Supone bien el lector si piensa que a estas alturas de mi vida escribir de Baltasar Garzón no es cosa que me entusiasme. Sin embargo, como soy hombre que procura alejar de sí los malos recuerdos y son muchos los años que vengo sosteniendo que la falta de independencia judicial es la madre de todos los males de nuestra Justicia -aparte de que en esto de escribir apuesto por el más difícil cada día-, hoy me propongo cavilar, no sin cierto optimismo, acerca de las perturbaciones que el juez Garzón ha podido sufrir a cuenta de su intervención en el conocido como caso del ácido bórico.
El asunto es que, a raíz de esas actuaciones, el magistrado se plantó ante el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en súplica de amparo al sentirse perturbado en su independencia por lo que él denominaba «brutal y desmedido ataque» de algunos medios de comunicación, de un diputado y hasta de un miembro del propio órgano de gobierno de los jueces. A la solicitud, el CGPJ respondió con un no, pues consideró que faltaban las condiciones exigidas en la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). Pocas horas después, un periódico editorializaba que la actitud del CGPJ era un lavado de manos ante una imputación explícita de prevaricar, que es lo que significaba acusarle de montaje para criminalizar a unos inocentes y satisfacer los intereses del Gobierno. Otros hablaron de un CGPJ compuesto por una mayoría -la que decidió no conceder el amparo- dispuesta a prostituirse por no querer salir al paso de una miserable ofensiva. Algunos colegas partidarios suyos sostuvieron que la toga del compañero juez estaba siendo colgada en la picota más alta. Incluso un profesor de Sociología -el catedrático Enrique Gil Calvo- llegó a escribir que tras las críticas se escondía el antaño sindicato del crimen y que «hoy Garzón es mucho más Garzón», aunque la verdad es que el señor Gil tiene declarado que «una vez publicado, casi siempre me arrepiento de lo que escribo».
Perturbación es acción y efecto de perturbar o perturbarse. Perturbar es trastornar la quietud o el sosiego de algo o de alguien. Según el diccionario de la RAE, independencia -que es palabra que proviene del latín pendeo/pendere, un intransitivo equivalente a estar colgado-, significa, en su tercera acepción, entereza, firmeza de carácter, cualidad que se da cuando no se es tributario de otro. Hecha la anterior precisión, la pregunta es si acaso no se ha hablado demasiado de ataques por parte de la prensa, los políticos y otros instrumentos de presión y, al contrario, muy poco de las emociones y pasiones que el juez puede llevar en su cartera. Si la independencia judicial, subjetivamente considerada, es una virtud y todo juez que quiere ser independiente ha de serlo hasta de sus íntimas convicciones -como dijo un magistrado norteamericano en 1801, el juez ha de ser independiente también de sí mismo-, ¿quién perturba la independencia judicial de su señoría, el juez Garzón?
A mí me parece que, puesto a presumir, el juez Garzón puede hacerlo de bastantes cosas, pero no de ser realmente independiente. Quede claro que en este lance no estoy haciendo una crítica de su trabajo ni estoy emitiendo un juicio sobre sus aptitudes profesionales. Me estoy refiriendo a que si hay algo que en verdad puede definirle es su insobornable pasión por la política y su fidelidad a las siglas de un partido al que abiertamente confesó su adscripción cuando se presentó a las elecciones generales como candidato número dos por Madrid, sirviendo luego en el Ministerio del Interior. De las penúltimas cosas que he sabido de él fue su participación en un acto de protesta contra la Guerra de Irak, en el que aparecía subido a un estrado junto a actores y cantantes disfrazados de Aznar con casco, que llamaban asesino al presidente del Gobierno.
El juez Garzón sabe, o debería saber, que ese tipo de acciones están prohibidas por la LOPJ y que una profesión de fe ideológica de esa naturaleza, tan cargada, además, de indiscreción, es una confesión de parcialidad. No digo que en un juez la ideología política sobre, sino que el señor Garzón la derrocha hasta la prodigalidad. Nos lo advertía Pedro G. Cuartango en una de sus espléndidas Vidas paralelas: «(...) Garzón es la única persona de este país que ha pertenecido a los tres poderes: ha sido diputado, secretario de Estado y juez.»
Insisto para que se entienda bien. Con este perfil de su señoría sólo me limito a recordar que en ese humano rincón que decimos Justicia hay jueces políticos de quienes los ciudadanos desconfían y se temen lo peor. Para mí, la historia de Baltasar Garzón es la de una trayectoria que pudo empezar honesta para torcerse en el momento que se convirtió en la figura del superjuez y por tanto, pasó ser una muesca carnavalesca muy alejada del Derecho. Vuelvo a las hemerotecas. Esta vez, a la del diario El País. En su ejemplar del 19 de enero de 1995, a propósito del sumario que Garzón instruía por el secuestro de Segundo Marey, además de dudar de su idoneidad de juez por haber protagonizado el salto espectacular a la política, el editorialista decía que «la notoriedad pública del personaje dificulta la diferenciación por parte de la opinión pública de las dos imágenes superpuestas: la del juez y la del político.»
Respecto a las últimas críticas al juez -algunas auténticas diatribas-, vaya por delante que siempre estuve a favor de la censura razonable de las resoluciones judiciales y, por tanto, en contra de la descalificación rotunda e inmisericorde. Ahora bien, también digo que los que hoy sacan pecho a favor de su señoría son los mismos que durante muchos años han jugado con entusiasmo al deporte de guillotinar jueces, sobre todo a quienes no estuvieron dispuestos a dejarse acollonar. Tomo licencia para proponer unas cuantas interrogantes que nos sirvan de orientación. ¿Qué dijeron algunos periódicos cuando un ex presidente del Gobierno calificó a dos jueces -uno de ellos era Garzón, el otro quien esto escribe- de «descerebrados» por atreverse a investigar el crimen de Estado? ¿Quién no se acuerda de aquellos jueces de la horca que llevaron al cadalso al juez Marino Barbero, encargado de la instrucción del caso Filesa? ¿Dónde se escondían los que ahora se echan manos a la cabeza cuando unas hienas hicieron de él la diana de todos los denuestos posibles? ¿Acaso no fue la década de los años 90 el paraíso de la difamación judicial, en el que periodistas y no periodistas patentaron la calumnia y la injuria como método de destrucción sistemática del honor de los jueces? Si el hombre no fuera, por naturaleza, un animal olvidadizo -a veces, también ingrato y mezquino- ante las últimas perturbaciones que denuncia el señor Garzón muchos deberían sentir vergüenza y callarse. Allá cada uno con sus contradicciones e incongruencias. En todo caso, me sumo a lo que el magistrado Javier Gómez Bermúdez decía en este periódico, en su entrevista del pasado 23 de octubre: «Muchísimos magistrados han sido insultados, ofendidos y criticados y no se han sentido perturbados en su independencia».
En cuanto al fondo del asunto, es decir, qué es lo que pueda haber en las diligencias procesales del caso del ácido bórico, desconozco los detalles. Sin embargo, a la vista de lo resuelto por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, declarando la incompetencia de su señoría y ordenando la remisión de las diligencias a los juzgados de instrucción de Madrid, a mí me parece que es una prueba más de ese «(...) afán de acaparamiento de asuntos que caracteriza al juez Garzón. (...) Pero no es ésta la primera resolución negativa (...) en contra de sus pretensiones. Ya le ocurrió con el caso Laos cuando compitió por asumir todo lo relativo a la detención de Roldán. (...) La Justicia es un poder difuso, repartido entre diversas instancias jurisdiccionales que se controlan mutuamente y cuyo ejercicio está sometida a estrictas reglas de procedimiento. Lo que el juez Garzón considera que es suyo, de acuerdo con sus competencias, no tiene por qué serlo necesariamente si esas instancias de control que están por encima le dicen que no le corresponde. La Justicia no se paraliza por ello. Pensar otra cosa sería tanto como admitir que la Justicia se identifica con un determinado juez, en este caso Garzón. Un mensaje que algunos no se privan de lanzar por más disparatado y pretencioso que resulte».
Como el lector habrá advertido -la mejor pista es el entrecomillado-, estas palabras no son mías. Una vez más, las he tomado prestadas del archivo de El País. En concreto, de un editorial publicado el 26 de octubre de 1996, a propósito del conflicto de jurisdicción suscitado por el sumario de los papeles del CESID y que el Tribunal Supremo resolvió a favor de la jurisdicción militar.
Lo malo no es no tener razón, sino ignorar que carecemos de ella y, a renglón seguido, caer en la hueca sinrazón. A salvo ulteriores decisiones jurisdiccionales, en mi opinión la actuación de su señoría, el juez Garzón, en este asunto sólo tiene una apariencia de juridicidad. Nada más. Las diligencias de toma de declaración a los peritos, previa imputación, su señoría las llevó a cabo -lo mismo que las que, según leo, sigue empeñado en practicar- con manifiesta incompetencia, a sabiendas de que estaba actuando así, con unos fines quizá demasiado evidentes y, desde luego, no permitidos por la Ley. Esta es mi opinión que expongo con los debidos respetos y que gustosamente someto a otras más autorizadas.
Yo no soy quien para dirigir recomendaciones a nadie. En el Guzmán de Alfarache puede leerse que «consejo sin remedio es cuerpo sin alma» y no tengo a mano recurso alguno con el que socorrer a su señoría de las perturbaciones que puede padecer. Ahora bien, me da la impresión de que al juez Garzón la vida no le ha sacudido a modo. También intuyo que no sabe asimilar el sufrimiento y convertirlo en eficaz método de aprendizaje. Yo, que en eso sí me considero experto y distingo a la perfección entre los golpes en el espinazo y en el corazón, sé que de todos los palos se pueden obtener saludables frutos si se aciertan a encajar con serenidad. Ser juez no es sólo una carrera sino también un viaje interminable en el que hay que batallar con los condicionamientos personales que laten continuamente presionándote los pensamientos.
El hombre público y el juez Garzón lo es, jamás debe quejarse; menos aún, ante la concurrencia. El gimoteo es una rara suerte de perturbación que puede llevarte a perder el juicio. Se me ocurre si acaso no es hora ya de que su señoría piense si no es el anonimato lo más recomendable y que a lo mejor acertaría de lleno si se decidiese a trabajar con discreción y alejado de la política. Hasta en soledad, si fuera menester. En un rapto de nostalgia, mi todavía viva conciencia de juez me lleva a exhortarle que ese juez que es, necesitado de mirarse el ombligo todos los días, recuerde a Víctor Hugo cuando advierte que la fama, echadas las oportunas cuentas, no es más que gloria en calderilla. Hay jueces que no saben a ciencia fija si son justos, jueces dubitativos y llenos de resquemores que a veces creen que hacen justicia y a veces no acaban de creerlo; a eso se le suele llamar problemas de conciencia y así, súbitamente, empiezan muchas y profundas perturbaciones del alma.
Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado en excedencia.