Las pasiones y las emociones

Los crímenes pueden ser pasionales y las lecturas apasionantes. También cabe ser un apasionado del canto gregoriano o de las peleas de gallos, e incluso de ambas cosas a la vez. Lo tocante a la pasión es variable y ambiguo, y abarca desde lo más delicado hasta lo más cruel. Aunque a menudo se entiende por pasión lo mismo que por sentimiento y por afecto, otras veces no es así. Tampoco la relación entre pasión y emoción es fácil de desentrañar, y el que, duplicando lo recién visto, pueda hablarse de lo emocional y lo emocionante y de estar alguien emocionado no debería invitar a un paralelismo perfecto (baste con pensar en lo emotivo, imposible de asimilar a lo pasivo).

Pero además de pasión, sentimiento, afecto y emoción, se dan también sus respectivos plurales, y habrá quien afirme que con estos desaparecen las dudas. Cuando se lee, por ejemplo, lo que dijo Aristóteles sobre la ira, el apaciguamiento, el amor, el odio, el miedo, el ánimo resuelto, la vergüenza, el impulso favorable, la compasión, la indignación, la envidia y el afán de emular, resulta natural describir esa lista, indiferentemente, como una enumeración de pasiones, de emociones, de sentimientos o de afectos. Sin embargo, y dejando ahora de lado los dos últimos términos, es notable que en nuestra época se prefiera “emociones” a “pasiones”.

Según una larga tradición, las pasiones son ataques que se sufren por asalto y que arrastran a quien las experimenta a obrar de manera insensata, poniendo en jaque a la razón y al dominio de sí. Como su nombre da a entender, son un padecimiento. Nos convierten en seres deformes, aunque la cultura moderna no tardó en rebelarse contra un prejuicio tan poderoso (gracias, según mostró Erich Auerbach, a cierta secularización del misticismo de la pasión de Cristo). Por el contrario, la palabra “emoción” está libre de estas hipotecas, y nada tiene de raro que lleve las de ganar.

Cuando alguien habla de sus emociones (o de las que comparte con allegados, paisanos o correligionarios), se refiere siempre a un bien que posee y nunca a algo por lo que está poseído. Las emociones forman parte del ajuar propio, en compañía de vivencias, valores, intereses, creencias, proyectos, preferencias y deseos. Tomadas en su conjunto, estas palabras sagradas de la cultura contemporánea designan lo que llama el yo su identidad y también lo que permite que las identidades colectivas se afirmen como tales. De entre todas las alhajas del patrimonio, las emociones son las más personales de todas, ya se trate de la persona individual, ya de la colectiva (los vicios del yo no se curan, desde luego, con los del nosotros).

Allí donde reinan lo emocional y su melifluo lenguaje, la pasión huye despavorida, pero también lo hará el pensamiento. Es cierto que las pasiones arrastran al yo, lo quiebran, lo sobrecogen, lo inflaman y lo hacen temblar, espantarse y estallar, pero el pensamiento no provoca nada muy distinto, salvo cuando se lo toma como el administrador de los intereses y el contable de las vivencias. En realidad, el enjambre de las pasiones y el de las emociones están separados por toda la distancia del mundo. Aunque los nombres de las primeras pueden coincidir con los de las segundas, el manifestarse como pertenecientes a una de las dos clases es incompatible con el ser miembros de la otra.

Puedo formar con mis emociones una entrañable comunidad en la que ellas corrijan mis excesos y yo las eduque para que se muestren benignas y cooperativas, para que sean la joya de mi identidad y para poder compartirlas con gente tan positiva y tan sensible como yo, pero esta fábula no es más que un narcótico. La modernidad filosófica se inventó para responder al escándalo suscitado por la idea de Averroes según la cual quien piensa no es uno, sino alguien indeterminado y sin identidad (alguien que no es, por tanto, nadie). Hay, sin embargo, muchas razones para hacerse averroísta: las mismas que aconsejan mirar con respeto a las pasiones y tomarlas como el motor impersonal de lo que nunca hubiéramos sospechado que haríamos.

Ni el yo ni sus emociones han tenido nunca mucha importancia: somos el punto de cruce de unas cuantas pasiones y pensamientos, y la memoria de instantes pasados en que coincidieron, unida a la expectativa de encuentros futuros que seguramente no se darán nunca. Hablar de pasiones produce desasosiego, mientras que el opiáceo sermón de lo emocional genera atolondramiento y cursilería. Lo que se llama emociones parece inventado para que cada cual (individuo o grupo) crea que las suyas son únicas y para reclamar ventajas por esa unicidad. Quizá las emociones tengan un largo futuro por delante, pero sería bueno contribuir a acortarlo.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III.

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