos contendientes».

Las nuevas «Dos Españas»La visión de las contiendas fratricidas llevó a algunos al fatalismo de igualar a los dos bandos: para Unamuno, los «hunos» –con hache de barbarie– y los otros. Nos advierte Antonio Machado: «Españolito que vienes /, al mundo, te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón».

Insistía don Américo Castro, mi maestro, en que España no es un concepto «esencial» sino una «realidad histórica» (el título de su gran obra). Eso supone una consecuencia decisiva: nada garantiza que España sea inmortal; como todo ser vivo, puede enfermar, sanar o morir. De los españoles depende.

Algunos bienintencionados –Salvador de Madariaga, Julián Marías– intentaron vencer este trágico sino con la noción de una «tercera España», superadora de cainismos.

Después de una sangrienta guerra civil y un largo régimen autoritario, muchos dudaban de que los españoles lograran evolucionar pacíficamente hacia la democracia. Felizmente, esos temores resultaron infundados: el pueblo español y su Rey apostaron por la reconciliación nacional, en un régimen de libertades («libertad sin ira», se cantaba). España se incorporó a las instituciones europeas: así se cumplía un viejo sueño y se garantizaban apoyos, frente a un posible intento de involución autoritaria. La transición española a la democracia se convirtió en objeto de admiración y estudio, en todo el mundo.

La crisis económica ha resucitado viejos demonios. No se trata ya de la lógica contienda entre partidos políticos sino de una serie de disparates que asombran y asustan a muchos españoles de bien.

Últimamente, por ejemplo, hemos visto verdaderas payasadas en algunos ayuntamientos y en el Parlamento de la nación, con camisetas, rótulos, gestos e insultos que nos abochornan; el desfile de tres reinas cabareteras o de una «dragqueen», en la cabalgata de Reyes, justificado con el peregrino argumento de que refleja la diversidad cultural de la ciudad y ayuda a que los niños puedan ver la realidad; un alto cargo se disculpa, como varón, por el asesino que lleva dentro; muchos ayuntamientos quieren reabrir heridas de la guerra civil, felizmente cerradas, cambiando los nombres de las calles, con ignorancia y sectarismo; se intenta privar de su sentido religioso a la Navidad, para reducirla a la fiesta del solsticio de invierno… Son anécdotas, ya lo sé, pero muy significativas. ¿Por qué se ofenden las creencias de muchísimos españoles? Y, cuando existen tantos problemas pendientes, ¿por qué se desperdicia así el tiempo y el dinero?

Escuchando a nuestros políticos, se nos caen los palos del sombrajo. Se dirigen a los «miembros y miembras». Inventan el «federalismo asimétrico», tan viable como el círculo cuadrado. Un presidente del Gobierno dice que el concepto de nación española es «discutido y discutible». El líder de un partido proclama que nuestro himno nacional es una «cutre pachanga fachosa» y que Lenin ha sido el MVP (el mejor jugador) de una final de baloncesto, en la que participaba el equipo español. Últimamente, para descalificar cualquier cosa, basta con decir, sin el menor rigor histórico, que es «franquista» o «fascista». Se ha perdido el norte, el sentido común, el oremus.

El disparate alcanza una de sus cumbres con el actual independentismo catalán: se multa al que rotula su tienda en la lengua común de todos los españoles; se ponen todas las dificultades posibles para que los niños estudien en esa lengua; se defiende elegir telemáticamente a un Presidente que ha huido de los Tribunales españoles; se proclama que los sentimientos de cada cual están por encima de lo que manda la ley…

Ante este cúmulo de disparates, la tentación es recordar a Larra: «Todo el año es Carnaval… Aquí yace media España, murió de la otra media». O al esperpento de Valle-Inclán: «España es una deformación grotesca de la civilización europea». O, simplemente, a la sentencia popular, que suele repetir mi amigo Carlos Herrera: «Aquí no cabe un tonto más: hay más tontos que botellines de cerveza».

Es lógico que lo pensemos pero no sería del todo justo. Al lado de estos dislates, también existe otra España y la vemos todos los días: la de una sanidad, pública y privada, de excelente calidad; la de unos ingenieros y empresas constructoras que son estimados internacionalmente; la de una red ferroviaria que nos envidian casi todos los países; la de unos jóvenes que viajan y hablan más idiomas que nunca, en toda nuestra historia; la de una gran potencia turística, con una gastronomía y unos hoteles de primera categoría; la de empresas como el Banco de Santander, el Banco de Bilbao, Inditex, El Corte Inglés y Mercadona; la de una lengua, común a todos los españoles, que es uno de las grandes idiomas universales y que supone un tesoro cultural y económico incalculable; la de un patrimonio histórico que apenas resiste parangón; la de una calidad de vida que muchos pueblos nos envidian…

Todo esto no es retórica patriotera sino una realidad que está delante de nuestros ojos. Hace años, el poeta catalán Joan Maragall se preguntaba dónde estaba España y no la veía por ninguna parte. Ahora sería fácil responderle: España está en ese millón de banderas rojigualdas que han desfilado por las calles de Barcelona y en las miles, que siguen engalanando los balcones de muchas casas, en tantos pueblos y ciudades.

No se trata ya del viejo tópico. Estas dos Españas existen, hoy en día, pero no tienen ya que ver con las tradicionales derechas e izquierdas. Ahora mismo, se trata de elegir entre el egoísmo insolidario, paleto, muy viejo, aunque intente disfrazarse con las galas del progresismo buenista, y la normalidad democrática de una nación europea, que mira ya sin ningún complejo a las de su entorno. A todos los españoles (no sólo a una parte) les toca decidir en cuál de las dos Españas quieren vivir, ellos y sus hijos.

Andrés Amorós, catedrático de Literatura Española.

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