Las piernas de Marlene

Llegó a tenerlas aseguradas por una cantidad astronómica, e incluso en los últimos años, en sus actuaciones públicas, todavía le gustaba mostrarlas. Ahora que las ha estirado definitivamente, nos gusta recordarla en esa actitud de tentadora flexión que arrastraba a una irreflexible pasión enfermiza a un conspicuo Emil Jannings en «El ángel azul». Esa imagen que ha quedado grabada para siempre en la iconografía espiritual de este siglo, que tantas otras han intentado imitar con escaso éxito.

No eran, en apariencia, un ejemplo de anatomía sobrehumana, pero mostraban sustancialmente una extraña invitación al vértigo, a dar un mal paso o a inclinarse en actitud de humillación absoluta bajo el tacón de su zapato. Mientras cantaba el estribillo de «Otra vez me vuelvo a enamorar», cualquiera podía caer rendido con el corazón sin defensa, sabiendo en el fondo que ella jamás se iba a enamorar de uno, porque esas cosas se dejan para mujeres más terrenales e ingenuas.

Los estudiantes de la película se escapaban de la disciplina para ir a verla, igual que nosotros, que vendíamos los libros de álgebra para poder pagar la entrada del cine en búsqueda de una matemática imposible de la fascinación, la geometría indefinible de los ángulos sometidos a un escorzo inmortal coronado con sombrero de copa.

No sabemos qué tipo de medias llevaba. Si eran de seda o de cristal, pero me extraña que a los fabricantes de lencería, que tan pronto contratan a Kim Bassinger como a cualquier otra estrella con muslos de asombro, no hayan pensado nunca en lanzar la línea Marlene, en homenaje a la que definitivamente convirtió el liguero en prenda mitológica. Como una invitación a lo invisible en el límite de lo tolerable, magnetizando el deseo sin llegar a saber hasta dónde podía llegar la electricidad del tacto, simplemente mirando la prolongación de la extremidad hasta los extremos más inconfesables, con el punto del equilibrio del oído desequilibrado por su voz.

La verdad es que lo más personal de la Dietrich, más allá de sus piernas, era su voz, con todos mis respetos a la dobladora, o las dobladoras, que nos han traducido sus frases durante años. Lo hemos descubierto con el tiempo, con las películas en versión original, o escuchando sus canciones. Era profunda y envolvente, cargada de oscuridades, de tono bajo, casi masculina, pero cargada de femineidad, de extrañas promesas, de melancolía y densas notas de terciopelo abismal. Lo mismo podían sonar a amor que a desprecio. Se pronunciaba en la vocalización de un lenguaje acariciador e hiriente, como suena la profundidad del espíritu más intenso cuando se viste de indolencia entre el humo de un cigarrillo.

Era una alemana con espíritu de francesa que triunfó haciendo las Américas. De niña, en plena guerra, daba vivas al Kaiser Guillermo por las mañanas en la escuela y por las tardes les llevaba dulces a los prisioneros gabachos acercándose a la alambrada de un campo de concentración que tenía junto a su casa. A pesar de admitir que el francés era la lengua en la que mejor se expresaba, gracias a las enseñanzas de una maestra gala que la enamoró de los giros del idioma con su dulzura, nunca perdió el acento germánico, dándole una inflexión en su dureza que producía en las palabras un raro contraste, lleno de sutileza, casi desconcertante, pero infinitamente seductor.

Su descubridor fue Joseph von Stemberg. Un genio con talento indomable, enfermo de genialidad, atormentado por su propia calidad singular, que le hacía a menudo enfrentarse con todo lo que le rodeaba, sensible hasta la desesperación, que luchaba contra la mediocridad permitiéndose aficiones de pigmalión. Encontró a una muchacha rubicunda, algo gordita, sin una belleza especial, pero con un asomo de rebeldía y de inquietud extravagante, con facultades toscas, pero con grandes posibilidades. Un diamante en bruto, al que se dedicó a pulir, con empeño obsesivo, cortando todos los ángulos, sacando a relucir facetas, como un artesano minucioso trabajando hasta conseguir la joya perfecta, la que deja que le atraviese la luz para multiplicarla, sin dejar entrever nunca cuál es el núcleo de su atractivo.

Resulta curioso contemplar el proceso de transformación de Marlene en las películas que hizo con Stemberg. De la chica ingenua, de grandes ojos abiertos en un mirada cerval y un poco temerosa, a la cabaretera de sonrisa llena de confianza en sí misma, invitando al peligro, hasta llegar más allá, a la cumbre de la divinidad, un poco después, encarnando la expresión perfecta de la dama sofisticada, rodeada de misterio, al mismo tiempo accesible e inalcanzable, la personalidad que la llevó a convertirse en mito, mientras su mentor, del que acabó desligándose por imposibilidad de aguantar más tiempo su obsesión posesiva, tal vez causada por debilidades amorosas, o por orgullo egocéntrico, que le impedía salir de su órbita iluminada, acabó cayendo en desgracia, cansado de ser incomprendido, agotado por la mecánica prosaica de Hollywood, desengañado por la traición y el abandono de su musa. Marlene, en la pantalla, siempre era un ideal de perdición. Que yo sepa, nunca cumplió el papel de santa, ni de mujer de aspiraciones limpias, ni de virgen con esperanzas. Continuamente fue tentación de desesperados, amante de pasados inconfesables, viajera en un tren sin destino, sin más equipaje que su clase inconfundible, siempre de primera, como para hacer perder la cabeza a Gary Cooper, a Charles Boyer o a Tyrone Power.

Casi todos los galanes de Hollywood, al menos en la pantalla, la pretendieron y se quedaron prendados de su enigma, sin conseguir poco más que un letrero con la palabra «fin» que no acababa de decir nada. La verdad es que siempre que vemos una película suya nos tememos que ya habrá dejado al protagonista con un palmo de narices en una escena invisible antes de que salgamos del cine.
Pero a ella, sin embargo, debemos algunos de los momentos más eróticos de la Historia del cine. No quiero insistir en la función antológica del «ángel azul», pero se podría recordar una secuencia que ha pasado a todas las enciclopedias dedicadas a estudiar momentos álgidos, que es esa en la que en alguna especie de lupanar marroquí, bajo la mirada atónita de legionarios y diverso público, sale un gorila al escenario y comienza un «strip-tease» hasta despojarse de su piel, bajo la cual aparece una Marlene sibilina, guiñando el ojo, trastornando al más pintado, cambiando el baile salvaje del animal feroz por el movimiento sinuoso de la hembra convertida en diosa, el desafío de Eva convirtiendo la evolución en perdición exquisita. Una idea del perverso Stemberg, por supuesto, pero una idea que todos envidiamos en su genialidad.

Aunque Marlene no siempre enseñaba las piernas ni se desvestía. Otra de sus imágenes clásicas la representa vestida con frac. Al parecer era su atuendo favorito, el que se ponía para salir por las noches, de farra por las fiestas de Los Ángeles, para epatar al mundillo vicioso pero algo hipócrita de Hollywood. Le gustaba lucir trajes masculinos, pasearse con aspecto de perfecto caballero, riéndose de todos y de todas. Se fumaba un cigarrillo con boquilla igual que un puro habano. Nunca negó que a veces le divertía más codearse con mujeres que acomodarse con hombres, a pesar de caer en el matrimonio más de una vez y ser madre ejemplar. Su personalidad siempre estuvo por encima de todo, sobre todo de los convencionalismos, una vez traspasado el límite de la simpleza de las reglas para pisar elegantemente la cuerda floja de la ambigüedad elevada a la categoría de comportamiento superior.

Podríamos observarla y ver en esos ojos entrecerrados y esa ceja elevada un desprecio total hacia el mundo, o, por el contrario, un humor magnífico lleno de complicidad para quien quiera entenderlo. Llegó a cantar canciones de protesta de los años sesenta, transformadas en su voz en un revulsivo de inusual eficacia para cualquier sensibilidad adormecida. Llevaba un régimen de ostras con champaña, que la mantenía en perfecta forma, sostenida en la divinidad exquisita, casi inmortal, brillante en todo momento, aunque puede que el tedio, la sinrazón de un mundo desesperado en el que ya no caben ni la distinción ni la liviandad irónica, en el que la belleza está supeditada a las marcas comerciales o las consignas publicitarias, acabasen llevándola a caer en el tedio, hasta hacer que nos abandonase, siempre con las piernas por delante, por supuesto, como una señora. Adiós, Lily Marlene.

Luis García Berlanga, director de cine.

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