A finales de octubre, Peter Tatchell, uno de los activistas por los derechos de la comunidad LGBTQ+ más conocidos a nivel internacional, montó una protesta frente al Museo Nacional de Qatar para llamar la atención sobre la criminalización de esa población en el país, que penaliza la homosexualidad con condenas de uno a tres años de cárcel. Faltaba poco menos de un mes para que comenzara el Mundial de futbol, que no solo atraería a más de un millón de visitantes, sino también la mirada de cientos de millones de aficionados.
La Policía quitó a Tatchell un cartel que decía: “Qatar arresta, encarcela y somete a la población LGBT a terapias de conversión”. Luego sacó fotos al pasaporte de Tatchell y de sus acompañantes, confiscó su teléfono, borró fotos y videos, y los invitó a abandonar el país.
Un comunicado de la Fundación Peter Tatchell señaló que esa había sido la primera manifestación LGBTQ+ en Qatar o en cualquier otro Estado del Golfo Pérsico. Esta se sumó a las protestas sobre Qatar que hacían otras organizaciones de derechos humanos, ante muchas otras violaciones que comete su gobierno. La organización Human Rights Watch, por ejemplo, publicó un informe previo al mundial donde denuncia los abusos a los trabajadores migrantes, la discriminación a las mujeres y a la población LGBTQ+.
La protesta de Tatchell no pasó desapercibida. The Guardian y otros medios le dedicaron notas porque no es cualquier activista: desde la década de 1970 ha realizado protestas, primero en Inglaterra y luego en otras partes del mundo, algunas de ellas muy agresivas y controversiales, como sacar del clóset a autoridades eclesiásticas inglesas que se oponían a la ampliación de los derechos LGBTQ+ en los años 1990.
Aquello le valió ser señalado por la propia comunidad como un radical, un terrorista homosexual, mientras que el resto de la gente lo denostaba y otros le daban palizas callejeras memorables. Un documental distribuido por Netflix, El odioso Peter Tatchell, cuenta su historia. Lo curioso es que hoy los defensores de derechos humanos, además de personalidades como Elton John o Stephen Fry, lo consideran un tesoro nacional. Es un signo de los tiempos, de la misma manera en que este Mundial se ha convertido en el catalizador de una discusión sobre los derechos de la comunidad LGBTQ+.
Como miembro de esta comunidad, me parece bien que estas cosas se pongan al centro del debate, que molesten, que ensucien la fiesta del futbol. Junto con las porras a las selecciones nacionales hay que protestar en contra de una organización como la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA), tan hipócrita y llena de conflictos internos. Y también incluso contra la misma afición, pues en el primer partido de la selección mexicana se escucharon gritos discriminatorios, por los cuales ya el país ha recibido sanciones. Es por eso que hay que seguir hablando.
Hace apenas algunos años, era imposible la discusión de estos asuntos en el futbol. Justin Fashanu, un jugador británico, salió del clóset en la década de 1990 y fue el primero en hacerlo, pero terminó suicidándose. Hoy, casi una veintena de futbolistas profesionales han salido del clóset. No solo eso: el futbol europeo lanzó la campaña One Love, que buscaba que los capitanes de los equipos nacionales usaran una banda con los colores del arcoíris en el Mundial, como una forma de promover la inclusión en el futbol y, de paso, llamar la atención sobre la violencia hacia la población LGBTQ+ en Qatar.
Sin embargo, la campaña fue parada en seco por la FIFA, quien amenazó con penalizar a los jugadores que portaran la banda. Como respuesta, un comunicado conjunto de los equipos de Inglaterra, Gales, Bélgica, Dinamarca, Alemania, Suiza y Países Bajos señaló que, a pesar de que estaban fuertemente comprometidos con la campaña, no podían “exponer a sus jugadores a que fueran amonestados o incluso forzados a abandonar la cancha”. Posteriormente, los jugadores alemanes se taparon la boca en la fotografía oficial como protesta ante esta imposición. Y con eso quedó aparentemente zanjada la cuestión, por ahora.
Que los asuntos LGBTQ+ sean ahora tan protagónicos en el futbol como en otros campos se debe a que la conversación sobre la orientación sexual e identidad de género ha dividido al mundo de una forma completamente nueva en el siglo XXI. A la terrible situación de esta población en la mayoría de los países africanos, en Rusia, Polonia, Hungría y en el Medio Oriente, hay que sumar que la derecha en los países de occidente ha decidido mostrar los avances de los derechos LGBTQ+ como un ataque a los valores cristianos de las sociedades.
Es lo que el periodista sudafricano Mark Gevisser llama “la línea rosa”, que no solo parte regiones geoestratégicas, sino que también cruza al interior de sociedades democráticas como la estadounidense, donde hay una lucha muy viva para limitar los derechos de las personas trans y desterrar la educación sobre orientación de género e identidad sexual de las escuelas, entre otras muchas batallas culturales.
En este Mundial la FIFA ha quedado desnuda y su reputación está en entredicho. Y para empeorar las cosas, la víspera de la apertura su presidente Gianni Infantino defendió en un discurso la violación de los derechos humanos en el país anfitrión, al denunciar la hipocresía de sus críticos occidentales.
En términos de la población LGBTQ+, en efecto, hace apenas 25 años Taschell era golpeado en la calle, vilipendiado por la prensa y el público inglés. Pero gracias a su activismo y de miles de otras personas, la conversación cambió en Gran Bretaña, en Europa y en el mundo. Es algo que se hizo incordiando, echando a perder la fiesta. Y hay que seguirlo haciendo en este Mundial, en cualquier evento deportivo y en cualquier instancia que sea necesaria.
Los derechos ganados por las minorías van a seguir siendo disputados por grupos conservadores en todo el mundo. Y mientras organismos internacionales como la FIFA sigan declinado su papel como promotores de un mundo donde quepamos todos, tendremos que seguirles recordando que aquí estamos.
Guillermo Osorno es periodista, editor y escritor mexicano. Autor del libro ‘Tengo que morir todas las noches; una crónica de los ochenta, la cultura underground y gay’.