Las palabras verdaderas

En los últimos tiempos nos encontramos una y otra vez con la alerta ante la crisis periodística en todas sus dimensiones: se habla de una crisis de modelo, de una crisis de financiación y una crisis de confianza. Se avisa sobre la falta de fact checking, se alerta sobre los bulos, sobre la creciente falta de margen para operar.

Sin ir más lejos: un reciente estudio del Centro de Investigaciones Pew muestra que los estadounidenses tienen puntos de vista profundamente divergentes sobre las noticias falsas y cómo responder a ellas. Sugiere que el énfasis en la desinformación podría estar provocando no ya que la gente crea cosas falsas, sino más bien que las personas no distingan la verdad. Así, el pánico ante las fake news, en lugar de obligar al ciudadano a abandonar los medios que consideran más “ideológicos”, en realidad podría estar acelerando el proceso de polarización, impulsando a los consumidores ya no a dejar de leer a algunos medios, sino simplemente a consumir menos información en general. No se trata ya entonces de que se deje de leer una web por sus teorías conspirativas, sino que se abandona el consumo de información de cualquier tipo por considerarla parcial.

Las palabras verdaderas. Sobre este tema es interesante hacia dónde apunta Daniel Gamper, en su reciente ensayo Las mejores palabras. Ante la constante necesidad de precisión, vaticina que “el periodismo por venir debe seleccionar las palabras verdaderas de alguien que no quiere oír”.

Las palabras de Gamper resultan un bálsamo. Ante la maraña de desinformación y la necesidad de verificar datos, corre por algunos medios que se consideran serios, equidistantes y respetables cierto desprecio a la narrativa de lo que sucede. Parecería que las historias y los relatos de vida no resultaran del todo necesarios. En pleno ruido mediático se esgrimen tablas y cifras, como si solo esto bastara. La fetichización del dato, per se, oculta en muchas ocasiones un trasfondo ideológico, cuando la cuestión no es que aceptemos mansamente unas cifras sobre lo que sucede, sino que nos preguntemos por las condiciones históricas y sociales que producen esas cifras.

Para ilustrarlo quiero recurrir a dos ejemplos de cómo la narración alumbra los datos, en vez de enmascararlos. De cómo habla de esas “palabras verdaderas para el que no quiere oír”.

El primero no es otro que Memoria del miedo, el compendio de crónicas periodísticas de Andrew Graham-Yooll durante su primer paso por el periódico Buenos Aires Herald durante la dictadura militar argentina. En primera persona, Graham-Yooll se convierte en un testigo de excepción que conoce el sabor del miedo y a los protagonistas del horror: por el libro desfilan madres y padres de desaparecidos, jóvenes militantes, José López Rega, Isabel Martínez de Perón, Eduardo Firmenich, Rodolfo Galimberti, batallas irracionales y una ciudad convertida en un matadero. La importancia del relato de Graham-Yooll, además de su valor humano, es que pone sobre la mesa que las versiones de una historia no son únicas, sino múltiples, y que enunciar, poner nombre a lo que pasa, es vital para comprender la historia.

Por otro lado, de manera complementaria, El viento se llevará nuestras palabras, una narración que detalla el paso de Doris Lessing por Peshawar y las infrahumanas condiciones en las que vive el pueblo afgano, y que comienza con una reflexión: ¿por qué hay atrocidades que quedan fijadas en nuestra memoria y otras —como la que ella narra— que, por importantes que sean, desaparecen sin más, y no quedan ni en la memoria? Lessing busca la respuesta, pero también sabe que debe relatar, porque el relato otorga luz a lo que permanece oculto.

Se dice que quien controla el relato controla el futuro. Quizás estamos en un momento en el que podemos apuntar que quien controla el relato es capaz también de despreciar cualquier otra narración.

En estos días en los que hay quien habla desde una pretendida distancia o equidistancia científica, quizás habría que recordar el chiste del científico que estudiaba el comportamiento de las arañas, capturó una, y la amaestró para que acudiese a él cuando silbaba. El científico arrancó una patita a la araña y la llamó. La araña acudió a él. Anotó en su libreta: “La araña con siete patas se mueve con alguna dificultad”. Le arrancó otra patita y de nuevo la llamó. La araña acudió a él. Anotó en su libreta: “La araña con seis patas se mueve con más dificultad que cuando tenía siete u ocho patas”. Y así le fue arrancando patas hasta que no le quedó ninguna a la araña. Al llamarla esta vez, la araña no se movió. Y el científico anotó en su libreta: “Las arañas sin patas son sordas”.

Ah, los datos. Depende cómo los narres, hay alguna sordera que otra, ¿a que sí?

Lucía Lijtmaer es escritora. Acaba de publicar Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta (Anagrama).

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