Las semillas de Annual

Pocos minutos antes de las once de la mañana de hace hoy cien años, el comandante general de Melilla, el divisionario Manuel Fernández Silvestre, daba la orden de retirada de Annual después de muchos titubeos y vaivenes, que contribuyeron a sembrar aún más la confusión en aquel recinto donde se hacinaban aproximadamente 3.000 militares españoles y nativos de las fuerzas regulares y de la Policía indígenas. Enloquecido ante un espectáculo caótico más propio de una horda desarbolada que de un ejército organizado, salió del puesto de mando blandiendo su arma reglamentaria y, deshilachado física y mentalmente, fue diana fácil de los tiradores harqueños, que acertaron en su cabeza, según para mí la más creíble de las muchas versiones que circulan de su muerte. El beniurrigalí Mohammed el Tuxani «se atribuirá el certero disparo», afirma Javier M. Reverte en el excelente libro que nos ha legado poco después de su muerte. Este fue el terrible detonante de lo que enseguida fue conocido como desastre de Annual. En realidad, el derrumbamiento de los proyectos de Silvestre había comenzado con los sucesos sangrientos de Abarrán e Igueriben, posiciones poco más de a tiro de piedra de la de Annual, desde donde se pudo contemplar con ojos horrorizados la matanza de españoles después de que nuestras armas fracasaran varias veces en socorrerlos.

Estos fueron los preludios, a los que hay que sumar los episodios de Afrau y Sidi Driss, de la cadena de horrores que, desde Annual hasta tan cerca de Melilla como Monte Arruit, Zeluan y Nador, costó una enorme pérdida de vidas. Sobre el número exacto hay disparidad de opiniones. Julio Albi lo sitúa en la franja inferior: «Siempre según la documentación, la cifra de bajas de 7.975 peninsulares más 300 prisioneros, parece acertada», escribe. Este disparatado número de muertos superó los 5.000 italianos que, bajo el mando del general Bariateri, cayeron en 1896 en la tierra etíope de Adua, y el de 7.500 británicos que, encabezados por Gordon, fueron aplastados con enormes pérdidas humanas en la sudanesa Jartum.

Pero no me voy a centrar en el desarrollo de la tragedia que golpeó con saña a la sociedad española hace un siglo. Tampoco en las enormes consecuencias derivadas de ello; me ciño a mencionar el ‘expediente Picasso’, la dictadura de Primo de Rivera, la caída de la monarquía, la Segunda República, la cuna de los africanistas como el general Franco, la Guerra Civil, el régimen franquista, la Transición democrática y otros ecos que aún perduran. Lo voy a hacer en las causas que acabaron desembocando en el desastre. Lo voy a hacer en lo que llamé ‘las semillas de Annual’ en la tercera novela de mi trilogía ambientada en el Protectorado de España en Marruecos. Annual no fue un incendio devastador desatado espontáneamente. Fue la poderosa chispa que prendió una mortífera hoguera en la que crepitaban muchos ingredientes deleznables.

Se suele considerar la temeraria táctica impulsada por Silvestre como la causa inmediata del calamitoso acontecimiento que hoy alcanza carácter centenario. Me refiero a los aproximadamente 140 puestos en forma de blocaos desperdigados por toda la superficie de la comandancia general de Melilla. Estaban deficientemente protegidos y dotados; solían carecer del agua que aliviara el tremendo calor y la insoportable sed de aquellas tierras, y dependían de arriesgadas aguadas y de convoyes de abastecimiento que no siempre llegaban o lo hacían mermados. Esta táctica venía de lejos, pero el afán exhibicionista y el empuje irrefrenable de Silvestre la condujo al extremo, en contra de opiniones más temperadas como la del culto coronel Gabriel Morales, jefe de la Policía Indígena, que intentó hacer ver a su superior que «la elasticidad» de las líneas españolas había llegado a un extremo peligroso y desaconsejable. Incluso entre los ‘manolos’, el grupo de fieles seguidores de Silvestre, el teniente coronel Fernández Tamarit, puso muchas pegas a la táctica de su líder. Pero hay que ahondar más. No es justo dejar sobre las espaldas de los desaciertos de Silvestre todo el aplastante peso del desastre de Annual.

La hedionda corrupción hincaba sus insaciables zarpas sobre todo el Protectorado y encontró campo en las dotaciones y suministros del Ejército, que, más de lo justificable, resultaban insuficientes, defectuosos y sin recibir siempre el mantenimiento preciso. En suma, la corrupción con muy distintas variantes e intensidad anidaba en no pocas esferas castrenses. Me limito a traer a colación un ejemplo de notable repercusión social y política. Poco después de Annual estalla en el parque de intendencia de Larache un grave escándalo. Recibió el nombre de ‘el millón de Larache’ y dio título a uno de los libros de Rafael López Rienda. ¡Un millón de pesetas de entonces! se distraían mensualmente de dicho parque. Parte de este dinero se repartía entre jefes y oficiales destinados allí, como el capitán Manuel Jordán, con un tren de vida muy por encima de su paga, que acabaron condenados gracias a la denuncia de uno de ellos, que contribuyó a desenmascarar la porquería, aunque nunca se supo a qué manos iba a parar el porcentaje del millón que se remitía puntualmente a Madrid.

Por añadidura, los bandazos en las directrices políticas que llegaban de España fueron constantes y entorpecían una dirección sostenida. Hasta principios de 1924 no se crea la Oficina de Marruecos, con el propósito de superar los criterios contrapuestos de los ministerios de Estado y de la Guerra. Frente a la robustez y continuidad de la política en el Protectorado que encarnó el mariscal Lyautey, residente general de Francia durante doce años, los altos comisarios españoles se sucedían. Cuatro en seis años, víctimas de una política sin rumbo mantenido que venía de Madrid y que contribuyó a que el tercero de ellos, el teniente general Francisco Gómez Jordana, se desplomara muerto sobre su escritorio mientras redactaba sus quejas por esta situación. En suma, frente a la radical oposición a la política seguida en Marruecos de socialistas, republicanos e intelectuales como Unamuno y literatos como Blasco Ibáñez, los desvencijados partidos dinásticos iban hacia delante, retrocedían y titubeaban, propiciando la confusión, algo nefasto para la acción político-militar.

Sumen a ello la carencia de un ejército profesional adaptado al terreno, pues las fuerzas regulares indígenas eran insuficientes y, dada su extracción territorial, estaban estigmatizadas por la amenaza de la deslealtad, y el entonces Tercio de Extranjeros, la hoy Legión, balbucía aún. Acaben añadiendo las injerencias y borboneos de Alfonso XIII, el ‘Rey africano’, y obtendrán la combinación cuyo desencadenante principal se empezó a escenificar con brutalidad en el altozano de Annual donde, si se escarba un poco, todavía aparecen casquillos de nuestro ejército y envases de la sanidad militar.

La historia forma parte del presente y a su través acaba haciéndolo del futuro. Al hilo del desastre de Annual se puede apreciar, una vez más, que la corrupción constituye un cáncer que acaba agujereando las estructuras públicas y privadas hasta su colapso y que debe ser combatido sin tregua. No menos apreciable es algo que también tiene proyección en la España actual: la política exterior y la militar, más aún cuando ésta constituye un auténtico instrumento de acción exterior como hoy ocurre, reclaman consensos y sensatez extremada en los dirigentes políticos. Por último, no hay nada que desgaste más a la monarquía que el activismo político y la injerencia en los gobiernos y los partidos políticos. La Constitución de 1876 dejaba resquicios para ello de lo que Alfonso XIII abusó para acabar sucumbiendo. La de 1978 no los deja y Felipe VI da muestras continuas de ser muy consciente y respetuoso con esta exigencia.

Luis María Cazorla Prieto es académico de número de la Real de Jurisprudencia y Legislación.

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