Las reglas del juego

Comentando unos artículos míos recientes, J. M. Ruiz Soroa nos ofrece en este mismo periódico unas apreciaciones que son de gran interés (26 de marzo de 2008). Habla de cuáles serían, a su juicio, los planteamientos inhibidores de un acuerdo político en Euskadi, un acuerdo cuya necesidad parecemos compartir. Pero lo que me llama la atención es que todas las disposiciones negativas hacia el acuerdo que recoge en su artículo procedan del ámbito nacionalista.

A estas alturas es una pérdida de tiempo repartir las culpas y si uno lo hace en ambas direcciones termina ganándose multitud de reproches. Tampoco sé cómo se mide exactamente la culpabilidad, pero de algo estoy seguro: los análisis que sólo encuentran dificultades en un lado no sirven para desbrozar el camino del acuerdo. Por eso, ya que hablamos de dialogar, me permitirá que añada algunos puntos de vista a la discusión porque si en algo estamos fallando todos, unos y otros, es precisamente en la formulación de unas reglas del juego bien entendidas, que no sean vistas como una amenaza ni predeterminen la solución.

Sí, deben respetarse las reglas del juego, pero hay que entender bien en qué consisten. Se habla de respetar las reglas del juego y así, con ese nivel de generalidad, cada uno entiende lo que quiere y no hay manera de avanzar. O piensa en lo que el otro entiende bajo este concepto y se siente amenazado. Se trata de una de las nociones cuya clarificación es indispensable para posibilitar los acuerdos políticos.

Hay que distinguir entre dos planos de lo que puede entenderse como 'reglas del juego' en una sociedad democrática. Por un lado están los principios generales de la cultura democrática (respeto, tolerancia, aceptación del diálogo y la diferencia, no imposición...) y sus procedimientos (división de poderes, limitaciones del poder, garantías jurídicas, principios para la adopción de decisiones, respeto de las minorías, igualdad de derechos...). Lo anteriormente mencionado son principios universales que a todos debe exigirse y que nadie que entre en un verdadero diálogo puede atropellar. Pero a veces se entiende por reglas del juego algo más concreto, en lo que hay que diferenciar con cuidado. Las normas concretas, positivas, del ordenamiento jurídico-político tienen en principio una validez que exige respeto cuando han sido adoptadas mediante procedimientos democráticos. Pero hay dos salvedades: 1. Aunque uno acepte el ordenamiento jurídico-político vigente, en el supuesto de que su procedimiento de configuración haya sido legítimo e impecablemente democrático, a nadie se le puede negar el derecho a discrepar o intentar modificarlo, en todo o en parte (de hecho, forma parte de la legitimidad de un sistema político el que, por muy bueno que sea, cuente con los procedimientos que permitan su eventual modificación y que esos procedimientos ni desestabilicen continuamente el sistema ni lo hagan, en la práctica, democráticamente inalterable). 2. Esa aceptación de las reglas del juego, entendidas en el sentido concreto de un marco jurídico-político o constitucional, puede haber sido suficiente pero precaria, como fue el caso de la Constitución española (refrendada en Euskadi de manera muy deficiente). Puede opinarse que el refrendo masivo del Estatuto de Gernika implicó una suerte de ratificación retroactiva de la Constitución, pero también es legítimo suponer que su falta de cumplimiento posterior hizo que avanzara en Euskadi el desafecto constitucional.

Algo similar cabe decir si por reglas del juego entendemos el derecho de autodeterminación. En el primer nivel estaría el principio de autogobierno de las personas, grupos y pueblos que, en principio, nadie debería contestar. Pero en un segundo plano tendríamos la concreción de ese derecho en un grupo delimitado, en un espacio, con los instrumentos que se consideran necesarios para la realización de ese derecho, y ahí comienzan lógicamente los desacuerdos, salvo que se tenga una visión determinista del territorio o se quiera impedir el ejercicio del pluralismo también en este plano. Ni la historia ni la geografía imponen una objetividad indiscutible, a la que no habría más que reverenciar. Tampoco aquí hay una noción de reglas del juego incontrovertible e indiscutida.

Para posibilitar el diálogo lo único que hay que compartir son unos procedimientos que no predeterminen la solución, unas reglas del juego que no contengan la trampa de dar necesariamente la razón a uno de los interlocutores. Por eso tanto el modelo de ámbito vasco de decisión como el marco de la soberanía constitucional, tomados en su absoluta literalidad, son a estos efectos inservibles. La dificultad del asunto consiste en lograr un punto medio, un compromiso, entre el 'ámbito' y el 'marco', una formulación del derecho a decidir que integre la voluntad de aquellos vascos que quieren configurar su voluntad política independientemente y la de quienes desean hacerlo contando con la voluntad de los ciudadanos del Estado español, de los vascos que se entienden más bien como un todo y de los que se consideran más bien como una parte. El diálogo político exige que se reconozca la legitimidad de ambos puntos de vista, aunque cada cual tenga sus preferencias. El compromiso de los interlocutores consiste únicamente en explorar juntos ese espacio de síntesis democrática entre los dos polos.

Es un principio democrático que la cuestión del gobierno debe ser decidida por los gobernados ya que la autoridad para el ejercicio del poder político reside finalmente en el pueblo. Pero esto presupone que el pueblo o 'demos' constituye una unidad política coherente. Y aquí entramos ya en el núcleo de la discusión. La Corte Internacional de Justicia tiene grandes dificultades a la hora de establecer quién es el 'pueblo' en los conflictos territoriales. Por eso los expertos recomiendan, en vez de centrar la discusión en ideas como la integridad territorial (que, por cierto, suelen defender ambas partes e impiden el acuerdo por principio), buscar nuevos instrumentos, mejores prácticas políticas y una interpretación más flexible del derecho de autodeterminación. En cualquier caso, lo que no tiene ningún sentido es entender la autodeterminación como predeterminación o exigir al Estado español que reconozca algo que la sociedad vasca (los habitantes de sus diversos territorios) no reconoce. Lo que uno tiene legitimidad para exigir hacia fuera es lo que se ha ganado dentro, ni más ni menos. Decir que el derecho no se pacta sino que se reconoce y que lo que se pacta es su ejercicio supone tener una concepción predemocrática de la territorialidad, en la que coinciden curiosamente quienes la refieren a un sujeto vasco como si estuviera ya constituido y quienes la piensan en términos de una soberanía para todo el territorio del Estado como si ésta no fuera democráticamente modificable.

Hay una exigencia de respeto de las reglas del juego que procede del mundo nacionalista y que me parece fundamental en este momento: el desarrollo del autogobierno ha estado sometido a una interpretación unilateral por parte del Estado que falsificaba su carácter de verdadero pacto político. Por eso, un nuevo acuerdo político tendría que gravitar, más que sobre el contenido competencial, sobre las garantías para que lo pactado sea interpretado en todo momento de manera bilateral. Los procedimientos de arbitraje en caso de desacuerdo forman parte también de esas reglas del juego que deberíamos respetar. Salvo que no estemos hablando de pacto, sino de otra cosa que se otorga, que está siempre a merced de una parte.

Daniel Innerarity

Le contesta J. M. Ruis Soroa (EL CORREO DIGITAL, 04/04/08): Entre premisas anda el juego.