Las personas primero

El lenguaje se hace cada vez más difuso para hablar de los problemas sociales en estos tiempos difíciles. Hace pocos días el Parlamento catalán iniciaba el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho de los ciudadanos de Cataluña a decidir su futuro político, de acuerdo con unos principios que comenzaban así: «El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano». En semejante tesitura hablamos de federalismo, de pacto fiscal o de agotamiento del modelo autonómico. Si fuéramos rigurosos, después de cada palabra preguntaríamos su significado: qué es pueblo, cuál la propuesta de Estado federal, entre quiénes se negocia el pacto fiscal, y si por autonomía designamos sólo lo que dice la Constitución o la suma de sus significados, no coincidentes, en los 17 estatutos de autonomía o en la opinión de los 46 millones de españoles difícilmente encasillables en las habituales y simples divisiones enfrentadas del país.

Hay ejemplos muy distintos. Podríamos seguir con un reciente documento de trabajo del FMI: Errores en las previsiones de crecimiento y multiplicador es fiscales, donde se cuestiona el valor asignado al «multiplicador fiscal», la razón aritmética entre cada euro gastado o ahorrado por un agente público y el aumento o la pérdida que ese euro genera para la economía nacional. Se sugiere que ese multiplicador, tradicionalmente cifrado en 0,5, ha sido subestimado y es probablemente superior a 1. Se citan los estudios de Auerbach y Gorodnichenko, de la Universidad de Berkeley, cuyas ecuaciones indicarían que el multiplicador puede llegar a 2,5 en períodos de recesión, arrojando nueva luz sobre la dudosa eficacia de la consolidación fiscal en tiempos de crisis.

Simplificamos nuestra visión de la sociedad sustituyendo su inabarcable diversidad por conceptos que presuntamente condensan visiones parciales de las cosas como si fueran pastillas de concentrado de carne. Un sucedáneo. Estaría bien si se tratara de mejorar las herramientas para entendernos; pero no tanto si creemos que con ese lenguaje mutilado a base de convenciones ganamos en conocimiento de la realidad antes que en destreza aparente al usar las palabras. Y peor aún si hacemos del lenguaje no un instrumento de convivencia sino de confrontación.

Estas líneas pretenden ser una llamada de atención sobre nuestra forma de aproximarnos a aquellas partes del mundo donde más cuidado hemos de tener para no perder de vista sus menores detalles, aquellos por los que millones de mujeres y hombres sufren hasta la desesperación o tantas cosas peores. Cuando decimos que el paro alcanzó en 2012 el 26,02% de la población española es fácil saber que detrás de ese porcentaje hay, según la Encuesta de Población Activa, 5.965.400 parados de carne y hueso con una triste historia detrás. Pero ¿de qué o de quién hablamos cuando decimos que «el proceso del ejercicio del derecho a decidir será escrupulosamente democrático, garantizando la pluralidad de opciones y el respeto a todas ellas, atra vés de la deliberación y diálogo en el seno de la sociedad catalana, conel objetivo de que el pronunciamiento resultan te se a la expresión mayoritaria de la voluntad popular, que será el garante fundamental del derecho a decidir?». ¿Nos damos suficiente cuenta de que detrás de las políticas presupuestarias y de esa solidaridad territorial que nuestra Constitución no se cansa de proclamar, cada vez más en vano, está la renta disponible de ciudadanos que, sea cual sea el cálculo del multiplicador fiscal, conservan o pierden su puesto de trabajo una tarde gris que volvían a casa creyendo que iba a ser igual que la del día anterior?

Nos hemos acostumbrado a hablar con la ayuda de conceptos, siglas y números que espesan las ideas y alejan a los individuos de nuestro discurso y horizonte. El bosque de demasiadas palabras vagas no nos deja, a veces, ver al hombre.

Los juristas sabemos que en la larga noche de la Edad Media, cuando, junto a los rudimentarios derechos locales de los bárbaros, el derecho romano cumplía una función de derecho común, de fuente básica de la convivencia, los glosadores del siglo XI comenzaron a hacer ciencia estudiando —glosando— las palabras del Corpus Iuris Civilis compilado por Justiniano. A los glosadores les siguieron los comentaristas que, como Bartolo de Sassoferrato, profundizaron en el examen de los textos romanos confrontándolos con los problemas reales de la convivencia. El derecho era, bajo el mos italicus gestado en la Universidad de Bolonia, una red de términos tirada al mar de la vida e incapaz de aprehenderlo en su complejidad. El pensamiento jurídico, todavía fragmentario y asistemático, seguía partiendo de la letra muerta de la ley. Cuyacio, un humanista de las generaciones siguientes y exponente del nuevo mosgalicus, se refería así a los bartolistas: « Verbosi in re facili, in difficili muti, in angusta diffusi ».

Hubo que esperar al siglo XVI para poner al hombre en el primer término del derecho, la filosofía, el arte, la vida. Palabras, cosas y personas se han ido entremezclando en la historia hasta ordenarse del único modo decente: la dignidad de las personas en el corazón del sistema. Esa centralidad se mantuvo en el iusnaturalismo racionalista del siglo XVII que reinventó el llamado derecho de gentes, germen de un derecho internacional a la búsqueda de lo justo allí donde no había Estado; en el cosmopolitismo kantiano que soñó un mundo sin fronteras con un solo Estado y un único orden jurídico; en las declaraciones de derechos del hombre de Virginia, de la Revolución Francesa y de la Constitución de los EE.UU.; y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Hoy volvemos sin darnos cuenta al desorden fragmentario de la Edad Media, donde la vida no valía más que un mal encuentro en un cruce de caminos. Frente a la universalidad fraterna del alma humana, reaparecen los derechos locales y los particularismos; la solidaridad, en el mejor de los casos, se tasa; y la idea del bien común claudica bajo sospecha de no casar con el relativismo rampante. Se ahondan las fronteras y quiebra la dignidad de la persona ante la frialdad aritmética de una equívoca política económica. Somos, como diría Cuyacio, excesivos de palabra en lo fácil, mudos en lo difícil, difusos en lo que tendríamos que ser precisos.

Necesitamos despojarnos de esa hojarasca verbal que oculta la falta de pensamiento crítico para encontrar un humanismo digno del siglo XXI que ponga fin al nuevo eclipse del hombre; reivindicar la dureza de la miseria que hay más allá de las imágenes que los medios dosifican para no hacernos demasiado infelices; profundizar en el conocimiento de la realidad social a través de una política de ojos abiertos con el «absoluto deber de advertir el dolor ajeno», en la fórmula capaz de unir a un teólogo católico como Johann Baptist Metz y a una escritora radicalmente libre como Susan Sontag. Y, en fin, refundar nuestro discurso desde abajo: las personas primero, por favor.

Antonio Hernández-Gil, jurista.

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