Las nuevas misiones militares

No es extraño que la presidenta de la Comisión de Defensa de la Asamblea Nacional francesa, señora Dumas, y la delegación parlamentaria que encabezaba se interesaran por la Unidad Militar de Emergencias (UME) durante un reciente encuentro con sus colegas españoles. No lo es porque empieza a trascender en el exterior que zonas de España e incluso de fuera de nuestras fronteras azotadas por calamidades ven con alivio y agradecimiento la presencia de las boinas amarillas características de esta singular unidad de nuestras Fuerzas Armadas. No faltan, sin embargo, voces discrepantes que se preguntan ¿qué pintan los militares haciendo, por ejemplo, de bomberos...? Elevemos el tiro para analizar la naturaleza y el sentido que tiene la aparición de esta unidad.

La UME es todavía joven. Fue creada por acuerdo del Consejo de Ministros de 7 de octubre de 2005 siendo presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero y ministro de Defensa José Bono. Este innovador paso encajó como anillo al dedo en una de las funciones que la Ley de Defensa Nacional de este mismo año acababa de confiar a las Fuerzas Armadas: «Preservar la seguridad y bienestar de los ciudadanos en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades públicas», complementando así lo que establece el artículo 8 de la Constitución.

A pesar de que algún despistado pudiera pensar otra cosa, la UME forma parte plenamente de las Fuerzas Armadas españolas y, por tanto, de su estructura básica, como se refleja en numerosas disposiciones que no menciono para no caer en excesos jurídicos. «Al jefe de la UME, que será un oficial general del Cuerpo General del Ejército de Tierra en situación de servicio activo, le corresponde el mando, dirección, organización, preparación y empleo de la UME», remacha con rotundidad el artículo correspondiente. Pero no debe pasar desapercibida una importante particularidad organizativa: la UME «depende orgánicamente de la persona titular del Ministerio de Defensa», precisa la norma aplicable, y, por tanto, escapa a la cadena de mando normal. Al margen de consideraciones de índole política, esta particularidad puede encontrar explicación en las actividades directamente conectadas con la sociedad que desarrolla y en la intensa relación con toda clase de autoridades civiles que impone el protocolo de su puesta en marcha y actuación.

Pero, yendo a lo más profundo de las cosas, la creación y el fortalecimiento de la UME responden a un cambio sustancial de las funciones y el sentido de nuestras Fuerzas Armadas, sobre todo en lo que atañe a su implantación a lo largo del territorio nacional. Hoy no se despliegan para controlar e incluso reprimir como ocurrió en pasadas fases históricas. Lo hacen como instrumento del Estado especialmente preparado para ayudar a la sociedad en los supuestos graves que tenga que afrontar. Se opta por tal proceder porque los cimientos sobre los que se sustentan las convierten en muy adecuadas para abordar las situaciones más adversas. Ante todo, porque las virtudes de abnegación, generosidad, entrega al servicio, obediencia y sujeción a la cadena de mando férreamente jerarquizada hacen de ellas el instrumento idóneo para colaborar en ciertos cometidos a los que la Ley de Defensa Nacional les abre la puerta. A esto hay que sumar que el Estado pone en sus manos ciertos medios materiales excepcionales que son los más adecuados para atajar situaciones catastróficas o similares.

Por otro lado, desde 1989, poco después de la incorporación de España a la OTAN y con endeble cobertura jurídica hasta que en 2005 llegó la Ley de Defensa Nacional, las misiones militares en el exterior «son un pilar básico en la acción exterior del Estado», como reconoce la Ley de la Acción y del Servicio Exterior del Estado de 2014. A finales de febrero de 2022, dos mil ochocientos siete militares españoles se desplegaban por distintas partes del mundo. Entre ellos los dedicados a tareas de disuasión y defensa en zonas cercanas a la guerra de Ucrania. Más en concreto: los situados en Letonia formando parte de la llamada presencia avanzada reforzada con la contribución de una fuerza terrestre mecanizada que cuenta con los tanques Leopard; los incorporados a las denominadas misiones de policía aérea del Báltico con cazas del Ejército del Aire patrullando en el espacio aéreo de Rumanía, Lituania y muy recientemente de Bulgaria, y los que prestan sus servicios en apoyo de Turquía con una batería antimisil Patriot. A ellos hay que sumar los integrados en las fuerzas navales permanentes que surcan el Mediterráneo oriental dentro de la operación Sea Guardian y los encuadrados en las agrupaciones navales permanentes de la OTAN. Es cierto que históricamente nuestros ejércitos se han desplazado al exterior en bastantes momentos, pero no lo han hecho con la frecuencia y variedad actuales, en cumplimiento de obligaciones contraídas con organizaciones de permanencia ilimitada, como la ONU, la OTAN y la Unión Europea, y para atender «los fines defensivos, humanitarios, de estabilización o de mantenimiento y preservación de la paz dirigidos previstos y ordenados por las mencionadas organizaciones», como establece la Ley de Defensa Nacional.

La acción interior de la UME y la participación en misiones en el exterior son, pues, dos vertientes que caracterizan las funciones de unas Fuerzas Armadas acomodadas a lo que la sociedad y el Estado demandan en nuestros días.

Sin embargo, todo lo anterior, aunque sea muy positivo, no puede imantar la atención hasta el extremo de que acabe redundando en detrimento de otros cometidos militares que la Constitución consagra. El esfuerzo de personal y económico que entrañan las misiones en el exterior y la UME no puede servir de excusa para bajar la guardia en la atención que merecen las tareas disuasorias y preventivas de toda amenaza exterior a la integridad territorial de España. Sería muy peligroso a medio y largo plazo que la forma y la cuantía en las que se asignen los medios afectos a fines militares desembocaran en dos tipos de unidades: la UME y las preferentemente destinadas a misiones en el extranjero, por una parte, y, por otra, las restantes en las que recaería principalmente la disuasión y la prevención relacionadas con la seguridad y la defensa de la integridad territorial de España.

Lo que planteo no es puramente teórico. En el pasado mes de noviembre saltaron a los medios de comunicación social las acomodaciones y equilibrios a los que el Ejército del Aire podría verse obligado para sustituir a los F-18 con base en Gando una vez que llegase su próximo término de vida de servicio y así garantizar la protección aérea de las Islas Canarias. Aunque este problema se ha solucionado con acierto gracias a la compra de veinte Eurofighters aprobada por el Consejo de Ministros el 14 de diciembre, lo sucedido plantea que una sana política militar requiere un delicado y medido equilibrio en el reparto de los medios destinados a las distintas responsabilidades de las Fuerzas Armadas. Muy en especial cuando los vientos del aumento del gasto militar, que ya han dejado huella en los vigentes Presupuestos Generales del Estado, arrecian alentados por los compromisos internacionales asumidos por España y acrecentada su fuerza por la situación que vivimos tras el abominable atropello sufrido por Ucrania, como se ha puesto de manifiesto en la cumbre informal de líderes políticos de la Unión Europea celebrada en Versalles el pasado mes de marzo.

Luis María Cazorla Prieto es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

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