Las profecías cumplidas de 'La tierra baldía'

Fue –es– el poema más enigmático, fascinante y oracular de la historia de la literatura. Cuando hace ahora 100 años apareció La tierra baldía de T. S. Eliot (1888-1965) en la revista londinense The Criterion, su impacto fue, también, el mayor de que se tiene memoria literaria. Y supuso un shock tal entre lectores, poetas y crítica literaria que cambió hasta hoy nuestra percepción de Occidente, poniendo de relieve el estado agónico de su civilización y de la noción misma de alegre progreso que hasta entonces –hasta la Gran Guerra– era el gran dogma de nuestras creencias colectivas.

Con sus 434 versos utilizando en su composición siete idiomas, inglés, italiano (el toscano de Dante), francés, sánscrito, latín, griego y alemán, La tierra baldía es a la literatura lo que El grito de Munch a la pintura. Un lamento premonitorio que nos avisa, hoy también, de la grave situación de nuestra cultura y de las amenazas bien reales que se ciernen sobre la humanidad y la tierra misma que la alberga. Porque el gran leit motiv del poema –la peregrinación del Rey-Pescador que es Eliot mismo– recoge la gran enseñanza de los ciclos artúricos del Grial: que la enfermedad del hombre y sus extravíos se transmutan en enfermedad de la Naturaleza y del planeta entero. Y que solo una auténtica rectificación y replanteamiento de nuestro lugar en el cosmos puede restañar las heridas proferidas al entorno (y a nosotros mismos) simbolizadas en el poema por el smog de Londres, la sequía pertinaz y ese Támesis contaminado de donde «las ninfas se han marchado» y en el que nuestro conocimiento –inconexo y fragmentado– se reduce a «un montón de imágenes rotas», tal que ahora en el imperio de la imagen digital que tan pronto se elabora como se borra.

Las profecías cumplidas de 'La tierra baldía'La pregunta entonces surge pertinente: ¿de qué nos avisa La tierra baldía y convierte por ello a su autor, T. S. Eliot, en uno de nuestros grandes avisadores? Al menos de tres grandes problemas que afrontamos, agudizados, cien años después: el del desarraigo urbano y laboral contemporáneos , el daño ecológico y la consolidación de una «cultura del olvido» que nos abocan a la encrucijada histórica en que vivimos.

1) Los problemas del trabajo moderno. Nuestro poeta conocía bien las peculiaridades del trabajo –y del desempleo– moderno en su caso en el sector servicios y más concretamente el del trading en la City. Como gerente durante ocho largos años del Lloyds en la sede central de Lombard Street en su departamento internacional tuvo un elevado desempeño y brillante carrera. Pero el Lloyds le dio también poder conocer desde dentro la singularidad del mundo profesional actual, con las contradicciones que encierra el trabajo del sector financiero. El banco fue para él la inmersión en la vita activa tan propia de nuestro tiempo en pugna con los requerimientos de la vita contemplativa del mundo antiguo que, por otra parte, reclamaba su quehacer literario. Esta descompensación, como hoy comprobamos, entre ratio (pensamiento) y occupatio (tareas) del laborar urbanos aprehendida en el banco, la cartografiará en la Sección I con la multitud de oficinistas fantasmales encaminándose a la City por King William Street, tal que los operarios fabriles en la escena con que se abre Metrópolis, que Fritz Lang filmará cinco años más tarde. Y que supone la denuncia de la «corrosión del carácter» –tan sutil como disolvente– que sucede en el trabajo en las organizaciones modernas y que tanto explica de nuestro sordo malestar actual. Y los problemas «conciliatorios» –no solo familiares– hasta hora insolubles que la vida productiva y sus demandas nos plantean.

2) Denuncia medioambiental. Con la descripción de una tierra infértil por los delitos del Rey Pescador protagonista del poema se establece una derivada ecológica que explica su índole doliente. Producto ella de una dominación prometeica del hombre moderno ante un mundo considerado inerte que ya no es algo que está «ahí», sino algo por hacer y modificar a voluntad nuestra, que supone un desprecio de la Naturaleza como fuente y lugar de vida previamente dado, que se alza ante nuestros ojos digna de respeto. Para Eliot –como para Rilke–, sin el contrapunto del dios Orfeo, el mero prometeismo que implica una revolución industria continua –hoy ya en la IV– lleva a la destrucción del entorno vaciado de sentido, Solo una modernidad equilibrada entre el fuego robado de Prometeo y la lira de Orfeo podría haber evitado las perplejidades y callejones sin salida a la que nos ha llevado la «opción excluyente» escogida.

En consonancia con ello, toda La tierra baldía está repleta de imágenes de contaminación y deterioro del medio ambiente en su realidad urbana, fruto de nuestra desmesura a la zaga de un progreso interminable. Pero como comprobamos ahora, 100 años después, la Naturaleza, como el hígado mortificado de Prometeo, revierte su bilis enferma contra nosotros mismos poniendo la propia habitabilidad del mundo en una tesitura inédita. Así, la Sección III aludirá a la íntima relación entre el saber y poder contemporáneos a través de las ciencias y la técnica (la tecnociencia) y la destrucción inherente a ellas del medioambiente. Todo ello simbolizado en un Támesis polucionado a su paso por Londres por las materias primas del industrialismo: «El río suda / petróleo y alquitrán. / (…) Las gabarras barren troncos a la deriva».

3) La destrucción del recuerdo. Pero la obra es al mismo tiempo el «poema del olvido» y de la quiebra de la recepción del legado que había permeado Occidente durante milenios. A nuestra actual cultura del «consumo del olvido», Eliot opone una «cultura del recuerdo» que es la que cimenta el poema con sus múltiples alusiones históricas, religiosas y mitológicas, en defensa de un «derecho a la continuidad» abolido por nuestro progreso disruptivo. Todo el esfuerzo de recordación que ejecuta al escribirlo resulta necesario para poder navegar por el universo simbólico del ayer y encontrar el significado perdido, reconstruir la «palabra rota» que hemos extraviado en nuestro rechazo del pasado. Un saber recordar que implica una razón capaz de recuperar el conocimiento registrado en épocas pretéritas y condensarlo en sabiduría que nos ilumina la actualidad.

Y que es por tanto capaz de desamortizar ese pasado puesto ahora sugestivamente a nuestro servicio. Un mirar atrás que ejecuta Eliot como «re-conocimiento» a través de las figuras mitológicas e históricas que pueblan el poema (Sibila, Tiresias, Acteón, Diana, Hamlet, Rey Pescador, San Agustín, Jesús, Buda…) y que salva el presente y nos otorga arraigo y seguridad intelectuales de la que tan necesitados estamos en la liquidez de nuestro tiempo cada vez más desmemoriado. Como acontece entre nosotros ahora con un Ministerio de Educación que acaba de rediseñar los contenidos de Historia de España en bachillerato recortando la «memoria a medio y largo plazo» al expurgar el acontecer histórico anterior al siglo XIX.

Y ahora que asistimos desorientados al fracaso del proyecto moderno quizá nos sería conveniente volver los ojos al poema que nos plantea algunas interrogaciones radicales: ¿Servirán de algo las severas advertencias ecológicas de sus versos para una rectificación 100 años después de nuestro estar ante la naturaleza, su entorno, clima y leyes? ¿Sabremos encontrar desde la frónesis –la contención de la prudencia– un límite a las nuevas tecnologías que alientan esta IV Revolución Industrial, más silenciosa y limpia que las anteriores pero tan llena de peligros para lo humano como aquellas? ¿Cabe una rectificación urgente de la modernidad tardía que haga posible los avances de la técnica y ciencias experimentales con la recuperación del vivere humano que proponen los saberes del hombre?

Mientras las Sibilas y Tiresias del poema nos miran acompañando al Rey Pescador, inquiriendo respuesta hoy como ayer hace ya 100 años.

Ignacio García de Leániz Caprile es autor de Un montón de imágenes rotas. La tierra baldía cien años después. (Ediciones Encuentro).

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