Parece mentira, pero no lo han entendido. Las imágenes de los acampados seguramente no bastan para quitarse de encima las costumbres felices y apacibles de una democracia próspera que ha empezado a dejar de serlo, como en otros países europeos. Demasiada gente empieza a sentir que la prosperidad es cada vez más cosa del pasado, que los recortes sociales no son papel mojado sino actuaciones políticas con efectos reales y quizá todavía algo más: que la misma clase política es la única responsable, para bien y para mal, de lo que sucede en el espacio público y no parece que tenga interiorizada esa responsabilidad ante quienes de veras están padeciendo el desempleo, las reducciones de salario o las rebajas de servicios. Eso dice el 15-M y eso decían los concentrados en la plaza de Cataluña de Barcelona imprudente y temerariamente desalojados por el consejero de Interior de la Generalitat Felip Puig.
Pero él sí ha aprendido la lección y la chulería innata y conocidísima del personaje acaba de jugarle una mala pasada. La respuesta política del consejero a las protestas por la actuación policial de hace un par de semanas la hemos tenido estos días, y sobre todo ayer miércoles en el parque de la Ciutadella, en cuyo interior está el Parlamento de Cataluña. Desde hacía días tanto Felip Puig como el resto de lectores de periódicos y medios audiovisuales sabíamos que había una concentración programada para impedir el acceso al Parlamento el día del debate del presupuesto. La tarde anterior la afluencia de grupos fue creciente y sobre todo concentrada en dos de los accesos al parque de la Ciutadella, los dos más alejados del Parlamento. Se desalojó el parque y se cerraron las puertas por la noche. Y hasta mañana por la mañana, debió de pensar Felip Puig. De oficio, me parece a mí, todas las alarmas en Interior debían haberse disparado el día antes para proteger el derecho y el deber de acudir al Parlamento a discutir la Ley de Presupuestos. Pero no, por la mañana las puertas de acceso fueron custodiadas por la policía para permitir el paso de los diputados, varios de ellos fueron zarandeados, insultados y acosados pese a la presencia de la policía autonómica, que acabó aconsejando cambiar de ruta o desistir de entrar por ahí.
La coacción de los concentrados contra los diputados es obvia y obviamente reprobable: estaba anunciada ampliamente por ellos mismos. Pero era reprobable en la mañana del miércoles y también el día anterior. La pasividad de Felip Puig no fue desatención o negligencia sino cálculo político astuto e irresponsable: desertó del deber de proteger a los parlamentarios ante la amenaza conocida y yavisible. Pero prefirió no actuar.
El resultado de su inhibición forma parte de la estrategia retadora del personaje: ha dejado actuar a los jóvenes movilizados para justificar ante las cámaras y en horarios de máxima audiencia que la única manera de actuar contra los descontentos, indignados o rebeldes sociales puros es la violencia. Y Artur Mas salió enseguida, en discurso solemne, hablando de violencia callejera y del traspaso inadmisible de las líneas rojas. Lo ha dicho como si no supiese que hay un polvorín social de gente muy cabreada y al borde de la incomprensión, de no saber qué hacer y de tener miedo físico al futuro.
Para demasiados políticos es como si la euforia de sus victorias electorales les hiciese creer que más o menos todo sigue igual y estos enredos no van a desinflar el globo de sus pequeñas victorias, o como si nada demasiado grave estuviese pasando y el movimiento del 15-M fuese una expresión nostálgica del 68 (¡ay, el 68...!) o un residuo menor de la agitación de épocas periclitadas.
Yo creo que se algunos políticos se han olvidado completamente de lo que significa la violencia callejera como reacción explosiva contra el desánimo, el miedo o la sensación de no pintar nada. Cuando los políticos reclaman cordura a los movilizados parecen olvidar que están ahí precisamente para expresar la falta de cordura de obviar sus protestas, de no entender que expresan un malestar de fondo y forma que tiene que ver con la indiferencia de fondo y la tolerancia de forma con que han sido escuchadas y digeridas sus protestas.
Algunos, en nuestras Cámaras de representación política, parecen estar fuera del planeta Tierra; y quizá son demasiados quienes necesitan llamadas tan crudas de atención como la de ayer para comprender que la irritabilidad social, la abstención electoral y el voto en blanco son ingredientes activos del deterioro de la confianza en el sistema y del empobrecimiento contable, material, de las condiciones de vida de muchos ciudadanos (por cierto, entre ellos, muchos, muchos con carrera y estudios universitarios, y no precisamente agitadores profesionales, aunque a este paso vayan a acabar siéndolo).
Artur Mas ha enfatizado la legitimidad de la violencia policial en democracia para preservar la función del Parlamento. Tiene razón: lo que no se comprende es que deba poner énfasis en una obviedad semejante y tampoco se comprende bien si sabe o no sabe que esa declaración es la mejor forma de alimentar una espiral descontrolada de violencia. Las amenazas de su chulo de guardia en Interior y las suyas propias apelando a la legitimidad de la violencia engendrarán indefectiblemente un efecto de violencia mayor en los movilizados.
Tener el monopolio de la violencia obliga a ejercerla con cálculo y previsión, sobre todo cuando se está ya informado de la acción coactiva prevista nada menos que contra parlamentarios. Si no fuese una irresponsabilidad por mi parte, diría que tanta pasiva imprevisión es una estudiadísima desactivación de las razones de los movilizados por la vía de las imágenes televisivas, el humo, las carreras y el acoso (intolerable e inaceptable) a los parlamentarios. O la imagen del caos, como dijo Mas, obviando por completo lo que significan de verdad el caos y la violencia callejera.
Quizá muchos de ellos no han acabado de entender las razones de fondo y forma de una movilización con mayoritario ánimo de regeneración democrática y que precisamente por eso acude a las puertas del Parlamento. De golpe va a resultar que el modo de desactivar al M-15 va a ser convirtiéndolo en agitación revolucionaria de vieja estirpe sin respetar ni entender lo que de veras significa: el rechazo a la debilidad política frente al poder del dinero, la incapacidad para mitigar el alcance social de los recortes y la insensibilidad ante el debilitamiento del Estado social cuando más falta hace. Las porras policiales sueñan con derribar no los toldos, sino las razones de los toldos.
Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona.