Los ajustes presupuestarios ponen de moda reajustes organizativos de las Administraciones públicas, la mayoría de las veces, buscando más la apariencia de austeridad que la realidad de una mejora en la eficiencia. Y sin embargo, se puede hacer bien si sabemos qué queremos hacer con las Administraciones.
Con crisis o sin crisis las Administraciones públicas en España están lejos de ser lo que deben ser, a pesar de las islas de modernidad que las salpican. Tenemos la Administración que hemos ido heredando como consecuencia solapada de las distintas transformaciones sufridas pero ha faltado, hasta ahora, un plan director, un sentido global, una estrategia y un interés político suficiente para efectuar las reformas oportunas que transformen lo que tenemos en lo que necesitamos.
Nuestra Constitución procedió a una deconstrucción profunda de las instituciones administrativas, que pasaron de una dictadura a una democracia, de un país cerrado, a compartir soberanía con la Unión Europea y de un Estado con una Administración a un Estado organizado en diecisiete Administraciones autonómicas, más una central. El contexto en que deben actuar ha cambiado de manera tan drástica, que no es su tamaño, el volumen de gasto público o el número de funcionarios lo que se debe revisar, sino sus objetivos, su eficacia y la evaluación de su desempeño.
El Estado autonómico es mucho más que transferencias unilaterales de competencias, con suma cero. Es sobre todo un reparto de funciones que altera, de manera radical, las tareas que deben desempeñar cada una de las Administraciones. Las autonómicas no pueden aspirar a convertirse en mini-Estados, así como la central no debe pretender seguir haciendo lo de siempre, pero con menos medios, dejando de cumplir sus otras obligaciones constitucionales como garantizar la igualdad y la solidaridad en todo el territorio nacional.
Articular mejor la cooperación entre Administraciones distintas que forman parte del mismo Estado, exige: la reforma del Senado, la reglamentación de la Conferencia de Presidentes y Conferencias Sectoriales, así como regular los consorcios integrados de gestión interadministrativa para evitar duplicidades. Debe elaborarse también un Estatuto del Gobierno y de la Administración central que establezca sus deberes, derechos, competencias y financiación.
A partir de conocer lo que cada uno tiene que hacer, debe redefinirse la estructura de las Administraciones actuales, para adecuar su tamaño y funcionamiento a las tareas que tenga que hacer cada una. En la Administración central se debe impulsar la gestión profesional de servicios públicos mediante agencias que tengan objetivos evaluables, creando servicios comunes de compra, contratación y personal, ahorrando costes con una sola central donde hoy existe una suma de ministerios, desarrollar la Administración electrónica como instrumento de reforma de procedimientos moviendo los bits de información por la red, en lugar de a los ciudadanos entre ventanillas y desarrollar el Estatuto del Empleado Público implantando la carrera profesional, la evaluación del desempeño y la función directiva en una Administración no secuestrada por los cuerpos de funcionarios, que combine las exigencias de imparcialidad, mérito y capacidad en el acceso, con las modernas técnicas de gestión de puestos de trabajo.
Los ciudadanos tenemos derecho a una buena administración de la cosa pública. A tener un portal único de acceso electrónico a todas las Administraciones del Estado. A ser considerados clientes, a cuyo servicio se pone la Administración, en lugar de subordinados de estas. A exigir que los impuestos sean justos y gastados bien, de manera demostrable. A que la Administración sea un motor de progreso, en lugar de una rémora para el mismo. Hoy, esto es necesario. Pero, además, con las leyes aprobadas la pasada legislatura, ya es posible. Hagámoslo, aunque se pisen algunos callos.
Jordi Sevilla, ex ministro de Administraciones Públicas (2004-2007) y director del Informe "Una reforma para la AGE", del Centro PwC/IE de Sector Público.