Las primarias con ojos europeos

Lo que visto desde fuera parece un gigantesco e hinchado espectáculo circense, una escenificación de los egos y de la política como simple negocio, aporta muchas cosas buenas si se considera con más atención. En las elecciones primarias de las que sale el candidato a la presidencia de EE UU hay mucha más democracia de lo que creen numerosos europeos. Aunque solo fuera porque este proceso permite a cientos de miles de ciudadanos atentos aprender qué tipo de ataduras plutocráticas traban esta democracia. Pero también gracias a las primarias los estadounidenses pueden barruntar cómo podrían cortarse esas ataduras y cómo se podría liberar a la democracia de la plutocracia.

A lo largo de siete semanas y en siete Estados de EE UU estuve presente en los innumerables discursos de los candidatos, escuché de principio a fin docenas de debates, leí cientos de informes, comentarios y artículos de opinión y fui espectador durante horas de los comentaristas y analistas televisivos. Y aprendí algo.

Descubrí cuál es el sentido de las primarias que se establecieron en 1912, gracias a Theodore Roosevelt, quien había sido presidente y era en esa fecha candidato al cargo. Los ciudadanos no solo tenían que decidir entre los candidatos de los dos grandes partidos; también había que darles voz en su proceso de selección dentro de ambas formaciones.

Es cierto que el lema de Roosevelt —“dejemos que el pueblo hable”— era oportunista. Como su rival, William Howard Taft, manejaba a su capricho a las élites republicanas en todos los Estados, a Roosevelt no le quedaba más remedio que dar el rodeo de acudir a los ciudadanos para ser incorporado a la selección de candidatos.

La mayoría de los aspirantes a la presidencia comienzan su precampaña siete meses antes de las primeras primarias. Dan discursos programáticos, organizan a sus colaboradores en todos los Estados, se rodean de un equipo de estrategas, redactores de discursos y expertos en demoscopia y relaciones públicas. Dan entrevistas a periodistas críticos, se enzarzan en debates con rivales del propio partido y del ajeno. Ya este período previo a las primarias selecciona. Muchos se dan cuenta entonces de que no van a llegar y renuncian. Otros se excluyen de la carrera por sus errores retóricos.

Después, Estados pequeños y no determinantes, como Iowa y New Hampshire, inician el calendario de las primarias, que cada cuatro años se vuelve a establecer de nuevo por ley. En estos Estados la mayoría de los candidatos son “forasteros”, tienen que darse a conocer y convencer desde cero. En Estados tan pequeños eso es factible: sus ciudadanos quieren y pueden escuchar a los candidatos y ser escuchados por ellos. Sus posturas y carencias se evidencian tan claramente como su personalidad, programas y objetivos. Pero también se ve hasta qué punto concitan adhesión. Así se hizo patente la enorme frustración económica —incluso penuria— de muchos miembros de la clase media, como también se puso de manifiesto su crítica a la ignorancia que les muestra la mayoría política establecida. Esto trastocó todas las estrategias de las élites del partido. De nada le sirvieron entonces sus 140 millones de dólares al tercer miembro de la dinastía Bush que aspiraba a la presidencia. También quedó claro el miedo de millones de estadounidenses a la pérdida de estatus social, a quedarse solos, a que se les tuviera en cuenta.

Pero también se impuso la percepción de que lo que determina la política en Washington ya no es la preocupación por el bien común, sino intereses particulares de grupos privilegiados. De ahí la enorme aprobación de la que gozan Donald Trump y Bernie Sanders, de ahí el fracaso de Jeb Bush. También aquí radican los problemas de Hillary Clinton.

¿Qué ocurrirá, pues, si el vencedor de las elecciones de noviembre finalmente decide ignorar todas estas percepciones y sentimientos? ¿O si ni siquiera puede hacer lo que debería hacer? Esta es una pregunta por completo ajena a EE UU, pues la sugestión de su virtual omnipotencia les es tan propia aquí a todos como el frío al invierno. Y sin embargo, podría resultar que no es solo la plutocracia lo que debilita la democracia en EE UU. También allí la política quizá esté tan debilitada por los intereses de la economía de mercado global que ya no está en condiciones de defender los intereses vitales de la gran mayoría de los estadounidenses.

Andreas Gross es politólogo. Durante 24 años fue miembro del Parlamento suizo y durante ocho años líder del grupo socialdemócrata en la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. Traducción de Jesús Albores. © Lena (Leading European Newspaper Alliance)

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