Las olvidadas

Al parecer entre hombres decidimos, entre mil otras cosas, las normas de la ovulación. ¿Como un homenaje a la confusión? Se pudo afirmar, entre hombres, que los «testículos femeninos» emitían un esperma no muy diferente al masculino. El cóctel de las dos semillas, revuelto en el útero, explicaron doctamente nuestros científicos –masculinos–, permitía la fecundación. Dando pie a que Perogrullo reconociese que para confundirse se precisa cometer errores.

Hasta los más sabios, como el mismísimo Descartes, aseguraron que los dos líquidos espermáticos servían de levadura el uno al otro. Se recalentaban, según él, entre sí, de tal manera que algunas de sus partículas «adquirían el ardor del fuego…». Lo que no supo el sabio es que iba a morir de frío por una mujer que, sin ser ni su novia, ni su esposa, ni su amante, ni su reina, era quien más le admiraba, hasta el punto de convocarle a media noche (¡bajo cero «estokolmés»!) para charlar de filosofía.

Las olvidadasJardiel Poncela, cuatrocientos años después, quizás conmovido por este ardor de fuego que vislumbró el filósofo, puso en escena (con el desdén de los mejores) su inolvidable «Cuatro corazones con freno y con marcha atrás». Que por cierto los entendidos para mayor comercialidad lo abreviaron en «Morirse es un error». Pero el francés, menos dramático, comparó la «mixtión» de los dos espermas con la fermentación de la uva, y especificó que era como «cuando los caldos del vino hierven en las cubas». ¿Podríamos imaginar una fuerza más invencible que la de aquel oleaje femenino?

Incluso Buffon también estuvo convencido de que la mujer tenía espermatozoides parecidos a los del hombre. Y para probarlo invitó a tres hombres de ciencia (y ninguna mujer) a su experimento con una pareja de perros. Después de que la hembra copulara con un can tan en celo como ella, Buffon la mató porque era suya. E inmediatamente con sus tres cómplices le abrieron el vientre. Con sus amigos comprobó que el útero de la chucha estaba lleno de «gusanillos espermáticos femeninos». Los sabios y expertos determinaron y testificaron (entre ellos) que el esperma del macho no hubiera podido subir desde la vagina al ovario, tan de prisa.

Para mayor emoción la ciencia –sin científicas– creyó que existían fuerzas de atracción entre líquidos espermáticos masculinos y femeninos, precisamente «como las descritas por Newton (sin ayuda obviamente de su sobrina Catherina Barton) en sus leyes de la gravitación universal».

Nosotros en solitario, los hombres, pudimos hilar más fino cuando un mercader del XVII, para estudiar las excepciones patafísicas que engendra el análisis de lo infinitamente pequeño, fabricó un microscopio (don Antonio Van Leewenhoek). Gracias a su instrumento, describió a la Royal Society el esperma de «un pobre hombre pobre» que sufría poluciones nocturnas. «Los gusanillos espermáticos son tan numerosos que en un espacio del tamaño de un grano de arena he visto codeándose más de mil». ¡Qué vista! Curándose en salud ante los galenos londinenses añadió: «Si estas observaciones pudieran provocar repulsión o escándalo entre los doctores de la Sociedad les rogaría que las destruyeran». Obviamente la mayoría no conocía ni remotamente semejantes poluciones de pobres. Parecidamente Cervantes escribió medio siglo antes del mercader holandés, refiriéndose a la posibilidad de que sus novelas no fueran ejemplares: «Antes me cortara la mano con que las escribí». Por cierto ¿de qué tercera mano disponía el ingenioso manco para realizar a secas semejante tajo y desmoche?

Sin ayuda femenina el holandés Van Leewenhoek vio que «los animalículos espermáticos son, en verdad, nervios, arterias y venas». Gracias a estas observaciones únicamente masculinas pudo asegurar que «exclusivamente la semilla masculina forma el embrión; la hembra únicamente la recibe y la nutre».

Su alumno Hartoesoeker (obviamente no tuvo alumnas en tales estudios) pretendió que «el hombre lleva escondido debajo de la piel un homunculus oculto y acurrucado “en la cabecita del espermatozoide”, hombrecillo dispuesto a desencadenar la fecundación.

Francisco de Plantade lo comprobó, como para celebrar el inicio del siglo XVIII: «Lo he visto desnudo con sus dos piernecillas, su pechín, sus bracitos... las características distintivas de los sexos no he logrado reconocerlas a causa de la exigüidad del homunculus».

Entre los hombre de ciencia de 1700 (sin mujer ninguna), Nicolás Audry precisó que «los gusanillos espermáticos tienen colas larguísimas; pero se desprenden de ellas en cuanto se convierten en fetos». Frente a estos sabios –sin sabias– llamados «animaliculistas de la fecundación», surgieron otros sabios –también sin sabias– conocidos por ovistas. Uno de ellos, Nicolas Sténon, disecó una especie de tiburón hembra llamada «perra de mar». Al darse cuenta de que los embriones estaban contenidos en esferas «como huevos», dedujo que «los testículos de la mujer deben de ser análogos a los huevos de los pájaros». Teodoro Kerckring, en Ámsterdam, «halló estos huevos» (hoy sabemos que eran ¡quistes!) dentro de una fallecida. Que por cierto ¿fue la primera colaboradora científica? Los frió, los degustó y «no le parecieron desagradables», como auténtico gourmet quistóvoro.

Otro sabio holandés, Régnier de Graaf, murió trastornado cuando se le acusó «de creer que las mujeres ponen huevos como las gallinas». Pero precisamente fue Charles Bonnet quien probó su tesis ovista: encerró pulgones hembras –ignorando que eran partenogenésicas– bajo una campana hermética. Como, sin conocer al macho, alcanzaron la fertilidad, supuso que «“todo» proviene del huevo (el óvulo)». El esperma masculino únicamente tenía para él la función secundaria de estimular la ovulación despertando el huevo (óvulo) femenino gracias a su olor «a brea, penetrante y fétido».

Lazzaro Spallanzani, con un equipo de varones, inventó el taparrabos de cuero primero para atunes, y por fin para ranas, a fin de recoger las gotas de los machos a los que frustraba de la copulación. Con este esperma de batracio consiguió la primera fecundación artificial. En 1740 exactamente.

El sabio italiano con su equipo de machos demostró que el esperma fecunda y no «su olor penetrante», ni, como otros pretendían, las descargas eléctricas, ni el azafrán, ni el jugo de naranjas dulces, ni tan siquiera «el líquido lechoso que sale de las pieles de la salamandra cocida». Pensaron que la fecundación la provoca el esperma siempre y cuando exista previamente un huevo (un óvulo), pues dentro de él hay ya un ser vivo que el esperma despierta. Sin excepción.

La ciencia consistió desde tiempos de Safo de Lesbos (o Aristóteles) en «pasar de una sorpresa a otra». Incluso hoy en las mixtas reuniones de patafísicos del Colegio que analizan las excepciones.

Fernando Arrabal, dramaturgo.

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