Las reformas tienen consecuencias

En alguna ocasión he dicho que el empleo es la justificación ética del capitalismo. El empleo da al que trabaja los recursos económicos necesarios para llevar una vida digna, aparte de que supone la realización de las personas en una faceta tan importante de sus vidas como es el trabajar. El paro es el cáncer social más dañino porque trae pobreza, desilusión y angustia.

¿Y cuáles son las causas del paro? La primera y quizá la más relevante es la política económica y la situación en la que se viva respecto a la producción de bienes y servicios. Eso es indudable, pero, con independencia de ello, hay un factor trascendental a efectos del empleo -y buen empleo- como es la política legislativa que lleve el gobierno de turno.

El BOE puede destruir más empleo que políticas económicas equivocadas o decisiones en el mundo empresarial que no sean las acertadas. Y en este campo conviene llamar la atención sobre la tendencia de los gobiernos llamados progresistas a diseñar políticas laborales que yo denominaría cuantitativas; políticas que se basan en dar más -normalmente sin contrapartidas, simplemente por una justificación política y social- que tienen su razón de ser, pero que no son suficientes para que esas políticas resulten eficaces. El mundo económico tiene unas reglas que no se pueden menospreciar sin correr el riesgo de tener nefastos resultados. Y una de las reglas es que para subir los salarios, por ejemplo, no basta con plasmarlo en el BOE sino que tiene que obedecer en buena medida a un aumento de la productividad y de la competitividad de las empresas; evidentemente que hay un suelo o mínimo en materia salarial que debe ser fijado y mantenido por razones no solo de justicia, sino también de paz social. Pero más allá de esos mínimos, el juego de los incrementos tiene que estar ligado a determinados factores que no pueden ser solo la decisión política.

Pero más allá del salario, la legislación laboral debe ser una palanca de creación de empleo, y no una presa de contención para ello. Y eso ocurre cuando la legislación tiene una inflexibilidad que impide a la empresa poder adaptar sus parámetros económicos y de otro tipo a la situación de los mercados, de las ventas, de los resultados, etc. Esa dificultad de adaptación puede llevar -sin duda alguna- a que la empresa, para seguir con parámetros razonables de rentabilidad, acabe despidiendo y, por tanto, originando lo peor de lo que exige un entorno laboral justo: el paro. Es cierto que la flexibilidad en el poder directivo del empresario puede originar abusos y disfunciones indeseables en un mercado laboral justo y razonable, pero no tiene porqué ser así, porque como digo -y ya está contemplado en la propia legislación-, se establecen controles formales y materiales (participación de los trabajadores) que impiden esos efectos negativos.

El nuevo Gobierno, como hacen todos los que llegan al Poder Ejecutivo, anuncia una reforma laboral, aún sin muchos detalles, pero que apunta o puede dirigirse a lo que he llamado política cuantitativa. Y eso hay que mirarlo con detalle y prudencia en dos sentidos: en lo que respecta a lo cuantitativo, tener claro que las subidas salariales tienen unos cauces y unas causas que están más allá de un real decreto. Tenemos un sistema de negociación colectiva poderoso y eficaz que es el cauce más adecuado para la modulación de las retribuciones de los trabajadores. Y en el plano cualitativo yo creo que el faro que debe iluminar los cambios reformistas es que deben buscarse unos mecanismos que produzcan un mejor y más adecuado equilibrio entre los intereses de trabajadores y empresarios, pero a la vez que no se reduzcan a poner más trabas, más trámites, y más impedimentos a las decisiones empresariales.

En ese aspecto, obligar a que las retribuciones del personal de empresas subcontratistas sean idénticas a las de la empresa principal, es prácticamente, y por vía indirecta un modo de prohibir la subcontratación, ya que la esencia de la misma está en la diferenciación de las empresas principal y subcontratada respecto a su estructura y condiciones, aparte de su especialización. Asimismo, no parece que sea muy acertado el laminar las instituciones y mecanismos laborales hoy vigentes, cuando han demostrado su eficacia. Ni se puede dejar al empresario a su libre albedrío ni tampoco se le pueden poner tantas trabas que al final hacen ineficaz la decisión empresarial.

Hoy en España tenemos una legislación absolutamente homologable a la de los países más desarrollados y puede decirse de un modo general que es una legislación equilibrada, que contempla con razonabilidad los intereses generales, los intereses empresariales y los intereses laborales.

Que hay que modificar determinados aspectos del Estatuto de los Trabajadores. Sin duda alguna. Pero de ahí a hacer tabla rasa de lo actualmente vigente hay un abismo, en el más estricto sentido de la palabra.

En materia laboral hay que ser muy prudente, lo cual no es incompatible con ser muy valiente. Hay un dicho popular que como todos los dichos de ese origen contiene una gran sabiduría: «Lo que funcione, no lo cambies». Hasta el momento, y después de las últimas reformas realizadas, evidentemente que hay cosas que cambiar, pero también muchas -la mayoría- que conservar. Por poner un ejemplo, a mí me parece oportuno el que pueda revisarse la reforma de 2012 sobre la primacía de los convenios colectivos de empresa, puesto que la experiencia ha demostrado que éstos (que tienen la gran virtud de acercarse a la realidad de cada una de ellas) no han tenido el éxito esperado. Y junto a este tema hay otros también importantes que pueden ser objeto de revisión por lo que haya dicho la jurisprudencia o por la experiencia de su aplicación. Pero el grueso de la reforma y su gran razón de ser, como es la flexibilidad interna de las empresas, no parece prudente ni acertado acabar con ello.

Si la reforma de 2012 ha generado mucho empleo no parece sensato derogarla sin otra alternativa de eficacia -para la nueva legislación que la sustituya- que la buena voluntad y el deseo de que genere empleo. Y, desde luego, para realizar estas reformas sería muy conveniente el diálogo social con sindicatos y organizaciones empresariales que son, en definitiva, quienes tienen el papel institucional adecuado para lograr que lo que se legisle sea eficaz. Y la eficacia -no lo olvidemos- está en buena parte unida a que no se destruya empleo, sino a que se fomente.

En definitiva, sería muy digno de alabanza que la carrera por la pista legislativa por parte de los empresarios fuera los 100 metros lisos y no una carrera de obstáculos. Hemos de conseguir que el empresario, socialmente, sea percibido como un agente positivo para la convivencia y la prosperidad a través de la creación de empleo, y no un ser malvado, egoísta y ambicioso, que solo busca su lucro a costa de lo que sea.

Juan Antonio Sagardoy es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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