Las otras dos Españas

Yo sí creo que hay dos Españas. Lo siento por quienes insisten en su juicio pacificador y armonioso, pero a la verdad y a la mentira les cuesta tanto la juntura como al agua y el aceite. A estas dos Españas las llevo viendo desde que soy pequeño y con ellas he crecido, mal que le pese a una de ellas, intentando apuntalar, con más o menos fortuna, un juicio crítico y veraz sobre lo que ocurre a mi alrededor. Como todos, vaya.

Y no, no son estas dos Españas las de los rojos y los azules. Las dos Españas de las que hablo existen siempre y de forma continua, pero sólo se manifiestan en puntuales ocasiones, como ocurre con los eclipses o las auroras boreales. Son acontecimientos regulares e incluso predecibles, pero tienen lugar sólo muy de vez en cuando para reforzar su condición excepcional. Hace unos días tuvimos la suerte o la desgracia de que las dos Españas se hicieron cuerpo para enseñarnos la oposición dual entre contrarios de la que ya hablaban los filósofos presocráticos. Aunque, como en todo contraste, no dejó de distinguirse una dimensión violenta y casi traumática.

Y ahí estaban las dos Españas. Les juro que yo las vi con perfecta claridad: la una falaz, mentirosa y abusadora, sabedora de que vive del esfuerzo de todos los contribuyentes y del colapso de un sistema que sabe fagocitar nuestros esfuerzos y administrar nuestra paciencia. Y la otra, la España de siempre, la que habita en la vida cotidiana y sencilla para madrugar con el esfuerzo y la decisión de sus gentes.

A un lado estaba el poder gubernamental, que exhibía su condición visionaria regalándonos un Plan España 2050 para el que habían reclutado una colección de sabios. La Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia alumbraba un informe basado en datos, gráficas y proyecciones al que los muchos expertos no debieron servirle para pautar de forma correcta ni las mayúsculas de la cubierta. El intento les prometo que me parece encomiable aunque el contenido, a pocas horas de su publicación, ya lo supimos fallido.

La otra España la encarnó Ana Iris Simón, una joven escritora que con su talento literario y su sentido común ha sido capaz de generar elogios a un lado y otro del espectro político. Los ingredientes de su éxito recuerdan la sencilla y eficaz receta que manejaban los cantantes de folk: three chords and the Truth. Y en efecto, tres acordes y una verdad literaria han sido suficientes para que el libro Feria de Ana Iris se haya convertido en todo un manifiesto generacional. Este éxito se debe también, sería injusto olvidarlo, a una pluma excelente.

Naturalmente, la España dividida de la que les hablo no es la de dos bandos igualados y cainitamente programados para intentar aniquilarse. Las dos Españas que les propongo distinguir apelan a algo mucho más sencillo y puede que más universal. Una es la España virtual, imaginada, construida a base de paper y de tecnología social, trazada desde el afán creativo de unas élites a las que en justicia deberíamos ir arrebatándoles el nombre. Más Cicerón y menos Excel, les pediría. Es la España fabulada e inexistente con la que en forma de simulacro tratan de canalizar la ira y la legítima indignación de tantos. Es la España de los indultos, las agencias espaciales, la resiliencia y la digitalización de la infamia.

La otra España, la que representa Ana Iris, es la España de carne y hueso, la de un país que se hace ejemplo en una joven embarazada que vive de su esfuerzo y de su mucho talento pero que comprueba, dramáticamente, cómo una década después no hemos sido capaces de devolverles a nuestros jóvenes su confianza en el pacto social. Y recuerden que desde el Dios de Abraham hasta nuestros días, la cohesión de todo pueblo descansa sobre un pacto o Alianza o, si lo prefieren en versión roussoniana, en un contrato.

La escritora fue invitada a la presentación del plan sideral y la joven Ana Iris recordó, con voz valiente, algo tan simple y necesario como las verdades del barquero. Esto es, que sin niños, sin familias ni horizonte estable de futuro para nuestros jóvenes no habrá ningún país en el que ejercer el car sharing, el cohousing ni el freelancismo de los que hablaba el informe. Es decir, que lo único que hizo Ana Iris fue exponer la desesperanza de una joven cualquiera y contrastarla con el Data-Driven-Policymaking y demás criptomancias.

Estas dos Españas encontraron, naturalmente, su puntual correlato en el auditorio. Analistas de izquierdas y derechas aplaudieron la cordura sencilla y común de la escritora y advirtieron la urgencia con la que deberían atenderse las reivindicaciones de esta segunda generación perdida. A veces, por fortuna, la realidad es tan rotunda que es capaz de conciliar la opinión de Juan Manuel de Prada y de Felipe González.

Pero tampoco ha faltado el fanatismo ciego de quienes sólo lamentaron que el diagnóstico certero no viniera de sus filas. Al no ser una di noi, pensaron los niños malos de las casas bien, no podemos asumir su diagnóstico como certero. Y fue ahí donde a nuestra escritora se le volvieron a imputar los mismos delitos ficticios que hace semanas predicaron de Trapiello. Fascista, revisionista, nostálgica o voxera fueron los adjetivos empleados en la zarzuela habitual de quienes constatan cómo la industria de la rebeldía deja de pertenecerles en exclusiva.

Creo, pese a todo, que la España refractaria a la realidad empieza a ser minoritaria. Miren a un lado y a otro y reconocerán voces cuerdas que se alzan y que con prudencia empiezan a vindicar una forma responsable de reconstruir el pacto. No sé si será un posible socialismo ilustrado que venga después de Sánchez o una democracia cristiana capaz de inspirar un nuevo impulso para el Partido Popular, pero estoy convencido de que algo está cambiando a mejor. Y, por cierto, el partido que decida reconstruir las clases medias y se digne a dirigir hacia ellas su discurso y su propuesta moral tendrá una España entera que ganar. Y esta vez, estoy convencido, sí será sólo una.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de ética de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente del consejo académico de Ethosfera.

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