Las Tablas de Moisés y la reforma laboral

El viejo dicho de que los árboles no dejan ver el bosque tiene una especial aplicación en la pendiente reforma laboral. Todos hablan de ella pero pocos saben realmente de qué se está hablando. Para una gran mayoría -y eso demuestra el desgaste comunicativo- la reforma es el despido libre o el despido barato. Para otros, la reforma radica en buscar unos sistemas, casi todos importados, y que haga más liviana la carga de los recursos humanos en cuanto a coste. Y para los más iniciados, la clave está en la flexibilidad interna -movilidad funcional y de condiciones laborales- en el tiempo parcial, en reforma de la negociación colectiva, etcétera. Al final, para el gran público, que, en este caso, son los protagonistas -empresarios y trabajadores-, la sempiterna reforma laboral es algo así como las Tablas de Moisés, los mandamientos inmutables de lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer. En el caso de Moisés estuvo con Jehovah cuarenta días y cuarenta noches, sin comer ni beber hasta que apareció resplandeciente ante su pueblo, descendiendo del monte, con las Tablas que contenían los Mandamientos. En nuestro caso no se ha dado el ayuno, pero sí, y de modo generoso, los cuarenta días y cuarenta noches que más bien son meses. Bueno sería el tiempo si al final apareciera Moisés con las Tablas.

¿Y qué pueden decir las Tablas? ¿Cuál es el mensaje salvador, en este caso del empleo, que casi cinco millones de personas han perdido? Y ahí es donde yo quería entrar, indagando cuál es la esencia de la reforma laboral que necesitamos. No detenerme en los árboles sino en el bosque. No entrar en puntos concretos -lo cual ya lo he hecho en bastantes ocasiones-, sino en el meollo de la cuestión. Quizá la primera y crucial cuestión sea destacar en sus justos términos el papel de los llamados empresarios y que yo denominaría mejor como emprendedores o empleadores (con terminología de la OIT). Doy por sentado el papel central que en el mundo laboral tiene el trabajador y su dignidad. Pero no me ocupo ahora de ello. Lo que resulta muy preocupante y además un obstáculo de primera magnitud para la creación de riqueza-empleo es el maleficio social que pesa sobre los emprendedores. En EE.UU. el sueño de la mayoría es «llegar a ser Rockefeller» y entre nosotros suele ser la de «acabar con Rockefeller». Es muy ilustrativa la anécdota de que cuando Mario Soares ganó las elecciones y le llamó a su colega político Olof Palme, le dijo con entusiasmo que iban a terminar con los ricos, a lo que le respondió el primer ministro sueco que lo que intentaban en su país era lo contrario: terminar con los pobres (la pobreza). Al emprendedor honesto y creador de riqueza-empleo hay que darle reconocimiento social pues de lo contrario -como ocurre entre nuestros jóvenes- la mayoría querrán ser funcionarios. Tenemos que primar entre ellos el amor al riesgo, la valentía de emprender y el aborrecimiento de la abulia, lo vulgar, lo cómodo. Y evidentemente, también hay que decirles que el premio no es sólo espiritual, anímico, sino que también es material, económico. Y eso no es malo sino todo lo contrario. Y la sociedad tiene que reconocerlo y así lo hace en el mundo anglosajón que, no por casualidad, es más próspero que el latino. No es fácil ver en España monumentos a emprendedores que han creado miles de puestos de trabajo y que casi tienen que pedir excusas por su status económico.

Dicho lo anterior y volviendo a esos mandatos supremos de las Tablas, creo que hay dos que son el basamento de todo, la esencia de esa necesaria reforma laboral. El primero radica en un enfoque global de la misma, en una filosofía que consiste en poner el empeño más en la protección del trabajador que del puesto de trabajo. Tradicionalmente, nuestras normas laborales se han dirigido fundamentalmente a la protección del puesto de trabajo por encima de todo y para ello se pone toda clase de obstáculos-protecciones a la entrada y salida del trabajo. Así, tenemos una hipertrofia de contratos, con mandatos legales minuciosos de cuándo y cómo pueden utilizarse, con penas radicales si no se siguen las instrucciones; fundamentalmente, con la conversión del contrato en fijo, si no se cumplen los requisitos que se imponen. Y, como siempre ocurre en la vida, contra más entusiasta es el intervencionismo más frecuentes son las vulneraciones. Y, buena prueba de ello son ese ¡treinta por ciento! de trabajadores temporales que son una vergüenza para todos y una cruz para los que trabajan en esas condiciones. Por eso, el contrato único de trabajo merece la pena ser analizado. A continuación vienen los obstáculos-protecciones para modificar las condiciones en que se presta el trabajo porque así -se piensa- se protege mejor el puesto de trabajo. Y es que nuestra normativa es bastante rígida en cuanto a modificación de funciones, jornada, sistemas de remuneración, etcétera. Lo cual lleva a destrucción del empleo. Y, finalmente, la protección se hipertrofia en la salida del trabajo. Dificultades en los despidos, sobre todo los objetivos, y altas indemnizaciones de cese si las comparamos con las europeas. Bien es cierto que se ha dado en la práctica una perversión de la ley pues lo que ésta dispone para los despidos objetivos (por causas económicas u organizativas) de 20 días de indemnización, se desliza a 45 o más. Pero así es. Yo no estoy ahora defendiendo cuál debe ser el módulo indemnizatorio, sino que me estoy refiriendo al enfoque, a la centralidad de una política laboral respecto a la entrada y salida del trabajo. Y en esa tesitura digo -y lo dice la OCDE con energía- que es preferible proteger al trabajador de modo efectivo que al puesto de trabajo de modo artificial. ¿Y cómo se logra eso? Pues con la llamada flexiguridad que yo asentaría en tres grandes pivotes: a) La empleabilidad de los trabajadores, de modo que tenga una extensa polivalencia a través de una intensa formación, lo cual facilita la movilidad profesional; b) La flexibilidad en la entrada, en la vida del contrato y en la salida del trabajo y c) Políticas activas protectoras del trabajador en caso de paro.

El segundo gran mandamiento al que me quería referir y que tiene una enorme potencialidad una vez aceptado, radica en la flexibilidad y comprensión de la ley y del convenio colectivo (a veces más «tirano» que la ley) hacia las cambiantes situaciones de las empresas. Nuestro aparato normativo tiende a fijar unos mandatos inmunes a la situación real -económica y organizativa- de la empresa, con lo que muy frecuentemente actúan a modo de corsé de hierro que acaban asfixiándola. Hay que hacer un gran esfuerzo para que por el contrario ese corsé -que cumple el loable propósito de que no vivamos sin reglas justas y seguras- sea flexible, adaptable. Si una empresa atraviesa momentos difíciles o emprende un proyecto de modernización tecnológica tiene que encontrar en la ley y en el convenio una respuesta comprensiva a las necesarias modificaciones -salariales, de jornada, de polivalencia, etcétera- que conlleva la situación empresarial. Y si no es así, la empresa tendrá graves dificultades de supervivencia en un mundo ferozmente competitivo. Si no vamos por esa dirección, entonces las Tablas de Moisés en vez de vivificar acabarán matando por rigidez pétrea.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, catedrático de Derecho del Trabajo y Vicepresidente del Foro de la Sociedad Civil.