Las pérdidas que compartimos

Era una mañana de julio que comenzó como cualquier otro día. Preparar el desayuno. Alimentar a los perros. Tomar vitaminas. Encuentro ese calcetín perdido. Levanto el crayón rebelde que rodó debajo de la mesa. Recojo mi cabello en una cola de caballo antes de sacar a mi hijo de su cuna.

Después de cambiar su pañal, sentí un fuerte calambre. Caí al suelo con él en mis brazos, tarareando una canción de cuna para mantenernos a los dos tranquilos. La alegre melodía contrastaba con mi sensación de que algo no estaba bien.

Supe, mientras abrazaba a mi primogénito, que estaba perdiendo a mi segundo hijo.

Arte fotográfico de Paul Cupido, cortesía de la galería Danziger
Arte fotográfico de Paul Cupido, cortesía de la galería Danziger

Horas más tarde, yacía en una cama de hospital, sosteniendo la mano de mi esposo. Sentí la humedad de su palma y besé sus nudillos, mojados por nuestras lágrimas. Al mirar las frías paredes blancas, mis ojos se pusieron vidriosos. Traté de imaginar cómo íbamos a sanar.

Recordé un momento el año pasado cuando Harry y yo estábamos terminando una larga gira por Sudáfrica. Me encontraba agotada. Estaba amamantando a nuestro hijo pequeño y trataba de poner buena cara ante los ojos del público.

“¿Estás bien?”, me preguntó un periodista. Le respondí con sinceridad, sin saber que lo que decía resonaría en tantos: las nuevas mamás y las mayores, y cualquiera que, a su manera, hubiera estado sufriendo en silencio. Mi respuesta improvisada pareció dar permiso a la gente para contar su historia. Pero no fue responder honestamente lo que más me ayudó, sino la pregunta en sí.

“Gracias por preguntar”, dije. “No mucha gente me ha preguntado si estoy bien”.

Sentada en una cama de hospital, viendo el corazón de mi marido romperse cuando él intentaba sostener los pedazos rotos del mío, me di cuenta de que la única manera de empezar a sanar es preguntar primero “¿estás bien?”.

¿Lo estamos? Este año ha llevado a muchos de nosotros a nuestros puntos de quiebre. La pérdida y el dolor nos han plagado a todos en el 2020, en momentos tan tensos como debilitantes. Hemos escuchado todas las historias: una mujer comienza su día, tan normal como cualquier otro, pero luego recibe una llamada de que ha perdido a su anciana madre por la COVID-19. Un hombre se despierta sintiéndose bien, tal vez un poco aletargado, pero nada fuera de lo normal. Da positivo en la prueba de coronavirus y en pocas semanas, él —como cientos de miles de otros— ha muerto.

Una joven llamada Breonna Taylor va a dormir, como todas las noches, pero no vive para ver la mañana porque una redada de la policía sale terriblemente mal. George Floyd sale de una tienda, sin darse cuenta de que va a tomar su último aliento bajo el peso de la rodilla de otra persona, y en sus últimos momentos, llama a su madre. Las protestas pacíficas se vuelven violentas. La salud se convierte rápidamente en enfermedad. En lugares donde antes había comunidad, ahora hay división.

Además de todo esto, parece que ya no estamos de acuerdo en lo que es verdad. No solo peleamos por nuestras opiniones sobre los hechos, sino que estamos polarizados sobre si el hecho es, en efecto, un hecho. Estamos en desacuerdo sobre si la ciencia es real. Estamos en desacuerdo sobre si se ha ganado o perdido una elección. Estamos en desacuerdo sobre el valor del compromiso.

Esa polarización, junto con el aislamiento social que se requiere para luchar contra esta pandemia, nos ha dejado más solos que nunca.

De adolescente me desplazaba rápidamente por el ajetreo y el bullicio de Manhattan sentada en el asiento trasero de un taxi cuando miré por la ventana y vi a una mujer con su teléfono en un torrente de lágrimas. Estaba de pie en la acera, viviendo un momento privado de forma muy pública. En ese momento, la ciudad era nueva para mí, y le pregunté al conductor si debíamos parar para ver si la mujer necesitaba ayuda.

Me explicó que los neoyorquinos viven su vida personal en espacios públicos. “Amamos en la ciudad, lloramos en la calle, nuestras emociones e historias están ahí para que cualquiera las vea”, recuerdo que me dijo. “No te preocupes, alguien en esa esquina le preguntará si está bien”.

Ahora, todos estos años después, en aislamiento y encierro, mientras lloro la pérdida de un hijo, la pérdida de la creencia compartida de mi país en lo que es la verdad, pienso en esa mujer de Nueva York. ¿Y si nadie se detuvo? ¿Y si nadie la vio sufrir? ¿Y si nadie la ayudó?

Ojalá pudiera volver y pedirle a mi taxista que se detenga. Me doy cuenta de que este es el peligro de vivir aislados, donde los momentos tristes, aterradores o sacrosantos se viven solos. Nadie se detiene a preguntar “¿estás bien?”.

Perder un hijo significa cargar con una pena casi insoportable, experimentada por muchos pero de la que pocos hablan. En el dolor de nuestra pérdida, mi marido y yo descubrimos que en una habitación de 100 mujeres, de 10 a 20 de ellas habrán sufrido un aborto. Sin embargo, a pesar de la asombrosa comunión en este dolor, la conversación sigue siendo un tabú, plagado de vergüenza (injustificada) que perpetúa un ciclo de luto solitario.

Algunos han compartido valientemente sus historias; han abierto la puerta, sabiendo que cuando una persona dice la verdad, da permiso para que todos nosotros hagamos lo mismo. Hemos aprendido que cuando la gente pregunta cómo está cualquiera de nosotros, y cuando realmente escuchan la respuesta, con el corazón y la mente abiertos, la carga de la pena a menudo se hace más ligera, para todos nosotros. Al ser invitados a compartir nuestro dolor, juntos damos los primeros pasos hacia la curación.

Así que este Día de Acción de Gracias, mientras planeamos un feriado como nunca antes —muchos de nosotros separados de nuestros seres queridos, solos, enfermos, asustados, divididos y tal vez luchando por encontrar algo, cualquier cosa, por la que estar agradecidos— comprometámonos a preguntar a los demás “¿estás bien?”. Por mucho que discrepemos, por muy distantes que estemos físicamente, la verdad es que estamos más conectados que nunca por todo lo que hemos soportado individual y colectivamente este año.

Nos estamos ajustando a una nueva normalidad en la que las caras están ocultas por mascarillas, pero nos obliga a mirarnos a los ojos, a veces llenos de calidez, otras veces de lágrimas. Por primera vez, en mucho tiempo, como seres humanos, nos estamos viendo de verdad.

¿Estamos bien?

Estaremos bien.

Meghan, la duquesa de Sussex.

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