Las sonrojantes mentiras de esta guerra

Por Daniel Ellsberg, periodista y autor de Secretos: memorias de Vietnam y los papeles del Pentágono (EL MUNDO, 31/01/04):

Después de 17 meses de seguir atentamente los esfuerzos de pacificación de Vietnam en mi calidad de miembro del Departamento de Estado, reparé por primera vez en la verdadera naturaleza del enemigo el día de año nuevo de 1967. Marchaba en cabeza junto con tres integrantes de una compañía de la 25ª División del Ejército de Estados Unidos. Nos abríamos paso a través de unas plantas de arroz bastante altas, con el agua por los tobillos, cuando cerca de nosotros, a nuestras espaldas, oímos unos disparos. Nos dimos la vuelta, dispuestos a abrir fuego. Vi a un muchacho de unos 15 años, vestido tan sólo con unos raídos pantalones cortos de color negro. Agachado, disparaba un AK-47 contra los soldados que venían detrás de nosotros. Llegué a ver a otros dos más, cuyas cabezas asomaban apenas por encima de las plantas de arroz, que también disparaban.

Habían permanecido allí, agazapados, y nos habían dejado pasar a nosotros cuatro para tener un más fácil blanco contra el grueso principal de los soldados. Nosotros no podíamos abrir fuego contra ellos porque habríamos disparado a nuestra propia compañía, muchos de cuyos disparos, sin embargo, caían directamente sobre nosotros. Me tiré cuerpo a tierra y vi que el muchacho siguió disparando durante unos 10 segundos hasta que finalmente desapareció junto con sus compañeros en la espesura del arrozal. Al cabo de un minuto, la compañía dejó de disparar en nuestra dirección y pudimos levantarnos y seguir nuestra marcha.

Aproximadamente una hora más tarde, volvió a ocurrir un incidente similar; lo único que vi en esta ocasión fue como una visión de un jersey de color negro que cruzaba rápidamente por el arrozal.Me quedé muy impresionado, no sólo por sus tácticas sino también por su actuación.

Tenía clara una cosa: eran chicos de los alrededores. Contaban con la ventaja de que conocían hasta la última acequia y la última zanja, cada planta, cada espiga de arroz y cualquier rincón donde esconderse. Como si fuera su casa. Es que era su casa. No cabe duda (pensé yo tiempo después) de que esa era la razón por la que tenían la sangre fría de aparecer por sorpresa en medio de un batallón y de abrir fuego rodeados de soldados americanos por los cuatro costados. En su mentalidad, ellos estaban disparando contra unos intrusos, unos ocupantes; pensaban que tenían derecho a estar allí y nosotros no. Habría sido aquél un buen momento para preguntarme si ellos tenían razón y si nosotros teníamos alguna razón lo suficientemente sólida para meternos en su casa a que nos dispararan.

Después de las escaramuzas, aquella misma tarde me dirigí al encargado de la radio, un muchacho afroamericano enjuto pero fuerte que parecía demasiado escuálido para cargar con los 35 kilos que pesaba el aparato, y le pregunté: «¿No te habrás sentido alguna vez como un casaca roja, por casualidad?».

Sin perder el ritmo de marcha, me contestó, con la voz entrecortada: «Llevo... pensando en ello... todo el día». Cualquiera que haya ido a la escuela en Estados Unidos habrá comprendido el motivo de la comparación. Soldados extranjeros, lejos de su patria, provistos de cascos y uniformes y cargados con un pesado equipo, tiroteados cada media hora por combatientes irregulares que no llevan uniforme y que, a un paso de sus casas, se mezclan con el resto de la población después de cada ataque.

No puedo dejar de recordar aquella tarde cuando leo que patrullas estadounidenses y británicas tropiezan con cohetes y minas por sorpresa en las ciudades de Irak. Mientras por una parte caíamos en una emboscada tras otra en los campos, por otra pasábamos por delante de aldeanos que nos podían haber avisado de que estábamos a punto de sufrir un ataque. ¿Por qué no lo hacían? En primer lugar, porque era muy probable que quienes nos atacaran fueran amigos y parientes suyos. En segundo lugar, porque, a ojos de la población del lugar, no éramos aliados o protectores (que era lo que nosotros preferíamos creer) sino ocupantes extranjeros.Ayudarnos habría sido considerado colaboracionismo, una actuación antipatriótica. En tercer lugar, ellos eran conscientes de que colaborar suponía contraer un grave riesgo ante la resistencia mientras la capacidad de los extranjeros para protegerles era prácticamente nula.

No cabría un paralelismo más exacto entre esta situación y la de Irak. En Irak, nuestros soldados siguen cayendo en emboscadas en el curso de operaciones de patrulla aparentemente diseñadas para proporcionar seguridad a la población civil. Misteriosamente, esa población no da la impresión ni por asomo de estar dispuesta a advertirnos de dichas emboscadas. Una situación así, como en Vietnam, no es más que un presagio de una carnicería interminable.En mi opinión, los soldados estadounidenses y británicos van a seguir muriendo y matando en este país hasta el último día en que se queden en él.

A medida que más y más familias de EEUU y Reino Unido sigan perdiendo seres queridos en Irak, asesinados mientras manifiestamente se dedican a proteger a una población que no parece que los quiera tener allí, esas familias empezarán a hacer preguntas. «¿Cómo nos hemos metido en este berenjenal y por qué nos empeñamos en seguir ahí?». Las respuestas a esas preguntas serán descorazonadoramente parecidas a las que la opinión pública estadounidense elaboró en el caso de Vietnam.

Trabajé a las órdenes de tres presidentes americanos -Kennedy, Johnson y Nixon- que mintieron reiterada y descaradamente sobre las razones que teníamos para entrar en Vietnam y sobre los riesgos de quedarnos allí. A lo largo del pasado año, me he visto a mí mismo en la horripilante situación de ver que la Historia se repite. Creo que George Bush y Tony Blair han mentido y continúan mintiendo sobre las razones para invadir Irak y sobre lo que iba a ocurrir a raíz de la invasión y la ocupación con la misma desfachatez con que lo hicieron sobre Vietnam los presidentes para los que trabajé.

Cuando me decidí a dar conocer a la prensa en 1971 los que finalmente se conocieron como los papeles del Pentágono (7.000 páginas de documentos rigurosamente secretos que demostraban que era falso prácticamente todo lo que le habían contado a la opinión pública cuatro presidentes norteamericanos sobre nuestra participación en Vietnam), yo ya sabía, como conocedor de las interioridades de la Administración, que ésta había sido habitualmente la pauta de comportamiento y me di cuenta de que un quinto presidente, Richard Nixon, iba a seguir los mismos pasos de sus antecesores.En el otoño de 2002, yo esperaba que hubiera en Washington y Londres funcionarios que, sabedores de que nuestros países estaban contando mentiras acerca de una guerra y una ocupación ilegales y sangrientas, consideraran la posibilidad de hacer lo que ojalá hubiera hecho yo en 1964 o 1965, varios años antes de cuando efectivamente lo hice, antes de que empezaran a caer las bombas: poner en evidencia estas mentiras con documentos.

No puedo menos que expresar mi admiración por la oportunísima y valerosa acción de Katherine Gun, la traductora del Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno que se jugó su carrera y su libertad por dar a conocer un plan ilegal dirigido a obtener el apoyo oficial y de la opinión pública en favor de una guerra ilegal antes de que la guerra hubiera comenzado. Es muy posible que su descubrimiento de un documento secreto que instaba a los servicios británicos de espionaje a que ayudaran a los de Estados Unidos a pinchar los teléfonos de todos los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con el objeto de manipular las votaciones de este organismo sobre la guerra haya sido clave para privar a la invasión de una falsa cobertura de legitimidad.

No consiguió evitar la agresión, pero era razonable que ella tuviera la esperanza de que su país no optaría por actuar como un delincuente cualquiera y de que así salvaría vidas. Ella hizo lo que estuvo en su mano. En el momento en que lo que hizo podía tener consecuencias, de la misma manera que otros deberían haber hecho algo y están todavía a tiempo de hacerlo.

No me cabe la menor duda de que, en estos precisos momentos, en lugares bien protegidos de Londres y Washington existen miles y miles de páginas de documentos (los papeles del Pentágono de Irak) cuya revelación sin autorización modificaría de manera radical el discurso público sobre si debemos seguir mandando a nuestros hijos a morir en Irak.

Hay cosas que ya han quedado claras gracias a lo que ya ha salido a la luz por medio de revelaciones no autorizadas de muchas fuentes anónimas y de funcionarios y ex funcionarios como David Kelly y el embajador norteamericano Joseph Wilson, que reveló la falsedad de los informes que afirmaban que Irak había pretendido obtener uranio de Níger, especie que nada menos que el propio presidente Bush, en su discurso sobre el estado de la Unión anterior a la guerra, dijo textualmente que había sido confirmado por los servicios británicos de espionaje. Tanto Downing Street como la Casa Blanca han estado detrás de las soterradas presiones para castigar a los autores de estas filtraciones y para impedir que hubiera alguna más, en el caso del doctor Kelly, con resultados trágicos.

Hace falta para volver a poner la política exterior bajo control democrático, pero los que lo intentan se arriesgan a ser perseguidos legalmente y a ser condenados a penas de cárcel, como le está ocurriendo ahora a la heroína Katherine Gun.

Yo tuve que hacer frente a 12 acusaciones de delitos graves y a una posible sentencia de 11 años de prisión. Las acusaciones las retiraron cuando se descubrió que, entre las medidas que había puesto en práctica la Casa Blanca, dirigidas a impedir que hubiera más revelaciones sobre las mentiras del Gobierno, se incluían hechos delictivos contra mí.

Poner en evidencia las mentiras de los gobiernos implica asumir un enorme riesgo personal, incluso en nuestras democracias. Sin embargo, ese riesgo bien puede merecer la pena cuando lo que está en juego son las vidas que se cobra una guerra.