Las reglas y la práctica

Aunque no era el único candidato problemático, la elección de Enrique Arnaldo como magistrado del Tribunal Constitucional es especialmente desmoralizadora. En primer lugar, por la desfachatez del Partido Popular proponiendo a un candidato con un perfil que no era idóneo para el cargo, máxime después de que este partido se haya permitido bloquear caprichosamente la renovación de numerosos organismos del Estado durante años. En el caso del Constitucional, la renovación de los cuatro miembros elegidos por el Congreso de los Diputados tendría que haberse producido en noviembre de 2019, lo que supone un retraso de dos años (sucedió algo muy parecido en la época de José Luis Rodríguez Zapatero, cuando el PP bloqueó durante tres años las renovaciones para asegurarse una mayoría conservadora en la elaboración de la sentencia sobre el Estatuto catalán de 2006).

En segundo lugar, porque PSOE y Podemos no han tenido la fuerza o la astucia política para rechazar a este candidato. Han aceptado el chantaje del PP (“si queréis renovación, tragaos a Arnaldo”), dando así la impresión de que anteponen la conformación de una mayoría progresista en el Constitucional a cualquier otra consideración.

Tercero, por la pérdida de prestigio que todo ello acarrea al alto tribunal, del que no anda precisamente sobrado. La idea de que cualquiera puede acabar entrando en el Constitucional siempre que cuente con el apoyo de alguno de los grandes partidos resulta letal.

Y, finalmente, por el desgaste de las reglas de juego, que, una vez más, no han sido respetadas, por mucho que se hayan seguido los cauces formales. Quisiera centrarme en esta última cuestión. El episodio vivido la semana pasada constituye, al fin y al cabo, una reproducción en miniatura de uno de los males que aquejan a la política española desde hace tiempo. Me refiero a la disociación entre las reglas institucionales y la práctica política. Tenemos unas reglas que no son tan distintas de las que hay en otros muchos países europeos. Sin embargo, en muchas ocasiones, o bien no se cumplen o bien se cumplen tan torticeramente que quedan desfiguradas. Que el problema de la política española reside en la práctica democrática en mayor medida que en las reglas es una de las tesis del libro imprescindible de Robert Fishman, Práctica democrática e inclusión. La divergencia entre España y Portugal, cuya edición española acaba de ser publicada. Veámoslo a propósito de la renovación del Tribunal Constitucional.

El tribunal tiene 12 miembros, con mandatos de nueve años improrrogables. Cada tres años, se renueva un tercio de los magistrados. El Congreso y el Senado eligen cuatro cada uno, el Consejo General del Poder Judicial dos y el Gobierno otros dos. La semana pasada se produjo la renovación de los cuatro magistrados elegidos por el Congreso. La Constitución establece que la propuesta de la Cámara baja requiere una mayoría cualificada de tres quintos, es decir, 210 diputados.

A fin de reforzar el control sobre los candidatos, en el año 2000 el Congreso creó la Comisión Consultiva de Nombramientos, en la que comparecen los candidatos y se someten a las preguntas de los partidos, siguiendo el ejemplo de los hearings en el sistema norteamericano. Si los candidatos pasan ese trámite, a continuación se produce un debate final y una votación secreta en el pleno del Congreso.

En principio, el procedimiento parece bien diseñado: se requiere un consenso amplio, se examina la idoneidad de los candidatos en una comisión parlamentaria y hay un voto secreto en el pleno.

Veamos, sin embargo, qué sucede en la práctica. La mayoría cualificada se pensó para evitar nombramientos exclusivamente partidistas. Al exigirse los tres quintos, es preciso que al menos los dos principales partidos se pongan de acuerdo sobre los candidatos. De esta manera, se espera que los partidos presenten candidatos sólidos, de perfil intachable, que sean aceptables para todos más allá de su inclinación ideológica, que es inevitable y además contribuye a la diversidad de puntos de vista en la interpretación de la Constitución.

En la práctica, sin embargo, el sistema de elección se pervirtió casi desde el origen, pues los partidos, en lugar de presentar candidatos más o menos incontrovertibles, optaron por lo que se ha convenido en llamar intercambio de cromos. Dicho intercambio consiste en aplicar el principio de reciprocidad: cada partido apoya sin rechistar los candidatos de su rival. Es decir, el PSOE no objeta a los candidatos del PP y el PP no objeta a los del PSOE. Se trata de una forma burda de burlar el espíritu de la regla, que era la búsqueda de candidatos de consenso, candidatos que resulten aceptables para las dos partes. Al no haber un entendimiento común sobre lo que significa que los candidatos sean “juristas de reconocida competencia” (como se establece en el art. 159 de la Constitución), se resuelve el desacuerdo mediante la regla de reciprocidad mencionada. Esto, evidentemente, significa que los candidatos elegidos no son de consenso, sino de parte, de partido.

Una vez alcanzado el pacto entre las dos formaciones, PSOE y PP, se desvirtúa el resto del proceso, tal y como se vio la semana pasada. En la Comisión Consultiva de Nombramientos, los diputados pudieron mostrar la falta de adecuación del candidato Arnaldo. A la vez, los medios de comunicación publicaron abundante información que cuestionaba la independencia y probidad de este señor. No sirvió de nada, demostrándose así que el pase por la Comisión es un mero trámite una vez que los partidos han alcanzado un acuerdo. ¿Para qué se pierde el tiempo con el examen parlamentario si las cúpulas de los partidos imponen que, pase lo que pase en las comparecencias, hay que cumplir el acuerdo inicial?

En último término, se produjo la votación secreta, pero dada la extrema dependencia de los diputados con respecto al aparato de sus respectivos partidos, los diputados son vulnerables a las presiones procedentes de la dirección. En fin, no ha habido ni consenso ni deliberación. Los partidos han pasado sobre las reglas como una apisonadora.

Un procedimiento razonable de selección de miembros del Tribunal Constitucional queda, pues, viciado por una mala práctica de los dos grandes partidos, PSOE y PP, a la que en esta ocasión se ha sumado Unidas Podemos. Inmersos en sus juegos de poder, los partidos no reparan en la imagen que transmiten. Según los datos de Eurobarómetro, la encuesta que realiza la Comisión Europea en todos los Estados miembros, en febrero de 2021 el porcentaje de gente que confía en los partidos políticos en España está en el 7%. Es el porcentaje más bajo de Europa occidental y, en el conjunto de la Unión Europea, estamos empatados con Eslovenia y Letonia. Alguien debería tomar nota. Una democracia no puede funcionar si prácticamente nadie confía en los partidos.

Me temo que las inercias partidistas solo se pueden romper desde la sociedad civil y la opinión pública. La derecha se siente cómoda con el statu quo. Bloquea cuando le conviene y propone a candidatos inadecuados. A su electorado y sus medios afines parece no importarle demasiado. La única esperanza es que el electorado progresista haga sentir su hartazgo y obligue a los partidos de la izquierda a plantarse ante los trágalas del Partido Popular.

Ignacio Sánchez-Cuenca es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

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