Las ruinas del progreso

En la lengua de los chamacocos, población indígena del Paraguay, el futuro se expresa en negación; es la negación misma, la expresión del mañana que nunca existe porque siempre tiene que llegar y existir. Lo sabe bien, aunque no viva en los bosques de Paraguay, el moroso que siempre promete «mañana te pago», es decir, que no te pago. El futuro no existe pero destruirá lo que es. Aquello que se busca, se desea, es siempre todavía no. El doctor Kien, protagonista del Auto de fe de Elias Canetti, quiere precipitarse hacia el futuro, quiere cada vez más futuro, que transformará cada vez más todo lo del pasado en lo que ya no está.

Pero hay un tiempo mesiánico en el que el todavía no no indica ausencia, lo que no está y por lo tanto no existe, sino lo que da sentido al viaje aunque nunca haya llegado. Un camino dificilísimo, en el que hay esperanza en el todavía no. Es la mayor de las virtudes, decía Charles Péguy, porque es tan difícil ver cómo van las cosas y, a pesar de todo, esperar, pensar que mañana podrán ir mejor. El mañana, el todavía no, no es negación, ausencia, vacío; es lo que llena de sentido el camino y, por tanto, ya. En la altísima tensión de Hermann Broch -no sólo en La muerte de Virgilio-, el todavía no está en la frontera del desierto; el hombre no puede cruzar esa frontera, sólo puede -lo que tal vez sea todo- mirar y señalar lo que hay más allá de esa frontera.

Las ruinas del progresoEl progreso es ese todavía no, el Mesías de la tradición judía que tiene que venir; es a partir de la hora más oscura cuando comienzan las horas que conducen al amanecer. El progreso y su celebración o más bien la fe en él son una idea o una invención esencialmente moderna. La edad de oro, en la antigüedad, es la del pasado, después de la cual se suceden cada vez más edades negativas. En el apogeo del Imperio Romano, el Carmen de Horacio dice que el sol no verá mayor grandeza que la de Roma. Una sombra de melancolía se extiende sobre el orgullo y la alegría de esta plenitud, el sentimiento de que después de esa grandeza sólo puede haber decadencia.

En la tradición judía y también en la cristiana las cosas son diferentes. Incluso antes del pecado original parece advertirse algo que no es completamente perfecto en el Paraíso Terrenal. El Mesías todavía no ha llegado, debe llegar aún. San Agustín habla de «felix culpa» [feliz culpa] respecto al pecado original, en el sentido de que pone en marcha el camino de la redención, que se puede definir, no sin forzar, como el progreso, porque se entiende como un camino -aunque contradictorio y salpicado de terribles regresiones y pasos atrás- de una condición a otra mejor, de hecho perfecta.

La fe en el progreso es radicalmente secular, basada en su confianza en la dignidad, la libertad y la razón humana. Es la Ilustración -a pesar de los precedentes en otras épocas históricas, por ejemplo el Renacimiento- la que lleva a su máxima expresión la idea de progreso, y su materialización en el increíble proceso reformista que, en muchos países europeos, abolió las injusticias seculares, mejoró las condiciones de muchas clases sociales, cambió el sentido mismo del ejercicio del poder, combatió los prejuicios y los dogmatismos, revolucionó la política y la economía y contribuyó a la formación del pensamiento político y económico europeo destinado a un gran futuro.

Quienes, como yo, siguieron las lecciones de un maestro de los estudios de la Ilustración como Franco Venturi junto a su gran discípulo y colega Gianfranco Torcellan, hace muchos años, se han visto profundamente afectados. Pero, como relata Alejo Carpentier en su novela El siglo de las luces, el barco revolucionario que cruza el océano para llevar el progreso a las Antillas francesas también lleva la guillotina, que trabaja por el progreso que a menudo se ha convertido, incluso más tarde y en los contextos más diversos, en el Terror. En el final de Antígona de Bertolt Brecht se dice: «Por los sacrificios bárbaros / de un gris tiempo primordial, la humanidad / se levantó grande». ¿Incluso la humanidad de Auschwitz? Ni siquiera los que hoy esclavizan y violan a niños pobres e indefensos parecen más humanos que muchos de sus predecesores en el horror. «Crítica del progreso como antimodernidad», escribe Aldo Schiavone, recordando a Nietzsche y al Leopardi de los «destinos magníficos y progresistas de la humanidad».

No es solo el hundimiento del Titanic, que permanece como símbolo, lo que contradice la confianza entusiasta de que el gran desarrollo tecnológico habría creado un mundo más feliz y más justo. El texto fundamental de la crítica progresista del culto retórico y consciente o inconscientemente instrumental del progreso es la Dialéctica de la Ilustración de Theodor Adorno y Max Horkheimer; y ahí estánlos Dioscuros de la Escuela de Frankfurt y ese pensamiento negativo que incluye a grandes estudiosos, filósofos y escritores, como Ernst Bloch con su El principio esperanza y Walter Benjamin con su El ángel de la historia.

El pensamiento negativo es ciertamente progresista y liberador en oposición a la Historia y, en Bloch, también a la naturaleza y al conjunto de la vida; desmitifica el uso instrumental de tantos progresistas ideológicos altisonantes, el distanciamiento del hombre de la naturaleza en nombre de una razón falsa que es la administración global del poder. El pensamiento negativo, incluso en algunos de sus grandes intérpretes, se caracteriza por un matiz de soberbia hacia la cultura de masas, que a menudo y cada vez más merece la desmitificación y la crítica severa, que quizás resultaría más eficaz e incisiva si se librara de ciertas poses de superioridad.

Actitudes totalmente ausentes en la crítica del progreso de un brillante erudito aislado como Tito Perlini, una gran figura autónoma de la izquierda que, como dice el título de uno de sus libros magistralmente editado por Enrico Cerasi, ha pasado por el nihilismo. En este cruce de la simbiosis entre progreso y nihilismo, Perlini enfatiza el sentido fundamental de ese otro irreductible que es la dimensión religiosa y que es esencial para la comprensión de la vida y la Historia. Perlini también se detiene en la crítica católica de la modernidad de Augusto Del Noce, pero también subraya cómo esta dimensión distinta de la llamada realidad está presente y fundamentada en el propio Horkheimer, uno de los fundadores de la teoría crítica del progreso.

No pocos revolucionarios de ayer, por ejemplo Hans Magnus Enzensberger en El hundimiento del Titanic o en Mausoleo, parecen mirar con irónica desilusión las ruinas del progreso, incluidos muchos aspectos de la era tecnológica actual en la que otros ven en cambio un triunfo. En todo caso, como se ha dicho, las heridas producidas por el progreso sólo pueden ser curadas por éste, siempre que se libere del delirio de la omnipotencia. Como sabemos, existen planes para eliminar la muerte. Un poema de Juan Octavio Prenz se pregunta: «¿Para qué otra vida?».

Claudio Magris es escritor, traductor y profesor de la Universidad de Trieste (Italia).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *