Las oportunidades de la economía digital

El caso Snowden ha vuelto a llevar a primer plano el fantasma de una inteligencia que todo lo controla y, con ello, a exagerar ridículamente sus riesgos. Además, el ridículo servilismo europeo y la hipocresía generalizada han contribuido a exagerar también el alcance de este incidente que seguramente valga más por lo que se trata de disimular que por las filtraciones efectivas que se hayan producido, aunque, lógicamente, a las agencias de seguridad no les haga gracia la defección de uno de los suyos.

Se ha hecho común llamar Inteligencia, con mayúsculas, a la captura masiva de datos y la interpretación de los mismos mediante algoritmos progresivamente sofisticados, de manera que dados los progresos tecnológicos recientes, el trabajo de los distintos servicios que se ocupan de esa tarea ha experimentado un cambio notable de paradigma. Se ha pasado de la recolección y el análisis artesanal de datos, ligada a las capacidades y perspicacia de personas, a un tratamiento, digamos, científico, a trabajar con inmensas series de datos que se recolectan y se cruzan de manera incesante. La información referida a asuntos humanos y políticos se está haciendo ahora con técnicas muy avanzadas que se han ensayado primero en la comprensión del mundo microfísico, un mundo cuyas dinámicas y relaciones parecen haberse convertido en un sistema de información colosal. Se trata, pues, de un gran avance, pero no convendría olvidar que las ecuaciones y los algoritmos humanos son infinitamente menos simples que los puramente físicos.

Internet, la globalización y la inmediatez y visibilidad de todo tipo de datos a escala mundial facilitan enormemente acceder a datos de todo tipo y guardarlos para su posterior tratamiento o venta, cuando se pueda obtener beneficio de ello, y son muchas las actividades mercantiles y de diversa especie las que pueden beneficiarse de explotar estos yacimientos de información tan útil como precisa. Su repercusión en la democratización de los usos y costumbres, en la capacidad de seguimiento de desarrollos por la sociedad civil y en la vigilancia crítica de qué consumimos y necesitamos se hará habitual en muy poco tiempo, incluso para empresas no demasiado grandes.

No hay que caer en la confusión, no obstante, de equiparar el recolectar y guardar datos con comprenderlos, interpretarlos y, mucho menos, con la ilusión de que con ello se cree una inteligencia colectiva adecuada para tomar mejores decisiones, resolver las dudas de la gestión empresarial, o sustituir la innovación por el mero análisis de tendencias. Y lo que vale para el mundo mercantil, vale con mayor razón para el universo político ya que la mayor información puede ayudar, pero no garantiza el éxito y, menos aún, la infalibilidad.

Las finanzas a escala internacional han dado un ejemplo palpable y dramático de esta ilusión fatal. Dado que su arte reside en arbitrar un equilibrio entre el riesgo y el rendimiento de aportar crédito a la economía, la informática y los modelos matemáticos más sofisticados han mejorado la cuantificación de los riesgos, pero no han sido capaces de evitar la comisión de errores monumentales ni de prever y evitar conductas absurdas o delictivas. Las consecuencias de esa diferencia entre prever y acertar se conocen bien y las hemos pagado todos.

Disponer de cantidades masivas de datos sobre casi todo y poder tratarlos con algoritmos automáticos más o menos potentes puede producir una ilusión parecida a la de manejar una nave o máquina con todo conocido y aparentemente bajo control, pero que no deja de ser un mero simulador porque el mundo real sigue estando fuera.

El intelecto humano es selectivo y en un mundo tan complejo como el nuestro selecciona al instante lo que realmente importa, desechando, o no viendo, el resto. Un buen conductor, por ejemplo, no se deja distraer por detalles del paisaje en derredor, pues le va la vida en ello. Que los datos necesarios para conocer mucho de casi todo están ahí, en sus diversas variantes digitales, prestos para poderse interpretar de acuerdo con diversos estándares, es evidente, como lo prueban las innumerables y utilísimas informaciones que se nos ofrecen a diario, y la multitud de aparatos y sistemas “inteligentes” que nos informan de muchas más cosas que las habituales hasta hace unos años.

Ahora bien, para que esos datos constituyan piezas de información contextualizada útil e innovadora en uno u otro sentido, con las que podamos decidir mejor la manera de prestarnos un servicio de más valor a las personas o a la sociedad, sigue siendo fundamental la inteligencia humana, la cultura y la experiencia, el conocimiento de los profesionales que seleccionan primero los datos —con la ayuda esencial, claro, de máquinas— e imaginan después cómo leerlos mejor. Saber cómo pueden ponerse todas esas nuevas fuentes de información al servicio de nuevas acciones, para mejorar la calidad de vida, cómo servir mejor a los ciudadanos y a nuestros clientes, cómo ser más eficientes energéticamente, cómo aprovechar mejor los recursos a nuestro alcance, y minimizar la probabilidad de los riesgos en que podemos incurrir, no puede hacerse sin el concurso de la inteligencia humana, única que, con todos sus fallos y limitaciones, merece todavía ese nombre.

Las posibilidades que abre la floreciente economía digital y del conocimiento para transformar esos datos —ya disponibles y otros que vendrán— en beneficio de los individuos y los Estados a escala mundial son formidables. Para aprovecharse de ellas se necesitan nuevas competencias informacionales en todos los ámbitos (desde el familiar al estatal) para mejorar cómo se genera y protege la información en la Red, cómo se pueden tratar y analizar, y con qué objeto y por quién, los datos y cómo se pueden aplicar para mejorar los distintos aspectos de la vida cotidiana de las personas y de los países. Esas competencias deben abordar la mejora de la comunicación entre personas, la deliberación crítica sobre los porqués, la formulación de una misión y proyecto de vida, el emprendizaje, la participación activa y crítica, la innovación, la apertura al mundo y su entendimiento e interpretación pasada y presente, etcétera. El problema para nosotros es que el escenario es mundial y abordar esto tarde puede acarrear un retraso muy considerable en una carrera en la que en la línea de salida hay más corredores que nunca.

La economía productiva de nuestro país debe sumarse ya —y en toda Europa si no queremos ser una colonia en la era digital— a esta tendencia universal de obtener y gestionar sus propios datos, aprendiendo a buscar la información necesaria para mejorar, sirviendo mejor a nuestros clientes, entendiendo su cultura y sus necesidades, sabiendo cuáles son sus intereses, por qué eligen a unos suministradores en vez de a otros, qué oportunidades se detectan de ello, y así gestionar los procesos de cambio continuo. De esta manera, podremos ver un poco más allá, introduciendo los modelos que interpreten la información adecuadamente y liderando el desarrollo de segmentos productivos basados en un Internet industrial de alto valor añadido en el que el ADN propio es esencial. Limitarse a seguir la estela de Estados Unidos sería una forma de aceptar un nuevo colonialismo al que no tendríamos que someternos.

José Luis de la Fuente O’Connor, presidente de la Asociación Española para la Promoción de la Inteligencia Competitiva. José Luis González Quirós, filósofo y analista político

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