Las políticas populistas le robaron el futuro a Brasil

Un hombre jala un carrito frente a un mural de la Presidenta Dilma Rousseff y el Vicepresidente Michel Temer, en São Paulo. Credit Andre Penner/Associated Press
Un hombre jala un carrito frente a un mural de la Presidenta Dilma Rousseff y el Vicepresidente Michel Temer, en São Paulo. Credit Andre Penner/Associated Press

Hasta hace poco los brasileños probablemente se contaban entre las personas más optimistas del mundo. Y con razón: entre 2008 y 2013, mientras que Estados Unidos y Europa lidiaban con las consecuencias de una severa crisis, provocada por la fe ciega en la sabiduría del mercado financiero, en Brasil el ingreso por persona aumentó 12 por ciento, después de la inflación. Los salarios se dispararon. La tasa de pobreza se desplomó. Incluso se redujo la desigualdad.

Brasil, según el Fondo Monetario Internacional, es apenas un país de ingresos medio altos. Pero quizás por primera vez en su historia, el eterno “país del futuro”, como los brasileños suelen decir, se vio a sí mismo como un rozagante miembro del grupo de países emergentes BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), quizá incluso con más posibilidades que China de saltar a las filas de los países más ricos del mundo.

Pero eso no ocurrió.

Según los pronósticos del FMI, la economía brasileña se encogerá 8 por ciento entre 2015 y 2017. Es una caída más fuerte incluso que la contracción de principios de la década de 1980, la cual marcó el inicio de lo que todavía se conoce en Brasil y en gran parte de América Latina como la “década perdida”.

El desempleo alcanzó el 11 por ciento en el primer trimestre. La transformación de Brasil en una economía avanzada, que alguna vez vieron tan cercana, de nuevo parece ser más bien un espejismo que se desvanece.

¿Qué pasó?

Es común en América Latina que el alza en los precios de las materias primas dé lugar a falsas esperanzas. Con China comprando enormes cantidades de soya y hierro brasileños, era quizá inevitable que sus gobernantes se sintieran invencibles, especialmente cuando entraban olas de dinero extranjero impulsadas por las bajísimas tasas de interés en Estados Unidos y las elevadas tasas brasileñas.

“Lula pensó que era un genio de la economía”, comentó José A. Scheinkman, un reconocido economista brasileño que ahora trabaja en la Universidad de Columbia, acerca del expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, quien dejó el cargo en enero de 2011.

El auge en los precios de las materias primas no creó un nuevo paradigma económico. Pero convencidos de que habían creado nuevas leyes de economía, Lula y su sucesora cometieron errores críticos.

“El boom retrasó otras políticas más costosas: reformas judiciales, fiscales, educativas y del mercado de trabajo, así como la apertura comercial”, señaló Alejandro Werner, director del departamento del Hemisferio Occidental del FMI.

Cuando Dilma Rousseff sucedió a Da Silva, apostó a la alternativa populista con más entusiasmo. Los beneficios del libre mercado, concluyó, no son para tanto. El tipo de reformas que prefiere el FMI, esas que ofrecen beneficios económicos a costa de tensiones políticas, no valían la pena. Mejor que el Estado dirija el desarrollo de la economía.

Brasil ha tenido una economía muy cerrada desde hace mucho tiempo. Según la Organización Mundial del Comercio, su arancel promedio del 10 por ciento es el más alto de los países BRICS. Esto no impidió al gobierno brasileño aumentar aún más la protección a sectores favorecidos, como la industria automotriz. Los tres bancos federales de desarrollo otorgaron tantos préstamos subsidiados, que para el año pasado eran responsables de más de la mitad de todo el crédito en Brasil.

Manifestación realizada en marzo, en São Paulo, a favor del juicio político a la Presidenta Dilma Rousseff. Credit Victor Moriyama/Getty Images
Manifestación realizada en marzo, en São Paulo, a favor del juicio político a la Presidenta Dilma Rousseff. Credit Victor Moriyama/Getty Images

No tiene nada de malo que el gobierno quiera estimular la economía durante una recesión. El problema del gobierno brasileño es que no supo cuándo detenerse. En muchas ocasiones, sus intervenciones parecían responder más al oportunismo político. Los aumentos en el salario mínimo, un parámetro crítico para indexar salarios, pensiones y otros precios obtuvieron mucho apoyo. También fue popular en su momento el control de precios de la gasolina y la electricidad, que evitaron que se disparara la inflación por encima del objetivo oficial.

“Fue un error clásico de economía política”, afirmó Rubens Ricúpero, economista y diplomático brasileño que fungió como ministro de Hacienda en la década de los noventa. “Estaban aferrados al poder”.

Monica de Bolle, economista brasileña en el Peterson Institute for International Economics, ubica el inicio del viraje hacia el populismo en 2006, cuando el entonces presidente Da Silva se vio envuelto en un escándalo de compra de votos conocido como mensalão.

“Después de este escándalo, se volvió mucho más populista”, indicó. “Necesitaba apoyo para que no lo obligaran a abandonar el cargo”.

Las políticas populistas también fueron útiles cuando Da Silva quiso garantizar la elección de su sucesora, Rousseff, y cuando esta buscó asegurar su propia reelección en 2014, cuando el auge de las materias primas ya había perdido casi todo el aire. A fin de cuentas, esta estrategia abrió el camino para el juicio político en su contra, cuando se descubrió que los bancos federales de desarrollo estaban financiando subrepticiamente al gobierno, y ocultaban así un creciente déficit en el presupuesto.

Brasil estaría en problemas incluso sin los escándalos. Era evidente que dos fenómenos terminarían por desacelerar la economía: China cada vez compra menos materia prima a Brasil y los ajustes en la política monetaria de Estados Unidos han reducido drásticamente los flujos de capital. Pero son los desaciertos en la política económica los que convirtieron a la recesión en crisis. Cuando se complicó el panorama internacional, la economía de Brasil se encontró bajo una deuda pública monumental, y los bancos estatales con un portafolio de miles de millones en préstamos incobrables para empresas que alguna vez se trataron de convertir en protagonistas internacionales.

En una economía como la de Brasil —donde las empresas dependen enormemente del gobierno para obtener contratos, subsidios, préstamos preferenciales y otras protecciones– la corrupción no sorprende.

¿Qué puede aprender el resto del mundo de las tribulaciones de Brasil?

“Lula volvió poco a poco al viejo modelo de economía cerrada”, señaló Armínio Fraga, director del Banco Central en la década de los noventa, durante el muy breve periodo en que Brasil consideró abrir su economía. “Funcionó mientras los precios de las materias primas y las condiciones financieras tuvieron un buen desempeño, pero en cuanto cambió la situación, el esquema resultó insostenible”.

Brasil no es un caso aislado. Hasta la década de los ochenta, varios gobiernos de América Latina probaron políticas similares de control estatal. En tiempos más recientes, también los gobiernos de Venezuela y Argentina se dedicaron los últimos 10 años a aumentar su control sobre la economía.

Una lección importante de la crisis del populismo brasileño es que no resulta de un conflicto entre el libre mercado y las políticas para combatir la pobreza y fomentar la inclusión social. La estrategia de Brasil en contra de la pobreza arrancó en la década de los noventa, mucho antes de que optara por el control del Estado. Además, la mayoría de los enormes subsidios que otorgó el gobierno brasileño en los últimos años fueron para grandes corporaciones, no para los pobres.

“Todos los empresarios apoyaron las intervenciones con el tipo de cambio y las tasas de interés, el crédito subsidiado y las intervenciones en los precios de la electricidad y la gasolina”, opinó Marcos Lisboa, director de Insper, un instituto educativo y de investigación de São Paulo. “No apoyaron la apertura del país al comercio”.

Las desventuras de Brasil tampoco quieren decir que deba condenarse la competencia económica de toda la izquierda latinoamericana. Ricúpero, exministro de Hacienda, destaca que Bolivia y Ecuador, cuyos gobiernos son de tendencia izquierdista, aplicaron estrategias económicas más prudentes y evitaron el cruel destino de Brasil.

“No todos los gobiernos que tienen una inclinación social van a hacer lo mismo que Brasil”, puntualizó.

El fracaso de Brasil trae consigo una lección más complicada: el desarrollo no es fácil. Así como el ascenso y la caída de Brasil nos ofrecen una lección sobre las limitaciones inherentes del gobierno, el gran colapso estadounidense de 2008 también nos previene del peligro de dar rienda suelta a los mercados. México, una economía mucho más abierta, tampoco ha logrado emerger al primer mundo, a pesar de dos décadas de una administración económica que sigue al pie de la letra las recomendaciones del FMI.

Las materias primas nunca han ofrecido un camino seguro hacia el desarrollo. Incluso los países más exitosos del siglo XX, como Taiwán y Corea del Sur —que se desarrollaron con base en las exportaciones de manufacturas—, no ofrecen ya un modelo a seguir para un mundo en que pronto todo será manufacturado por robots.

Estas experiencias ofrecen algunas lecciones: es necesario invertir en el capital humano, administrar con prudencia las bonanzas de las materias primas y reconocer que debe haber apertura a la competencia del extranjero para lograr el desarrollo. El mayor reto es evitar el aislamiento, que como América Latina ha demostrado una y otra vez, solo reduce la productividad.

Como diría el Presidente Obama, no hagamos tonterías; las recetas fáciles —especialmente las que no funcionaron en el pasado— probablemente fallarán si intentamos aplicarlas de nuevo. Esta moraleja se aplica también a Estados Unidos, que tiene en Donald Trump a su propio populista. Trump ofrece muros y barreras arancelarias a sus agraviados seguidores. Podría aprender algo de la experiencia de Brasil.

Eduardo Porter writes about business, economics, and many other matters as a member of the New York Times editorial board

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