Las rosas rojas de Putin

Un frío día de mayo, hace cinco años, Putin visitó el cementerio Sretenski, en Moscú, y depositó ramos de rosas rojas en las tumbas de varios personajes distinguidos del ámbito cultural y militar ruso. Si entonces los políticos occidentales hubieran prestado atención a los mensajes que les enviaba el dirigente ruso, las recientes invasiones y otras maniobras militares rusas no habrían cogido a Occidente desprevenido. Todo estaba planeado y decidido desde hace tiempo.

Ese soleado y gélido 24 de mayo de 2009, Putin se arrodilló ante la tumba del general del ejército zarista —luego del Ejército Blanco— Denikin, la del filósofo exiliado tras la revolución rusa, Ilyin, y la del escritor Solzhenitsyn. Anteriormente Putin se había encargado de trasladar los restos de Denikin e Ilyin de los Estados Unidos y Suiza a Moscú, bajo la supervisión del archimandrita Tijón Shevkúnov, el padre superior del monasterio Sretenski y el líder del ala más conservadora, nacionalista y monárquica de la Iglesia Ortodoxa Rusa y con toda probabilidad el confesor del presidente ruso. Ante la tumba de Denikin, Putin recordó las palabras de este general que avisó sobre el posible desmembramiento de “la gran Rusia”, y de la pérdida de “la pequeña Rusia”, o sea Ucrania, calificando esa pérdida de “criminal”.

Las rosas sobre la tumba de Ilyin, el gurú espiritual a quien Putin suele citar en sus más importantes discursos, resultaron particularmente significativas. El filósofo religioso y conservador, Iván Ilyin (1883-1954), sostenía que una mano de hierro y un autoritarismo implacable eran la única opción para Rusia. En su ensayo Nacionalsocialismo: el espíritu nuevo, de 1933, disculpaba a Hitler alegando que se erigía como una fortaleza contra el comunismo soviético; en su artículo Acerca del fascismo, de 1948, escribió que “el fascismo, que surgió como una concentración de las fuerzas conservadoras, fue un fenómeno saludable durante el avance del caos izquierdista”; en el mismo ensayo lamentaba los “errores” del fascismo tales como la eliminación del juego de todos los adversarios: según Ilyin, la Iglesia, los medios de comunicación y los partidos políticos se pueden tolerar “siempre y cuando demuestren lealdad”.

Dos de los personajes a los que Putin homenajeó con flores y reverencias en su visita al cementerio, Ilyin y Solzhenitsyn, tuvieron como influencia esencial de su pensamiento la ideología decimonónica rusa cuyos partidarios se designaban como eslavófilos. Entre los que profesaron la filosofía eslavófila hubo tres pilares de la cultura rusa: el pensador Soloviov —otro predilecto del presidente ruso—, el novelista Dostoievski y el poeta Tiútchev. Los eslavófilos consideraban a Rusia como a una civilización superior que tenía una importante misión en el mundo. Bajo su influencia la filosofía rusa nunca ha cesado de hacer discursos sobre el papel excepcional de Rusia y la visión de la vía rusa como una vía distinta de las demás, que iluminaría al mundo mostrándole un camino más espiritual y moral frente al puramente racional y pragmático que, según ellos, Occidente imponía. El siguiente fragmento de un poema de Fiodor Tiútchev es un ejemplo de esa manera de ver a Rusia, no como un Estado que se mide por su población y jurisprudencia sino como una divinidad: “Es inútil intentar comprender o medir a Rusia: su esencia única solo permite que profesemos fe en ella”.

En los discursos del propio Putin hay un eco del grandilocuente y moralizante pensamiento eslavófilo; en su actitud racista —en Rusia los rusos tienen más peso y gozan de más privilegios que los que no lo son—, en su antagonismo a los gais y su menosprecio hacia las mujeres.

Disfrazando con la sabiduría y la ilustración filosófica su voluntad de restaurar un imperio, Putin va apoderándose militarmente de territorios ajenos y el pueblo ruso, manipulado por unos medios al servicio del régimen, le aplaude. Aunque no todos: hay disidentes que denuncian el creciente autoritarismo ruso cada vez más parecido al estalinismo. Baste un ejemplo: hace unos días se proyectó una Ley de la Constitución de Stalin que extiende la condena por terrorismo —un concepto amplio— no solo a los culpables sino también a sus familiares. Hace poco una de esos disidentes, la filóloga Marietta Chudakova, denunció en España que Putin “está restaurando la ideología, las leyes y el país de los tiempos de Stalin e inculca el orgullo nacional mediante mentiras”.

Putin empieza a tener a sus promotores incluso en Occidente. Además de contar con Schröder y Berlusconi entre sus amigos, ha recibido alabanzas de varios políticos del Tea Party estadounidense, y recientemente la extrema derecha europea ha reclamado la Rusia de Putin como escudo contra el deterioro moral. ¿Quién no recordaría en este contexto la frase de Franco sobre España como “reserva moral de Occidente”?

Depositar rosas rojas bajo los auspicios de la Iglesia a la sepultura del filósofo partidario de la autocracia y a las de militares zaristas y hablar allí sobre la unión intrínseca de Rusia y Ucrania fue toda una declaración de principios. Y de acuerdo con ella, los modelos de Putin se pueden hallar en distintos imperios: por un lado en el de los zares, los militares patrióticos y la Iglesia, y por el otro en el imperio soviético estalinista y sus implacables reglas de juego para acallar toda disidencia.

Monika Zgustova es escritora.

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