La semana pasada se firmó el proyecto de acuerdo entre el PSOE y Junts para asegurar la elección de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno de España a cambio de amnistía y otras prebendas de tipo personal y para la comunidad autónoma catalana. Vivimos tiempos aciagos. En los antecedentes del documento se hace una alusión explícita a los decretos de Nueva Planta de 1716, una de las consecuencias del final de la Guerra de Sucesión, en 1714. Se traza una continuidad entre entonces y la actualidad: «Reivindicaciones y demandas con un profundo recorrido histórico y que han adoptado diferentes formas desde que los Decretos de Nueva Planta abolieron las constituciones e instituciones seculares de Cataluña». Estas dos fechas –1714, 1716– y los hechos que integran, así como sus supuestas terribles consecuencias, constituyen una de las más grandes obsesiones del nacionalismo catalán desde sus orígenes a finales del siglo XIX. No por casualidad, la llamada fiesta 'nacional' de Cataluña es el 11 de septiembre, es decir, el 11 de septiembre de 1714, el día en el que Barcelona cayó en manos de las tropas borbónicas en la guerra de Sucesión.
En su visita oficial al 9/11 Memorial de Nueva York, en 2015, apuntaba el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas: «En Cataluña también tenemos nuestro 11 de septiembre», que tuvo lugar cuando «hace trescientos años padecimos la aniquilación de nuestras libertades, de nuestro derecho, de nuestras instituciones e incluso de nuestra lengua». El año anterior se celebró con gran pompa e inversión de recursos públicos el llamado Tricentenario. Entre otras muchas actividades, sobresalió el vergonzoso y tristemente célebre coloquio 'Espanya contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014)', pagado por la Generalitat, organizado por Jaume Sobrequés e inaugurado por Josep Fontana. Desde el poder nacionalista, más de un gerifalte aseguró que Cataluña iba a recuperar en las urnas en 2014 aquello que había perdido por las armas en 1714. El disparate histórico es manifiestamente perverso.
Comoquiera que sea, la referencia del acuerdo socialista-independentista de noviembre de 2023 muestra la asunción por una parte de la izquierda española del relato inventado por el nacionalismo catalán. Sin ser algo nuevo, en puridad, me parece altamente inquietante que pueda acabar derivando en el reconocimiento de Cataluña como algo que nunca ha sido, una nación, y abriendo intelectualmente las puertas a la disolución del proyecto común español y la independencia de este territorio. El tan cacareado y buscado reconocimiento es, para los nacionalistas –como teorizara Enric Prat de la Riba en 1906–, la antesala de la conversión inexorable de Cataluña en un Estado independiente. De ahí, en buena medida, la enfermiza obsesión nacionalista por la historia.
1714 y su corolario, 1716, forman parte esencial del relato nacional-nacionalista sobre la historia de Cataluña, construido desde finales del siglo XIX y que hoy es hegemónico. Según dicho relato, 1714 es interpretado como una derrota que supuso el final del Estado catalán, una herida casi mortal para la nación y el final de las libertades patrias, concretada en la Nueva Planta de 1716, y de la evolución de aquel territorio hacia la democracia, a la que se sustituyó por centralismo y absolutismo. Cataluña fue, en definitiva, vencida y empezaba, con el Rey Felipe V, una larga y profunda decadencia que iba a mantenerse hasta el renacimiento cultural –la Renaixença–, en el siglo XIX, y, más adelante, con el político. La supuesta nación recuperada solamente necesitaba ya su coincidencia con el Estado.
Evidentemente, como en todo relato inventado por los nacionalistas –en Cataluña y en cualquier otra parte–, casi todo es falso. Desde un punto de vista estrictamente histórico, ni Cataluña es una antigua nación, existente ya desde hace más de un milenio; ni fue un Estado, sino parte de la Corona de Aragón, ni fue, por último, una entidad que avanzaba hacia la democracia en el siglo XVII e inicios de la centuria siguiente. La guerra de Sucesión no fue una guerra de España contra Cataluña. El mitificado 11 de septiembre de 1714 y los demonizados decretos de Nueva Planta no simbolizan el final de Cataluña, sino la emergencia de otra Cataluña distinta. El siglo XVIII fue un tiempo de notable crecimiento económico y de prosperidad.
La Guerra de Sucesión fue, además de un conflicto internacional y dinástico, un enfrentamiento intrahispánico, en el que la mayor parte de la Corona de Aragón se enfrentó con la mayor parte de la de Castilla. Pero ni los austracistas eran pocos en esta última ni los borbónicos una pequeña minoría en la primera. Cataluña no fue unánimemente austracista ni mucho menos. La guerra constituyó también un conflicto entre dos Cataluñas. El desenlace ofreció la posibilidad a la monarquía de llevar a cabo una reforma político-administrativa. Nada excepcional, en cualquier caso, en la Europa del siglo XVIII. Con la victoria de Felipe V se puso fin al modelo de monarquía compuesta o agregativa, y coronas, reinos y principados quedaron reducidos a provincias. Cataluña iba a ser una de ellas, en la que el pactismo dejaba de ser la forma de relación con la monarquía. La racionalización primó por encima de la voluntad castellanizadora.
El Decreto de Nueva Planta de la Real Audiencia de Cataluña (1716) estableció el reglamento de la provincia. En su diseño se consultó a juristas catalanes, como Francisco Ametller. Se mantuvo el Derecho Civil. Explicitaba el decreto que las causas de la Real Audiencia «se sustanciarán en lengua castellana». Hubo intentos de imponerla en la Administración y los libros. En el siglo XVIII, el catalán se mantuvo como dominante en el terreno oral y familiar, la pastoral y en la correspondencia privada y comercial, así como en la enseñanza primaria y la literatura popular. Pero la castellana avanzó en la Administración y la alta cultura. La pujante burguesía la adoptó decididamente. Antonio de Capmany consideraba el catalán como un «idioma antiguo provincial, muerto hoy para la República de las letras, y desconocido del resto de Europa». No hubo ni genocidios lingüísticos ni aniquilación de supuestas libertades –feudales, en cualquier caso–. Esta es la realidad. El relato nacional-nacionalista, sin embargo, la cuenta de otra manera bien distinta con la voluntad de poner las bases de unas determinadas identidades y reivindicaciones políticas. Resulta grave, en la España actual, que dicho relato sea comprado por las izquierdas. Los nacionalismos son siempre peligrosos y desleales y viven sobre la mentira. No aceptemos, por favor, nacionalismo como animal de compañía de nuestra democracia, ni tampoco su relato como modelo de nuestra historia común y argumento de peso para despropósitos tales como la amnistía de golpistas y malversadores, en 2023, y la puesta en peligro de nuestra convivencia.
Jordi Canal es historiador y profesor-investigador en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París.