Las Ramblas, a lo lejos

En la radio sonaba Janis Joplin. La autopista era esa raya infinita que imponen las metáforas cinéfilas: Arizona. Y yo jugaba a representar, en ella, el papel que a mí mismo me había asignado para ese verano de 2017: el del indolente viajero sin destino en una muy convencional road-movie. Pura mitomanía. Que estoy seguro que los de mi edad entienden. Me juzgaba tan lejano a mi mundo, a cualquier mundo, como el Bobby McGee de cuyo abandono se duele la tormentosa voz de Janis Joplin.

Se escribe lo perdido: lo que no recuperaremos. Yo entonces no sabía lo que estaba perdiendo en ese instante en el cual una voz quemada en bourbon esgrimía su manifiesto: freedom’s just another word for nothing left to lose, «libertad es tan sólo otra palabra para decir que nada tienes ya que perder», para decir que lo has perdido. No sabía, vagabundo en la autopista 95, que esa pérdida se estaba consumando en Barcelona.

Se escribe lo perdido. Iba a saberlo. En el corazón de un parque nacional, el hotel era amigable y silencioso. La wifi, como a tal paraje cuadra, saltaba a trompicones. Pero, apenas encendí el iPhone, las etiquetas fueron pestañeando en la pantalla. Imposibles. Reales. Barcelona, Ramblas. Asesinos yihadistas. Paseantes despedazados. Una matanza, a esa hora, todavía no cifrada. Aquella noche en Yosemite, 17 de agosto de 2017, supe que el mundo es hoy demasiado diminuto para jugar al escondite con el espanto, para posponer siquiera el golpe del dolor; que la distancia y el tiempo han sido en él abolidos: y la piedad con ellos. No hay refugio. Y ese sinónimo del desapego, al que la voz de Joplin había llamado libertad, se aniquilaba en la cadena de mensajes en el móvil: no tuve el valor de apagarlo. No, no hay refugio. Ni libertad que merezca ese nombre en un mundo en el cual tal barbarie es posible. O sea, en todos los mundos. Me esforcé en recomponer el hexámetro en que Lucrecio fijó ese estigma humano hace dos milenios: …tantum religio potest suadere malorum…, sí, a un mal así puede sólo llevar una superstición que se dice religiosa. Mi verano había terminado. Terminado, el paréntesis de cada año. La realidad volvía. Y yo podía adivinar lo que iba a venir luego. Lo podía haber adivinado cualquiera.

Decir «libertad» es decir «nada tengo», nada puedo perder. Que es decir: soy un hombre. Poco a poco, en la madrugada, la contabilidad átona de las víctimas se va cerrando. Al final, dieciséis personas. Más ocho yihadistas, que me niego a incluir en el mismo cómputo. Y el recuerdo del Madrid de 2004 me atenaza. Sí, sé demasiado bien qué es lo que vendrá luego. Lo que vino entonces. La humillación de los que ansían ser esclavos. Y sólo eso. La rendición complaciente y, enseguida, el linchamiento rencoroso de aquellos que no aceptaran ese placer fangoso de ser siervo, de aquellos que llamaran a resistir y a plantar combate. Supe que vencerían, después de Las Ramblas de Barcelona, los mismos que vencieron en Madrid después de Atocha: los más abyectos. Del 2004 madrileño nació Rodríguez Zapatero. Y sus epígonos bolivarianos. Del 2017 barcelonés iba a nacer el 1 de octubre. Y, con él, la gangrena. Nos matan. Y besamos la mano que nos hiere. Misteriosa enfermedad, a la que presta endecasílabos deslumbrantes una monja que escribía en la Nueva España de 1688: «Triunfante quiero ver al que me mata, / y mato a quien me quiere ver triunfante». Deberían ser lema en el blasón de España. Amamos ser destruidos. Gloriamos a nuestros asesinos, atizamos su saña.

Aznar en 2004, Felipe VI y Rajoy en 2017… Esos eran proclamados los culpables. Por sólo hablar de España y defenderla. Los asesinos, ¡pobres!, eran mártires cargados de piedad y amor al prójimo, portaestandartes de un fervoroso pueblo al que hemos ofendido. Su venganza era justa. Estaba en su derecho que nos hicieran pagar. Abominemos de España, rindámonos ante esos hombres de fe. Inclinemos la nuca para ser degollados. Es lo que merecemos. Bendito, el que me mata justamente… Es el discurso del esclavo. ¿Locura? Sí: locura en la que vivimos.

Camino del aeropuerto, el cielo es una inabarcable cúpula de estaño que vetean líneas de soldadura en latón dorado. No estoy en una carretera, atravieso un cuadro de Edgar Hopper, donde la luz golpea el cielo desde dentro y quiebra el cóncavo escudo en tenues irisaciones de nácar. Un Cadillac Deville negro del 60 nos adelanta. Bajo sus brillantes cromados, me pasmo en el tétrico disparate de su matrícula: «RIP-JFK». Los humanos están definitivamente locos. Parada para tomar café en un bar de carretera. La bandera de la Unión y la Confederada conviven en él. Sin conflicto. Al entrar, reconozco los primeros acordes de The Girl of the North Country, que está sonando.

En esa grabación del año 1969, Bob Dylan, aún juglar del descontento urbano, y Johnny Cash, tradición intemporal de la América campesina, van turnando sus voces, hasta el litúrgico dúo final que evoca lo perdido: «…si la veis, decidle que ella fue mi único amor…». A mi derecha, sobre la barra, alguien ha abandonado una alta lata de cerveza. Leo, en grandes caracteres azules sobre fondo rojo y blanco, su denominación: América. Y a punto estoy de naufragar en el condescendiente tópico europeo que habla del infantil patrioterismo reavivado por Trump, cuando reparo en el texto que, en letra más pequeña, circunvala la lata: «Esta tierra es tu tierra y esta tierra es mi tierra…». Lo reconozco: es un himno de combate sindical. Lo compuso un comunista, Woody Guthrie, en 1944. Lo cantó luego un antiguo brigadista internacional, Pete Seeger. Hoy, todos lo reconocen como segundo himno estadounidense: «… esta tierra fue hecha para ti y para mí». Campanillazos en el iPhone me traen más horror en Barcelona. El repetido true love of mine de Cash y Dylan va cerrando la canción. Un avión me espera: la realidad. Debo marcharme. Las Ramblas quedan lejos.

Gabriel Albiac, escritor.

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