Las reformas pendientes, y las posibles

Es como si este país se hubiera quitado una espesa manta de encima. Esta es la descripción que he escuchado a muchos españoles, no pocos de ellos votantes de la derecha, del ambiente político que vivimos tras la sorpresiva defenestración de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno. Cualquiera que sea el juicio sobre el futuro de su sucesor o las políticas que vaya a adoptar, gran parte de la opinión coincide en que España ha vuelto a respirar lejos del sofoco y la pesadumbre que la inacción del anterior Gabinete habían generado. E incluso los más escépticos respecto a las habilidades del nuevo mandatario coinciden en señalar que al menos existe ahora una oportunidad de pensar en el futuro.

La euforia progresista colectiva y la satisfacción personal de quienes han accedido al ejercicio del poder cuando menos lo pensaban no debe, empero, cegarles a la hora de juzgar sus propias capacidades, y las de su entorno, a la hora de regenerar la democracia, como prometen. Esta es una demanda tan urgente como difícil de satisfacer, y con toda seguridad no puede ni siquiera intentarse desde un Gobierno de exigua minoría parlamentaria y en un contexto de permanente desafío al Estado por parte de una considerable parte de los representantes políticos en las Cortes. Gran parte de la responsabilidad de la situación corresponde al presidente expulsado, incapaz de tomar decisiones en tiempo y hora sobre la gobernación, pero la insistencia en recordarlo solo conduce a la melancolía. Nos enfrentamos no solo a una eclosión del populismo, por lo demás inherente en una cierta medida al funcionamiento mismo de la democracia, sino a un reto de las fuerzas antisistema, que no solo denuncian la debilidad del régimen, sino que también se esfuerzan en derribarlo. La polarización en torno a este reto es inevitable y si no logramos un mínimo acuerdo entre quienes se muestran fieles al legado democrático de la Transición, las cosas no tardarán en empeorar.

La ministra de Administraciones Públicas declaró nada más hacerse cargo de sus responsabilidades que la reforma de la Constitución era urgente, necesaria y viable, palabras que más parecen corresponder al candor político que al análisis de la realidad. Le faltó añadir que un proyecto así es imposible de abordar si no se celebran antes elecciones generales, ya que en las actuales circunstancias es del todo seguro que no existiría el mínimo consenso necesario para abordar ni siquiera un debate al respecto. Al margen las resistencias tradicionales del PP, que pueden y deben ser vencidas si este partido logra sobrevivir a su propia regeneración, no hay que olvidar que Podemos se presentó a las elecciones demandando un periodo constituyente y que casi la mitad de los catalanes de lo que quieren hablar es de su propia Constitución, no de la española. No es difícil reconocer por eso la urgencia que la señora Batet señala, pero el empeño choca con el anuncio de su jefe del partido y presidente de Gobierno en el sentido de que pretende consolidarse en el poder hasta el final del actual periodo legislativo.

No pocos líderes del PP han insistido en que reformar la Constitución no es para nada la solución a los problemas del país. Esta expresión es típica del pensamiento reaccionario, y fruto de un cinismo o una ignorancia verdaderamente detestables. Nadie ha dicho que un proceso semejante sea el bálsamo de Fierabrás, sino que si no se aborda lealmente no habrá solución a muchos de los problemas de nuestra convivencia, entre los que sobresalen la fragmentación territorial y una incipiente y nada banal discusión, quiérase o no reconocerlo, acerca de la propia forma del Estado. Los fastos conmemorativos de la Constitución de 1978, que en diciembre cumplirá cuarenta años, no podrán celebrarse con normalidad mientras el presidente de la Generalitat de Cataluña, primer representante del Estado español en dicha autonomía, persista en traicionarlo.

Muchas de las reformas pendientes tendrán que esperar a que se constituya una nueva legislatura, y así lo anunció en su discurso de investidura el propio Pedro Sánchez, cuando dijo que su propósito era normalizar cuanto antes el funcionamiento de la democracia para convocar comicios anticipados. Parece haber cambiado de opinión a este respecto. Está en su derecho de hacerlo, y no será el primer político que incumple lo que promete una vez acomodado en los oropeles del poder. No obstante, el primer obstáculo que ha de vencer para cumplir su empeño es la aprobación del Presupuesto de 2019, cuyo proyecto ha de enviar a las Cámaras a la vuelta del verano. No es imposible que la logre, pero no lo tendrá fácil y en cualquier caso no podrá abordar los problemas estructurales del país simplemente aplicando una nueva política presupuestaria de incierto apoyo. Lo sucedido ya con la financiación autonómica no es sino un ejemplo de la debilidad objetiva del Gabinete, cuyo presidente ni siquiera tiene acta de diputado pues no se presentó a las elecciones.

El que la señora Batet se vea obligada a demorar sus expectativas sobre la reforma constitucional no quiere decir que no haya algunas otras reformas serias, de carácter semiestructural que sí puede emprender este Gobierno y que merecerían el apoyo de la Cámara si los representantes políticos fueran por una vez fieles a sus promesas. Entre ellas sobresale la de la ley electoral en un punto tan sencillo como que las listas dejen de ser cerradas y bloqueadas. La existencia de listas abiertas que permitan a los electores borrar de ellas a quienes les pete es una exigencia de transparencia democrática, una demanda transversal a muchas de las formaciones políticas y una condición básica para desarrollar la democracia interna de los partidos, cualidad que todos exhiben a la hora de convocar primarias entre sus militantes.

Unas nuevas elecciones en las que los votantes puedan hurtarse a la imposición de los aparatos partidarios y ejercer su voto en favor de quienes desean les represente y no de aquellos a quienes se les obliga en virtud de una lealtad ideológica más que abusiva, puede y debe contribuir a seguir aireando el ambiente político, ya bastante más respirable que hace apenas un mes. Y preparar el terreno para la arribada de una clase dirigente capaz de afrontar los desafíos de fondo emanados de la globalización; y sus consecuencias para los ciudadanos de una Europa envejecida, en busca de proyecto, en la que las pulsiones antidemocráticas, la demagogia, el nacionalismo excluyente y la xenofobia fascista amenazan el mantenimiento de la paz y la libertad.

Juan Luis Cebrián

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