Las sentencias y la historia

En los tiempos que corren, malos tiempos para el Derecho y para el Estado de Derecho, resulta necesario exponer con cierto énfasis algunas elementalidades. Por eso, en la misma línea en que me expresé en estas páginas hace casi siete meses (en tiempo no sospechoso, por tanto), me parece necesario recordar algo básico y universalmente aceptado.

Las sentencias resuelven casos reales, pero tal como son presentados a los tribunales de Justicia. En concreto, las sentencias penales, como la que ayer se hizo pública, están para decidir si a determinadas personas acusadas de ciertos hechos se les absuelve o se les condena por esos hechos y, en este último caso, a qué pena o penas se les condena. Y lo que cuenta, como elemento delimitador de la sentencia, es la acusación, con sus fundamentos fácticos y jurídicos. La sentencia es una respuesta a una determinada acusación, no un libro de investigación exhaustiva sobre un suceso. Y la respuesta a la acusación obedece a reglas jurídicas exigentes: cualquier acusación sobre hechos no seriamente fundada en pruebas concluyentes determina la absolución.

En la sentencia de ayer sobre la matanza del 11 de marzo de 2004, muchos de los acusados han sido condenados, aunque buen número de ellos por los delitos menos graves que se les imputaba y absueltos de los más graves. Y se han producido netas absoluciones que algunos «expertos» no esperaban. La sentencia es rotunda y clara sobre muchos hechos, descarta sin vacilación teorías alternativas y resuelve motivadamente. Con todo, no arroja luz sobre algunos aspectos de la matanza que en absoluto carecen de importancia. Porque los acusados como inductores han sido absueltos y no hay pronunciamientos ni afirmaciones sobre la dirección superior del atentado, que, dada su naturaleza, es altísimamente probable, si no seguro, que existió. Pero esto no es una queja ni una crítica. Porque la sentencia no podía ser, y no ha sido, un estudio histórico de aquella carnicería, con exposición de todos sus antecedentes, circunstancias y protagonistas. Ninguna sentencia penal sobre un episodio complejo pretende exponer lo que se sabe al respecto con certeza, lo que permanece en completa duda y lo que cabe conjeturar con fundamentos más o menos sólidos. El tribunal no es un equipo de historiadores, sino un colegio de jueces centrados en una acusación y en unas pruebas que se les proponen.

No hace falta recurrir a casos antiguos o extranjeros para mostrar las lógicas limitaciones, en lo histórico, de las sentencias. El proceso sobre el golpe del 23-F en absoluto se refería a todo cuanto antecedió a aquella lamentable jornada y a todo lo que ocurrió hasta el fracaso del golpe. Y la correspondiente sentencia no pretendía sentar y no sentaba toda la verdad de lo ocurrido. Docenas de libros posteriores aún no han logrado arrojar plena luz sobre aquel pedazo de nuestra historia contemporánea. Del mismo modo, no sabemos mediante la sentencia sobre el GAL la verdad completa de aquella criminal e inmoral iniciativa. Los ejemplos podrían alargarse, pero estos dos bastan.

Cuando muchos, durante la instrucción y la posterior fase de juicio oral en el macroproceso sobre el 11-M, afirmaban que la sentencia nos proporcionaría la verdad acerca de una de las matanzas terroristas más atroces cometidas en el mundo occidental, me parece que estaban mostrando un gran desconocimiento (o quizá consciente desprecio) de lo procesal y de la experiencia histórica.

Ante una sentencia de gran extensión, el día siguiente es temerariamente inapropiado para comentarla y valorarla. El análisis jurídico de una sentencia penal requiere examinar con atento detenimiento, a la luz del Derecho, la relación entre los hechos probados y las condenas impuestas (o las absoluciones). Y para opinar con solvencia sobre los hechos probados y los que no se consideran probados es preciso conocer a fondo la instrucción y haber seguido perseverantemente las sesiones del juicio. No es mi caso.

Por tanto, nada más puedo escribir sobre el contenido de la sentencia. En cambio, puedo, y pienso que incluso debo, escribir acerca del incoado uso político de esa sentencia.

Un alto cargo del Ejecutivo, precisamente el secretario de Estado de Comunicación, señor Moraleda, ejemplificó hace días lo que es un aprovechamiento partidista al atreverse a afirmar que la sentencia judicial sobre el 11-M implicaría «otra sentencia política que pondrá en la picota a quienes han hecho creer a los ciudadanos que el PSOE tenía algo que ver con esos atentados». Además -añadió el dirigente gubernamental- «España volverá a ser ejemplo en el mundo por haber resuelto el peor atentado terrorista de Europa» (esta afirmación, evidentemente desafortunada por muchos conceptos, no necesita comentario).

No ha sido nada bueno que algunos dirigentes del PP, en vez de guardar el silencio que la prudencia exigía, se hayan mostrado críticos con las tesis del Ministerio Fiscal y promotores de lo que eran o parecían ser tesis opuestas. Pero sería más grave, para la sociedad y para el Estado, que desde el «Gobierno de España» (recién autodescubierto como tal, cabe añadir) o desde sus aledaños se dedicasen importantes esfuerzos a utilizar como propaganda política la sentencia de ayer. Tenemos muy serios problemas, que nada tienen que ver con el proceso sobre el 11-M, y los ciudadanos probablemente no aprueben que un «Gobierno de España» se desvíe de lo que más les preocupa (empleo, vivienda, inmigración, seguridad ciudadana) para dedicarse a rentabilizar electoralmente una sentencia.

Hace bastantes meses, salí al paso de muchas críticas e insultos al Juez de Instrucción. Pero defendí, desde luego, la libertad de opinión y de expresión para discrepar sobre la actuación judicial. Y defiendo esas mismas libertades respecto de la sentencia ahora publicada. Aquí me urge una aclaración: mi idea de defender las libertades intelectuales no es la de nuestros talibanes de la derecha y de la izquierda, que no admiten más que el propio talibanato y sus propios pequeños dogmas. Defender la libertad supone respetar en serio sus resultados. Y mientras que eso resulta compatible con el desacuerdo, es incompatible con la injuria a quienes piensan y hablan libremente y con su descalificación sumaria a base de dardos peyorativos y despectivos, sin razonamientos.

El respeto a la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el 11-M -un respeto sincero, distinto del que algunos dispensan sólo a las resoluciones judiciales que les favorecen- no está reñido con ver ahora confirmado que esa sentencia no da respuesta a interrogantes históricos de importancia sobre aquella tragedia. Es legítimo y respetable quedarse plenamente satisfechos con la sentencia, pero también lo es pensar y decir que (como era perfectamente previsible, insisto) la sentencia no contiene toda la verdad sobre el 11-M.

Andrés de la Oliva Santos, catedrático de Derecho Procesal Univerdad Complutense.