Las señales que no deberían ignorarse

En las pasadas semanas la economía española ha mostrado un claro empeoramiento respecto al primer trimestre del año, como ha reconocido el Banco de España y probablemente confirmará el Instituto Nacional de Estadística la próxima semana. Ese empeoramiento, muy apreciable en las magnitudes de la demanda interior, se ha compensado en parte por la aportación neta de la demanda exterior, derivada de un apreciable aumento del turismo y de la moderación de las importaciones. A ello hay que unir que la producción industrial ha experimentado un notable descenso a finales del segundo trimestre, que la venta de viviendas ha continuado disminuyendo, que el número de deudores concursales aumentó bastante en este periodo y que, aun cuando el Estado ha mejorado su comportamiento respecto al déficit público, falta por conocer lo que de verdad está ocurriendo en comunidades autónomas y corporaciones locales, donde las noticias respecto a gastos no contabilizados arrojan dudas sobre el nivel efectivo del déficit público.

Por eso, entre otras razones, los mercados de capital han estado enviando en las últimas semanas señales inequívocas de alerta a través de una fuerte caída de las cotizaciones de los bonos españoles frente a los alemanes que, como es conocido, son los activos que se toman como referencia. En definitiva, esos mercados han estado evaluando al alza nuestra prima de riesgo, que es un indicador de la posibilidad de que no podamos atender en el futuro los compromisos respecto a nuestra deuda pública, llegando a elevar esa prima muy por encima de los 400 puntos básicos respecto al interés de los bonos alemanes y situando su tipo efectivo por encima del 6%.

Sin duda en este comportamiento de los mercados respecto a nuestra deuda pública, igual que respecto a la italiana o a la de otros países, existen componentes especulativos. Pero tan innegable circunstancia no debería llevarnos a pensar que esos mercados se mueven solo por intereses y procedimientos espurios, haciéndonos olvidar que la especulación suele tener éxito cuando se enfrenta a situaciones de debilidad sustancial y, por el contrario, fracasa estrepitosamente, con altos costes para los especuladores, cuando las bases reales de las economías afectadas son firmes y estables. Algunos añaden también la sospecha, hasta ahora nunca probada, de comportamientos estratégicos en las agencias de rating, pero sin esas agencias los inversores perderían una valiosísima guía para sus inversiones. Por eso quizá solo quepa propugnar aquí un aumento de su número que evite las tentaciones del oligopolio.

En estas últimas semanas los mercados nos advertían con bastante claridad de que, si no reducíamos el actual déficit público, en poco tiempo alcanzaríamos un volumen de deuda próximo al de nuestro PIB, poniendo en graves dificultades el crecimiento de nuestra producción. También nos advertían de que la reducción de nuestro déficit público solo podía acometerse, sin poner en mayor riesgo el crecimiento de la producción, cargando la acción sobre los gastos públicos más que sobre los ingresos. Desde luego, estaban señalando que nuestra estructura administrativa territorial dificultaba mucho las actuaciones del Estado y hacía misión casi imposible lograr una reducción drástica del déficit público. Nos advertían igualmente que nuestro sistema financiero se volcaba cada día más en la financiación de la deuda pública española absorbiendo así una parte sustancial de los recursos que deberían nutrir la actividad productiva privada. Además, nos señalaban desde hace ya tiempo que la actual estructura de nuestra producción tenía escasa capacidad de creación de empleo y que esa estructura no podía cambiarse de un día a otro y sin que, además, pusiéramos en marcha reformas profundas de nuestras relaciones laborales, garantizásemos suministros más baratos y abundantes de energía, mejorásemos sustancialmente la formación y motivaciones de nuestra fuerza de trabajo, rompiésemos las barreras que cada día separan más a nuestros mercados interiores y mejorásemos la eficiencia de nuestro sistema tributario, evitando sus muchas distorsiones sobre precios y rendimientos. Y, para colmo, se daban cuenta de que no íbamos a hacer nada de eso hasta el próximo año y tan solo en el caso de que lográsemos elegir un Gobierno auténticamente nuevo y parlamentariamente mayoritario.

Por eso, descontando los factores especulativos, presentes siempre en todos los mercados, deberíamos tomar buena nota de lo que señalaban de hecho nuestras elevadas primas de riesgo porque, lamentable o afortunadamente, no podemos vivir de espaldas a los mercados internacionales de capital. No podemos prescindir de ellos porque tenemos una economía que no genera el ahorro suficiente para financiarse en solitario, ni quizá fuese bueno que se autofinanciase ahora si eso nos condujese a una tasa mezquina de formación de capital debido a nuestras reducidas capacidades de ahorro. Sin olvidar mucha prudencia en el endeudamiento externo, necesitaremos todavía del ahorro de fuera por algún tiempo si aspiramos a elevadas tasas de inversión productiva -no en construcción residencial, como en el pasado- que generen un cambio importante en la estructura de nuestra producción y nos garanticen crecimientos futuros. Pero, además y de modo afortunado, depender en medida prudente de los mercados exteriores nos integra más y mejor en el complejo mundo global que va creciendo aceleradamente a nuestro alrededor y nos garantiza, sobre todo, la existencia de una vigilancia y de una supervisión de nuestra política económica más rápida, directa y eficiente que la que hoy ofrecen las instituciones políticas nacionales o comunitarias, incapaces hasta ahora de articular las medidas que se necesitarían para superar la crisis en un plazo razonable.

De ahí que en este contexto, propio de economías abiertas e integradas, no deje de causar desazón que el Banco Central Europeo se haya lanzado a empapelar sus paredes con títulos de deuda pública de los estados sobre los que, en las pasadas semanas, recaía con mayor intensidad el escrutinio de los mercados. Aparte de que existen muchas dudas sobre si esas compras serán suficientes para encubrir por mucho tiempo las verdaderas primas de riesgo y de qué efectos perniciosos terminará teniendo su financiación con considerables masas de nuevo papel moneda, quizá estemos tratando de ocultar y desvirtuar torpemente el mejor sistema de señales que pueda advertirnos de los peligros que nos acechan. Por eso solo se justificarían temporalmente esas compras y otras medidas similares si tratasen exclusivamente de ahuyentar una especulación organizada evitando daños colaterales de importancia y no, por el contrario, de encubrir fallos de política económica consumiendo inútilmente el tiempo de que ya no disponemos.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de El Mundo.

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