Las piedras del cuento de Pulgarcito

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 02/05/04)

En su extenso y valioso trabajo que abrió hoy hace dos semanas la caja de Pandora de los enigmas del 11-M, Fernando Múgica incluyó una referencia metafórica a las «piedras del cuento de Pulgarcito» para referirse al reguero de pistas -en su opinión esparcidas de forma deliberada a lo largo del camino que necesariamente habían de recorrer los investigadores- que permitieron identificar y detener al comando de Lavapiés, justo a tiempo de que la constatación de la autoría provocara un efecto previsible en el resultado electoral del 14 de marzo.

La publicación de Los agujeros negros del 11-M fue acogida con una mezcla de abierta hostilidad y escepticismo tanto en el entorno policial del Gobierno que entraba como en el del que salía, coincidentes ambos en apresurarse a subrayar la imprecisión de tal o cual detalle. Ni los unos querían quedar como malvados, ni los otros como lelos. Pero la panoplia de bien fundados interrogantes que esos casi 30 folios suscitaban ha estimulado la propensión de un buen número de espíritus libres -entre los que, desde luego se encuentra la redacción de este periódico con su director a la cabeza- a esmerarse en la búsqueda de la verdad, de toda la verdad y de nada más que la verdad.

Hablar en este caso de la teoría de la conspiración es una oficiosidad, una cláusula de estilo garantista equivalente a la que se aplica al llamar presunto homicida a un hombre sorprendido con una pistola en la mano al lado de un cadáver. Que hubo una conspiración, en el sentido de que un número indeterminado de personas se reunió y organizó clandestinamente para perpetrar una serie de actos delictivos tanto contra el poder constituido como contra los particulares que terminaron siendo víctimas de sus atentados, no es una teoría, sino una evidencia. Lo que nos queda por averiguar no es si hubo conspiración, sino cuál fue su alcance.

De cara a ese empeño y hasta el día en que se levanten los secretos de los sumarios que instruyen los jueces Del Olmo -por la masacre propiamente dicha- y Teresa Palacios -por los conexos sucesos de Leganés- no disponemos como auxiliares de la razón sino de la fuerza del método deductivo y de esas piedrecitas del cuento de Pulgarcito. Puede que no sea suficiente para descubrir todo lo ocurrido pero, como esta misma semana ha demostrado EL MUNDO, sí que puede serlo para ir destapando algunas de las muchas cartas que están todavía boca abajo, para alertar a la opinión pública de que aquí hay tremendos misterios por resolver y para obligar a todos los poderes del Estado a volcarse en la tarea.

El mero repaso de los actos y afirmaciones públicas de los terroristas permite establecer como premisa de todo este silogismo que, además de causar el mayor número posible de víctimas y diseminar el espanto entre los «infieles», de acuerdo con las reglas de la yihad, los autores intelectuales del 11-M pretendían también influir en el resultado electoral y por eso escogieron una fecha lo suficientemente próxima a los comicios como para que el Gobierno de Aznar no tuviera margen político para reaccionar, pero con el intervalo imprescindible como para que los versos coránicos en la casete de la furgoneta, la reivindicación al diario árabe de Londres, el vídeo abandonado en las inmediaciones de la mezquita y las propias presumibles detenciones de islamistas obraran el impacto deseado.

Cuando Jamal Zougam llega a la Audiencia tras 72 horas de incomunicación no pregunta ni por el número de muertos, ni por la situación de sus compañeros, ni por el estado de su familia, sino por el resultado de las elecciones. No es verosímil que ello se debiera a que se hubiera jugado ninguna cena con algún cliente de su locutorio telefónico, ni a que su proyecto vital pasara por hacer carrera a través de la Agrupación Socialista de Lavapiés. Quería simplemente verificar si los terribles actos en los que se había implicado habían obtenido el fin último que pretendían.

Debo reiterar, antes de proseguir, que si existió espacio político para tan infernal injerencia fue debido al monumental error de Aznar cuando se empecinó en una aventura exterior más que discutible sin haber conseguido previamente que la opinión pública conociera, comprendiera y respaldara sus motivos. Si no hubiera existido esa fractura en la cadena de montaje de un sistema en el que se ejerce el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, los terroristas no habrían podido culminar su sabotaje, pues cualquiera que hubiera sido el calibre del horror suministrado, no habría empujado sino a cerrar filas en torno al poder legítimo.

No pretendo, pues, cuestionar en ningún modo el meritorio triunfo electoral del PSOE, pero sí contribuir a explicarlo y a que se depuren todas las hipotéticas responsabilidades por acción u omisión en lo sucedido. Ni el que un partido se celebre en un campo embarrado anula el resultado, ni la inamovilidad de ese resultado protege de las sanciones pertinentes a quien abrió impropiamente la manguera o a quien se olvidó de cerrarla por la noche.

La más esencial y flagrante de las incongruencias que se observa en la hasta ahora versión oficial sobre los atentados del 11-M es que unos fulanos empeñados en un movimiento táctico tan racionalista, coyuntural y contingente como la sustitución de un gobierno por otro se suiciden a las primeras de cambio, amenazando además, a título póstumo, al nuevo ejecutivo beneficiario de sus actos.Algo no cuadra en el campo de Marte de Leganés y no estoy poniendo en duda, como de alguna manera hacía Múgica, la autoinmolación de El Tunecino, El Chino y compañía, sino el que ellos fueran de verdad los jefes y cerebros del 11-M.

Comparto con la elite de nuestros servicios secretos el convencimiento de que por encima de esos brazos ejecutores había alguien de más rango intelectual que, si llegó a estar en el piso de Leganés, tuvo la suficiente habilidad para escabullirse antes de que aquel sábado por la tarde se cerrara el lazo policial. Algunos investigadores se refieren a esa figura como El Imam, dando por hecho que ejercía una influencia de carácter religioso sobre quienes eran simples soldados rasos. Sólo averiguando su identidad se podrá dar el paso siguiente que es llegar hasta quienes le encomendaron un encargo tan específicamente acotado en el tiempo.

Pero incluso si eso sucede, enseguida empezarán a bifurcarse los caminos, pues tan plausible resulta que en la sucursal europea de Al Qaeda se acordara darle un escarmiento a Aznar, poniendo en marcha un dominó de fracasos políticos orientado hacia los propios Blair y Bush, como el que en cloacas mucho más próximas se decidiera utilizar toda la tramoya islámica -mano de obra incluida- para provocar el desplazamiento de la pieza española dentro del actual inestable equilibrio geoestratégico. Ni siquiera la teoría de la autovacuna, destinada a crear anticuerpos en el mundo democrático mediante la inoculación de unas dosis limitadas de horror y cambio político, es del todo desechable.

Personalmente me inclino a pensar que, como en el 23-F, cuando coincidieron el golpe de Tejero, el de Milans y el de Armada, también han podido actuar esta vez tramas superpuestas con un muy bajo nivel de coordinación, de forma que la inaudita similitud entre el modus operandi de los fundamentalistas y el recién esbozado por ETA fuera desde luego una casualidad, pero no solamente una casualidad. La jornada electoral habría sido de esta manera el punto de apoyo coincidente de varios compases que habrían trazado círculos con mayor o menor radio, pero encerrando en todo caso zonas de sombra común.

Es en este contexto en el que concedo una extraordinaria importancia a lo publicado por Antonio Rubio sobre la condición de confidentes policiales de dos de los detenidos, pues además de aportar elocuentes datos sobre la sociología de unos delincuentes de poca monta reconvertidos de la noche a la mañana en peligrosos terroristas, esas revelaciones abren todos los balcones del vértigo sobre la avenida de la manipulación política.

No tengo la menor duda de que pronto nos dirán que, efectivamente Zuher y Suárez Trashorras pasaban de vez en cuando información a las Fuerzas de Seguridad, pero que en esta ocasión no lo hicieron.Pues bien, antes de darnos por satisfechos con tan poco convincente ducha de agua fría deberemos conocer con todo detalle la identidad y el perfil profesional no sólo de los agentes o mandos que despachaban habitualmente con ellos, sino también los de sus directos superiores, pues es imprescindible saber, en el más verosímil supuesto de que algo contaran, dónde y por qué pudo interrumpirse el parte de novedades.

La metáfora del grifo que se abre y que se cierra, según convenga, cobraría así toda su elocuencia. O la de la cometa, a la que se da hilo y más hilo para que vuele todo lo alto que interese, para devolverla luego a tierra en el momento oportuno. Quienes tengan memoria recordarán que así era como actuaba la llamada mafia policial, facilitando incluso los medios materiales para que bandas de delincuentes bajo su control dieran un palo detrás de otro, hasta el día en que su desarticulación servía para demostrar la eficacia de la Brigada Antiatracos.

¿No resulta más que llamativo que los dos confites -uno de la Policía Nacional, otro de la Guardia Civil- fueran precisamente los dos eslabones decisivos para el suministro de los explosivos al comando de islamistas? ¿Cómo es posible que casi dos meses después de la masacre -y con estos dos individuos en chirona- sigamos sin conocer el origen exacto y el método de sustracción de los cientos de kilos de Goma 2 fabricados por Explosivos Río Tinto y teóricamente sometidos a estrictos protocolos de control?

El jueves pasado la exclusiva de EL MUNDO dio pie a que el Ministerio del Interior anunciara la apertura de una investigación que en realidad llevaba ya casi una semana en marcha y proporcionó un nuevo sentido a las inauditas acusaciones que su nuevo titular acababa de formular contra su antecesor. Todo sugiere que, al sostener que el equipo de Acebes había ignorado «reiterados avisos» sobre el riesgo que representaban los integristas, José Antonio Alonso estaba poniendo la venda de la interpretación inducida antes de que se produjera la herida del descubrimiento de los confidentes policiales. Se trataría de desviar así la atención de la opinión pública de otra hipótesis como mínimo tan plausible: la de que jugando, jugando con la cometa, alguien hubiera decidido en un determinado momento cortar el hilo y dejarla volar hasta las alturas más estremecedoramente insospechadas.

Seguimos, pues, en el limbo de las preguntas sin respuesta. Pero lo sucedido es tan terrible que no podemos conformarnos con terminar archivándolas en la carpeta de los misterios sin resolver. A pesar de los celos judiciales -Garzón también pugna, y no sin título habilitante, por quedarse con el caso-, nuestras principales esperanzas están depositadas en la investigación que lleva a cabo la Audiencia Nacional. Pero junto a ella y a las imprescindibles auditorías internas que el CNI, Defensa e Interior deben llevar hasta sus últimas consecuencias, tiene pleno sentido que, tan pronto como se levante el secreto del sumario, se constituya una comisión parlamentaria con el más amplio margen de actuación posible. Los tres poderes del Estado -el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial- deben aunar así sus fuerzas para golpear el complejo hormiguero de la infamia, descubrir sus vasos comunicantes y hurgar en lo más hondo de sus entrañas.

En el ínterin los periódicos, o por lo menos éste, seguiremos desbrozando la maleza entre los árboles del bosque con meticulosa paciencia, para continuar recorriendo en sentido inverso el rastro de las piedrecitas que fueron saliendo del bolsillito de ya veremos qué Pulgarcito.

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