Las palabras inofensivas

Arthur Schnitzler dejó escrito que "el deporte favorito de ciertos políticos, periodistas y esnobs es coger una palabra inofensiva, honorable e incluso noble y mancharla de amarillo, igual que se hacía en el pasado con los judíos para que la chusma pudiera vejarlos, insultarlos o maltratarlos a placer e impunemente. En los últimos tiempos, las palabras que reciben más pedradas de los golfillos callejeros son tres: progreso, libertad y escepticismo".

Primero, lo copio de una selección hecha por Juan Parra de los Aphorismen und Betrachtugen, escritos por el dramaturgo, poeta y médico vienés, de cuya obra me confieso lector apasionado. Luego, me pregunto si, aunque de otra manera, no se sigue manchando de amarillo a los judíos, y cuáles serán las palabras que, así teñidas, a instancias de esnobs, periodistas y políticos, sirven hoy de blanco a esos golfillos callejeros a los que Schnitzler alude con agudeza. Como ahora, al parecer, todos somos progresistas y amantes de la libertad, o al menos así nos reclamamos, es de suponer que progreso y libertad no entren en la consideración hecha por Schnitzler, aunque sí otras. ¿Cuáles?

Antes de buscarlas, o de pensar en sus potenciales sustitutas, convendrán ustedes conmigo en que la esencialidad de conceptos como los que tales palabras encierran queda en entredicho cuando esas palabras brotan de las bocas de determinados individuos que pueden ser sospechosos de cualquier cosa menos de haber luchado por ellas. También convendrán en que el escepticismo, esa necesaria higiene mental, sea, en este país con dos clases de tendidos intelectuales, el de sol y el de sombra, un bien generalmente escaso y difícilmente localizable.

Pero ¿cuáles serán las palabras que se buscaban? Quizá las que Schnitzler propondría de haber nacido entre nosotros y vivir en nuestros días no fuesen otras que España, bandera o lengua, una vez amarilleadas en debida forma por no pocos de quienes otrora no fueron, ni mucho menos, defensores a ultranza ni de la libertad ni del progreso.

Pensé en ello hace unas semanas y recordé a Schniztler, mientras escuchaba atentamente la esperanza del presidente del Gobierno de España de que la derecha no haga un uso de la lengua, de la lengua española y castellana semejante al que lleva hecho de la palabra España y por ende de la bandera que la simboliza. Razones tenía para ello. Esas palabras están sirviendo, y trazas tienen de seguir haciéndolo, para que muchos golfos callejeros las maltraten con el uso que hacen de ellas, las insulten con sus actitudes y las vejen al aderezar los conceptos que encierran en adorno de sus intereses. Hay palabras y conceptos que, o son de todos, o no son de nadie.

Por eso cuando alguien se las apropia y las instrumentaliza de modo partidario, adscribiéndolas a este o aquel sistema de ideas, a izquierda o derecha del arco parlamentario, qué más da uno u otro, si lo que cuenta es el uso, la manipulación o la apropiación indebida, merece cuando menos la calificación que Arthur Schnitzler le otorga.

La última expresión manchada de amarillo, aparentemente patriótico, es lengua española. Quien les escribe vive en Galicia y, cuando lee que en Galicia la lengua común está en regresión, amenazada gravemente y poco menos que desmenuzada a mordiscos por la gallega, no puede sino pensar en llamar golfos a los que tal afirman.

Claro que es suscribible lo que se dice en ese manifiesto, cómo no. Lo que no es de recibo es que responda a una situación real, que esa sea la situación angustiosa en la que se encuentra la lengua española, al menos en territorios como el gallego. Y esta realidad, la de la existencia del peligro, es la que convierte en insuscribible el escrito y tiñe de amarillismo la conducta de quienes lo propalan. No se puede corroborar que la situación del español en territorios como el gallego sea la que se describe en ese texto; al menos la que se da a entender y subyace en todo él y de forma tácita en las actitudes que mantienen sus grandes inductores.

La bandera, la lengua, las víctimas del terrorismo y la jefatura del Estado, por citar las palabras más teñidas de amarillo de toda la historia de España, o son de todos o no son de nadie. Mal nos fue cuando fueron solo unos los que se apropiaron de ellas, los que las usufructuaron en detrimento de todos sus legítimos herederos, esto es, la totalidad de los españoles. De todo hace ya 40 años. Desde entonces, mucha otra gente las ha pasado canutas por su afán de no renunciar nunca a ninguna de sus dos lenguas, a ninguna. Esa gente, es decir, la mayoría de la población periférica de España, sabe muy bien, aunque no sean escritores ni hayan pagado idénticas facturas a las pagadas por estos, que quien está en peligro de desaparición no es la lengua española. ¿Cómo y en razón de qué?

De modo afortunado, del que todos nos enorgullecemos, miles de emisoras de radio, cientos de emisoras de televisiones, cientos y cientos de diarios y revistas semanales, un millón de libros diarios editados sin pausa a lo largo del año dan idea de una lengua pujante interna e internacionalmente. ¿Qué es entonces lo que la amenaza? ¿El alargamiento de la agonía de lenguas como la gallega? ¿Pueden creer de verdad en lo que suscriben y afirman los que han suscrito el manifiesto? Entonces, ¿por qué lo hacen? ¿Y cómo llamarles?

Alfredo Conde, escritor.