Las palabras tampoco

Donald Trump, cuando era candidato a la presidencia, en agosto de 2016, en un evento de campaña en Ohio. Credit Damon Winter/The New York Times
Donald Trump, cuando era candidato a la presidencia, en agosto de 2016, en un evento de campaña en Ohio. Credit Damon Winter/The New York Times

Pensé escribir “hay palabras que engañan” y me encantó mi ingenuidad: las palabras engañan. Las palabras están hechas para engañar, para que cada quien escuche y lea lo que quiera, escriba lo que pueda, se enrede en ellas. Sabemos que las palabras engañan pero son lo que tenemos, las usamos. Y sabemos que todas lo hacen, pero algunas más o mucho más.

Las que más, probablemente, son esas que alcanzan la cima y se transforman en lugares comunes. Definamos: se entiende por lugar común algo que se escucha sin pensar, que se acepta sin más reflexión. Nunca las palabras engañan más que cuando se transforman en lugares comunes: cuando, a fuerza de repeticiones, se convierten en un envase en el que cabe todo y cualquier cosa, una manera de decir nada para que cada quien escuche lo que quiera.

En eso se basa la política en tiempos de democracia encuestadora, que algunos llaman demagogia o populismo. Embarrados en una discusión política más confusa que nunca, más inquietante que nunca, creo que habría que empezar por repensar las palabras que usamos, cómo, para qué. Empezar a ponernos de acuerdo sobre ciertos sentidos. O, por lo menos, a cuestionar los que damos por ciertos.

Es un trabajo inmenso, por supuesto, que “excede los límites —otro lugar común— de este trabajo”. Pero hay ejemplos que lo muestran. Todos proclaman, por ejemplo, su férrea voluntad de construir “una sociedad mejor”. Hubo tiempos en que muchos creían saber cómo debía ser una sociedad para ser mejor: igualitaria, justa, abierta, decían, y algunos incluso la llamaban socialista. Tenían proyectos, los discutían, los proponían. Cuando las experiencias que se pusieron ese nombre terminaron de fracasar en Europa Oriental o el Caribe americano, los que querían cambiar las estructuras de su sociedad se escondieron con el lugar común: queremos hacer una sociedad mejor, trabajamos para una sociedad mejor. Y los que no quieren cambiarlas descubrieron que no les costaba nada decir que querían una sociedad mejor, ya que nadie les pregunta cómo lo sería.

Así que seguimos escuchando a pusilánimes acomodaticios —lo que en política llaman “oportunistas” o “políticos”— que dicen que quieren construir una sociedad mejor sin ofrecer la menor explicación sobre sus rasgos, y seguimos sufriendo a descuidados que los siguen votando sin pedirles esa explicación. Lo prometo: al primero que se suba a un banquito y anuncie que quiere hacer una sociedad peor me lo llevo en andas por toda la ciudad. Pero no es probable que suceda.

(A veces la palabra “sociedad” es reemplazada por la palabra “mundo”: queremos hacer/construir/conseguir un mundo mejor. La falacia se mantiene o crece: ya no es solo el orden social el que será confusamente optimizado; también lo será el mundo en su conjunto y, quién sabe, algún planeta próximo).

Del mismo orden es el uso de “la gente”. Se dice “la gente” —que algunos socarrones han transformado en un concepto y ahora escriben “lagente”— para no tener que definir quiénes integran ese colectivo. Lagente es otro refugio reciente; se podría definir como “un conjunto amplio y voluntariamente vago de personas que deberían compartir intereses y opiniones”.

A diferencia de otros conjuntos sociales, lagente no tiene un proyecto propio. En realidad, es la depositaria de ese sistema de ideas que los medios y los políticos de la derecha suelen llamar la falta de ideología. Los medios y políticos de la derecha postulan que “ideología” es aquello que piensan sus enemigos, habitualmente situados más a la izquierda; lo que ellos piensan no lo es.

A lagente le pasaría lo mismo. Lagente no tiene “ideología”; tiene, por supuesto, ideas: el sentido común; lagente piensa lo que se puede pensar sin pensar. Lagente no tiene, tampoco, pertenencia política precisa. Lagente deberíamos ser todos, más allá de nuestra posición social; por eso los intereses de un patrón y su empleado serían los mismos: son parte de lagente. Aunque lagente también sabe excluir: en general, los marginales —los pobres de los barrios precarios, los delincuentes, los adictos varios— no forman parte.

Como lagente es un todo confuso, sin un proyecto claro, se le pueden atribuir tan variadas ideas y emociones. Lagente es el lugar común donde se pueden colocar todos los otros: el lugar común de los lugares comunes. Lagente es un triunfo sin fisuras. Lagente, sin dudas, quiere “una sociedad mejor” —siempre que se parezca a esta—.

Y hay otros mecanismos. Están esas palabras que cuyo abuso no consiste en hacerlas vagas, exageradamente amplias, sino, al contrario, en reducir su significado para beneficiar al sector que lo consigue. Mi mejor ejemplo es “redistribución”. Se habla mucho de la necesidad de hacerlo, de redistribuir los bienes, las riquezas de un mundo ahogado en injusticias y en necesidad. Lo que nunca se dice es que hay una redistribución que sucede todo el tiempo, incesante, avasallante: que desde hace décadas los bienes y las riquezas del mundo son redistribuidas en beneficio de los que tienen más, que las grandes fortunas consiguen más fortunas, que si algo decisivo ha pasado en estos años es precisamente esa redistribución que no llamamos redistribución para que no se note.

Y algo semejante pasa con la inseguridad, otro tema central en estos días. Millones de mujeres y hombres asustados, sobre todo en América Latina, claman que necesitan más seguridad y dan sus votos a quienes podrían dársela —y encumbran dinosaurios, trilobites, triceratopos, trogloditas varios—. La palabra inseguridad ha sido secuestrada por los violentos que pululan y, así, cuando se habla de inseguridad no se habla de la inseguridad de un trabajador que no está seguro de si conservará su empleo, la inseguridad de un padre o una madre que no están seguros de si alimentarán a sus hijos, la inseguridad de un ciudadano que no está seguro de si su gobierno le permitirá vivir como querría. Todas esas inseguridades se quedan sin palabra, tapadas por la inseguridad —horrible— de la persona que teme que la asalten o la maten. Y, así, nos convencen de que lo peor de nuestras sociedades no es ese desempleo o esa hambre o esas represiones sino el crimen: que eso es lo que nos hace vivir inseguros, que ese es el principal flagelo de lagente.

Son, insisto, ejemplos: llamadas de atención, llamados a extremar la atención a las palabras. Que son, sabemos, herramientas de poder; vale la pena, en estos tiempos de poderes cada vez más extremos, tratar, al menos, de conocer sus herramientas, de mellarlas.

Como decía el otro: si no podemos cambiar el mundo, empecemos por cambiar la conversación. Para eso, antes que nada, hay que pensar qué dicen las palabras.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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