Las primeras damas en la Casa Blanca

El alboroto mediático creado por la visita de Michelle Obama a Benahavís, un municipio malagueño próximo a Marbella, ha puesto en primer plano a las primeras damas de la Casa Blanca: las esposas de los hombres más poderosos de la Tierra. No son elegidas por el pueblo, no son legalmente responsables frente a nadie, pero los huracanes políticos, familiares y sociales caen sobre ellas como un pedrisco.

Las funciones de la first lady de EEUU nunca han sido definidas. No existe un presupuesto especial para ella, goza solamente de franquicia postal y de pensión de viudedad. Pero este personaje, constitucionalmente inexistente, cada vez tiene mayor importancia. El Estado Mayor de su staff constituye una tribu en el ala este de la Casa Blanca (salvo con Hillary, que la instaló en el ala oeste, cerca de su marido, Bill Clinton). La verdad es que no existe ningún manual que enseñe a ejercer de primera dama. Sólo se llega a esa situación por un matrimonio más o menos afortunado.

Entre ellas, Michelle supone una anomalía estadística. No sólo porque es la primera mujer afroamericana que llega a la Casa Blanca, sino también por su respetable altura de 1,82 metros y su fuerte carácter. De hecho, la apodan «la parte ácida» del presidente Obama. Claro que esto lo dicen los republicanos; para los demócratas es una nueva Jackie Kennedy. Me inclino por esta segunda opción. Tal vez sea porque me cae especialmente bien después de recibir de ella un mensaje invitándome a unirme al 49 cumpleaños de Barack. Ya sé que este e-mail lo habrán recibido, según mis cálculos, unos 13 millones de personas en todo el mundo. Pero, ¡qué quieren que les diga…!

Las primeras damas que han ocupado la Casa Blanca llevan a ella su propio carácter y defectos, sus manías y sus gustos, sus inquietudes y sueños. Pensemos, por ejemplo, en Nancy Reagan. Le encantaba ser primera dama, era consciente de que disfrutaba de un privilegio concedido a muy pocos: contribuir a escribir la Historia. Sin embargo, los ocho años en que lo fue estuvieron llenos de sobresaltos. Mientras su marido fue presidente murieron su padre y su madre; tanto ella como Ronald Reagan fueron operados de cáncer; muy poco después de instalarse en la Casa Blanca, el presidente sufrió un atentado. Lo que ella hacía y decía generaba controversias. Probablemente era su arrogancia la culpable, a la que se unía alguna curiosa manía: no dejaba dar a su marido un paso importante sin consultar a una astróloga amiga de Los Ángeles. Pero eso es disculpable si tenemos en cuenta el equilibro que proporcionaba al presidente. Ella y Ronnie Reagan fueron la pareja presidencial más enamorada que habitó la Casa Blanca.

Veamos otras situaciones delicadas por las que pasaron las primeras damas. ¿Qué pasaba por la cabeza de Jackie cuando velaba a John F. Kennedy en la bodega del Fuerza Aerea número Uno, después de su asesinato en Dallas? Cuando con su traje rosa manchado de sangre fue testigo, en el mismo avión, del juramento de Lyndon Johnson como nuevo presidente ¿qué borrascas amenazaban su corazón? Sabemos lo que sentía Richard Nixon cuando subió por última vez al helicóptero presidencial el 9 de agosto, después de su dimisión por el escándalo del Watergate: «Cerré los ojos, recliné la cabeza, ya no me quedaban lágrimas». Sin embargo, Pat Nixon, que iba junto a él, ¿qué sentía al sobrevolar por última vez la casa con 132 habitaciones que había ocupado durante casi seis años?

Bill Clinton convirtió en una embrollada cuestión legal un acto pasional; había traicionado a su esposa y a su equipo. Era algo patético verle confesando en televisión su affaire con la becaria Lewinsky. Muchas mujeres norteamericanas se preguntaron ¿por qué Hillary sigue a su lado? Ésta se sentía «insoportablemente sola», su mejor amigo la había humillado ante el mundo entero. Sin embargo, ella confesaría: aunque aún no había decidido si quería luchar por mi marido y por mi matrimonio, estaba decidida a luchar por mi presidente».

De acuerdo, antes he dicho que Michelle se asemeja, en su glamour, a Jackie Kennedy. Pero teniendo en cuenta que solamente otras dos primeras damas (Laura Bush y Hillary Clinton) tienen un doctorado, parece razonable una comparación entre ellas. En mi opinión, Michelle está más cerca de Laura que de Hillary. Con la actual secretaria de Estado coincide en su preocupación social hacia los discapacitados, los niños y las mujeres, pero están en las antípodas en materia de acción política. Michelle no se siente cómoda en las campañas electorales. Lo mismo le pasaba a Laura. Esto explica que Michelle le pusiera a su esposo como condición que se establecieran fórmulas que le permitieran compaginar la actividad electoral con su vida familiar.

Hillary, sin embargo, disfruta con las campañas. Tanto se involucraba en ellas que Bill decía: «Llévense dos (Hillary y yo), por el precio de uno (el propio Bill)». De hecho, en la Casa Blanca era llamada la copresidenta. Su adicción a la política acabó disparándose -todavía como primera dama- hacia el Senado. Luego, literalmente, se abalanzó sobre la Presidencia, parándole los pies el marido de Michelle Obama.

Michelle, sin embargo, al igual que Laura y sin dejar de ser ella misma, es antes que nada esposa y madre. Como hacía Laura con George Bush, Michelle suele recordar a Barack que en el nº 1.600 de Pensylvannia Avenue (la Casa Blanca) están de paso. Su auténtico hogar les espera -después de estos cuatro u ocho años- en Chicago.

Me he referido a Hillary como la copresidenta. Si nos remontamos en el tiempo, tres primeras damas se involucraron especialmente en la vida política de sus esposos: Edith Wilson, Eleanor Roosevelt y Rosalyn Carter. Edith -la segunda esposa del presidente Wilson-, de hecho, gobernó EEUU durante los últimos 18 meses de la Presidencia de su marido, gravemente afectado por tres ictus cerebrales.

Para los Roosevelt, la Casa Blanca era como «como un gran hotel». Eleanor invitaba a tanta gente que, a veces, olvidaba quiénes eran y, otras, se dice, permanecían sin más en la Casa Blanca durante meses. Se calcula que escribió más de un millón de notas y acabó siendo un icono de la izquierda americana. Y a Rosalynn, la esposa del presidente Carter, sus detractores la llamaban señora presidenta. Su marido la denominaba «mi partner politica» y no era infrecuente que asistiera a las reuniones del Gabinete. Nada que ver con Michelle, que procura estar lejos de la política activa, aunque sin llegar al extremo de Bess Truman o Mamie Eisenhower, cuya máxima ocupación fue cuidar de sus maridos: el explosivo presidente Truman y el rígido general Eisenhower.

El viaje de Michelle a la Costa de Sol está acompañado de cierta polémica en la prensa de EEUU. Aseguran que no es el momento de un viaje transcontinental, cuando la propia Casa Blanca está animando a los estadounidenses al «turismo de proximidad». Pero si se tiene en cuenta que también viajaron a nuestra Costa del Sol Edward Kennedy, Gene Kelly o Kim Novak, entre otros americanos ilustres, y que el viaje y estancia se lo paga ella, darle la bienvenida -con Barack o sin él- es un acto de cortesía que bien se merece la primera dama afroamericana de un país amigo.

Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense y autor del libro Entre el Vaticano y la Casa Blanca.