Las tauromaquias como paradigma

El Sr. Chaves, presidente de la Junta de Andalucía, acaba de descubrir, con la inestimable ayuda de la ingrata experiencia sufrida por el ya ex ministro de Justicia Sr. Férnández Bermejo, y no ha tenido reparo en proclamar, lo que sin duda le honra porque no era fácil hacerlo desde su posición institucional, que es un auténtico disparate exigir a los aficionados a la caza que se provean por anticipado de 17 licencias, una por Comunidad Autónoma, si no quieren verse un día frente al dilema de tener que elegir entre rechazar una eventual invitación para disfrutar del hecho cinegético fuera del lugar de su residencia habitual o arrostrar el riesgo de ser sancionado y públicamente vilipendiado por cazar en el territorio de una Autonomía ajena sin la preceptiva licencia de ésta.

Yo no soy aficionado a la caza, pero venía pensando desde hace tiempo algo parecido al ver la proliferación de reglamentos taurinos, aunque no me atrevía a decirlo por temor a que no se considerase políticamente correcto hacer este tipo de críticas al Estado de las Autonomías, que tan profundas raíces ha echado ya entre nosotros. El ejemplo del presidente andaluz me ha liberado de esa preocupación y me ha animado a poner por escrito mis reflexiones sobre las tauroautonomías ahora que sé que voy en buena compañía y que no me calificarán por ello de centralista o de algo peor.

Las tauroautonomías no las inventó la Constitución, ni mucho menos. Tampoco los Estatutos de Autonomía hicieron la más mínima referencia a los festejos taurinos, a los que se hizo alusión por vez primera en los Decretos de traspaso de funciones y servicios en materia de espectáculos públicos en todos los cuales se preservó la vigencia del Reglamento de Espectáculos Taurinos de 15 de Marzo de 1962 dejando en manos de las Comunidades Autónomas solamente la competencia para su aplicación, con excepción de las facultades de suspender o prohibir los espectáculos y de clausurar, en su caso, las plazas y locales en que pudieran celebrarse por «razones graves de seguridad u orden público», que el Estado retuvo para sí.

A nadie le pareció mal entonces esa solución y todo siguió funcionando pacíficamente sin la más mínima protesta con un único Reglamento taurino hasta la promulgación de la Ley de 4 de Abril de 1991, de potestades administrativas en materia de espectáculos taurinos, que despertó repentinamente un extraordinario e insospechado fervor tauroautonómico.

¿Tal mal lo hizo el legislador estatal? En absoluto. La citada fue -y es- una excelente Ley, que, además de devolver la Fiesta al campo de la legalidad del que fue expulsada por la Real Cédula de Carlos IV de 10 de Febrero de 1805 nunca derogada expresamente, acertó a reducir a sus justos límites el intervencionismo gubernativo en los festejos taurinos y puso especial empeño en garantizar el derecho de los espectadores a «recibir el espectáculo en su integridad», que es lo que realmente justifica y reclama esa intervención. Tuvo, eso sí, la debilidad de incluir -todavía no puedo adivinar por qué- una disposición adicional admitiendo que «lo establecido en la presente Ley será de aplicación general en defecto de las disposiciones específicas que puedan dictar las Comunidades Autónomas».

Esta condescendiente disposición fue entendida por nuestros reyezuelos autonómicos como una auténtica invitación a la acción. No necesitaban para nada un Reglamento taurino propio porque no tenían ningún problema peculiar y distinto que resolver en sus respectivos territorios, como lo prueba su pacífica aceptación año tras año y feria tras feria del viejo Reglamento estatal de 1962, pero ¿por qué renunciar a elaborar un Reglamento sólo suyo, aplicable y reformable a su voluntad, si el propio Estado les daba vía libre para hacerlo? No tenían, desde luego, nada nuevo que decir, ni, menos aún, algo mejor, pero ¿qué podía importar eso? Lo que realmente importaba -e importa- es tenerlo y, eso sí, que sea distinto del estatal, un poquito por lo menos ¡Cuesta además tan poco trabajo! Todo se reduce a coger el Reglamento estatal y añadirle, quitarle o cambiarle cuatro cositas de nada, de esas que cualquier aficionado improvisa en las tertulias mientras se toma una copa. Y si de paso se puede cumplir con los amigos limando algunas aristas, mejor todavía.

Así surgió, primero, el Reglamento de Navarra, aprobado por Decreto Foral 249/1992. A éste le siguió el del País Vasco de 1996, que acaba de ser sustituido por el Decreto 183/2008. El tercero es el de Aragón (Decreto 223/2004), de donde la epidemia, que se había mantenido hasta ese momento dentro de unos límites geográficos muy definidos, saltó ni más ni menos que a Andalucía, que aprobó el suyo por Decreto 68/2006, lo que terminó de animar a Castilla y León, que es también tierra de toros y toreros, a aprobar por el Decreto 57/2008 su propio Reglamento.

Merece la pena repasar, aunque sea brevemente, el contenido de estos cinco reglamentos, porque en ellos se refleja con toda nitidez como en un espejo el rostro estólido y deforme de este Estado de las Autonomías, que la voracidad insaciable de unos y la irresponsabilidad de otros, a los que sólo les importa amarrar el poder cualquiera que sea el precio, ha terminado por formar.

Si todavía alguien cree que la autonomía y la libertad van de la mano, como ingenuamente pensamos muchos hace 30 años, la lectura de esos Reglamentos le sacará definitivamente de su engaño. Le bastará, en efecto, comprobar que todos ellos han restablecido con rara unanimidad la vieja exigencia de la autorización gubernativa previa a la que estaban sometidos todos los festejos taurinos sin excepción, una autorización que la ley estatal de 4 de Abril de 1991, más respetuosa con la libertad, en este caso la de empresa, y con el principio de proporcionalidad al que hay que ajustar obligadamente cualquier intervención de la autoridad, había restringido a los festejos que hubieran de celebrarse en plazas portátiles o no permanentes, conformándose en los demás casos con la mera comunicación por escrito del propósito de celebrarlos.

La adaptación general de nuestro ordenamiento jurídico a la Directiva de Servicios 123/2006, que tiene que completarse antes de que termine el año en curso, nos devolverá ese trocito de libertad que tan gratuitamente nos quitaron los flamantes Reglamentos autonómicos.

Si esta aportación es negativa, la creación por los Reglamentos en cuestión de Registros autonómicos de Profesionales Taurinos y de Ganaderías de Lidia resulta sencillamente esperpéntica, supuesto que tales Registros ya existían con ámbito estatal desde la Ley de 4 de Abril de 1991. ¿Para qué quiere el País Vasco tales Registros si pueden contarse con los dedos de una sola mano los profesionales y las ganaderías existentes en su territorio? ¿Qué sentido tiene que el Reglamento navarro establezca que para actuar en la Comunidad Foral es requisito sine qua non estar inscrito en el Registro de Profesionales de la misma? ¿Prescindirían los navarros de incluir en los carteles de San Fermín a las figuras del momento por no estar inscritas en su Registro? ¿Para qué entonces tanto aparato?

Más de uno diría que, aunque ciertamente esperpéntico, lo que acabo de decir carece de importancia. No la tiene, en sí mismo, desde luego, pero sí como ejemplo del habitual modo de hacer de los gobernantes autonómicos a los que lo único que parece interesarles es reproducir en su territorio estaditos completos que tengan todos los chismes, buenos y malos, que hay dentro del Estado, por ridícula que pueda llegar a ser esa colección de miniaturas.

Más que simbólica, sin embargo, es la importancia de la diferente regulación que en los Reglamentos autonómicos se hace de las garantías de la integridad del espectáculo que la Ley estatal de 4 de Abril de 1991 establece.

No puedo entretenerme aquí y ahora en exponer en su detalle el sistema. No hace falta tampoco. Bastará recordar que el ganado de lidia procede de unas pocas Comunidades Autónomas y que se celebran festejos taurinos en toda España.

El mercado es único y únicas también tienen que ser necesariamente las reglas por las que se rige. Si la responsabilidad de la custodia del ganado durante su transporte y en el tiempo que permanece en la plaza de destino se regula de distinta manera en cada Comunidad Autónoma, es obvio que no podrá exigirse responsabilidad ni a los ganaderos, ni a los empresarios, ni a las autoridades por el eventual afeitado de las reses. Pues esto es exactamente lo que resulta de las tauroautonomías.

Si el Reglamento andaluz permite embarcar los toros en el campo sin precintar los cajones, ¿cómo podrá responsabilizarse en Aragón y en el País Vasco al empresario so pretexto de que los toros quedan bajo su custodia desde que llegan a la plaza? Tampoco al ganadero podrá exigírsele en estas Comunidades Autónomas responsabilidad alguna, ya que desde que las reses se desembarcan en la plaza es el empresario quien debe custodiarlas.

Todo vale. Nadie es responsable. La diversidad de regulaciones conduce al barullo y éste asegura la impunidad cuando entran en juego varios Reglamentos autonómicos. Y cuando todo se desarrolla en el interior de una misma Comunidad el Reglamento de ésta (el de Andalucía en concreto) también se encarga de garantizar la impunidad del ganadero, porque se deja en sus manos la práctica del decisivo reconocimiento post mortem, que en los territorios en los que se sigue aplicando el Reglamento estatal depende, como es lógico, de la autoridad. Como esto supone un riesgo, el Reglamento andaluz se ha apresurado a eliminarlo: el reconocimiento post mortem, que es el único que permite comprobar con toda seguridad si se han producido manipulaciones fraudulentas, sólo podrá practicarse con las reses que hubieren suscitado sospechas en los reconocimientos previos y el ganadero se hubiese empeñado en lidiar. Con no empeñarse todo arreglado.

No se trata sólo de la licencia de caza del Sr. Fernández Bermejo.Son muchas cosas más. Lo fue hace unos años y lo sigue siendo el urbanismo, que en esta fase de autonomías a ultranza ha dado frutos tan poco ejemplares como el de Seseña. Y el escándalo de la insolidaria disputa por el agua, que no se permite que vaya a quien la necesita, aunque termine perdiéndose en el mar la que sobra. Y la violencia egoísta de la imposición en las escuelas contra viento y marea de las lenguas co-oficiales. Todo siempre en beneficio de los que mandan y de sus amigos, nunca en el del conjunto de la sociedad.

Las tauroautonomías a las que acabo de referirme son ejemplo, compendio y espejo de este desmadre general en el que ha venido a parar lo que con tanta ilusión se inició 30 años atrás.

Menos mal que las reglas de la economía las establece la Comunidad Europea y las del fútbol están bajo el control de la FIFA. Si no fuera por esto, las porterías y los balones tendrían en cada Comunidad el tamaño que quisieran sus gobernantes y nos expulsarían de la Champions. Al menos esto se encuentra a salvo.

Tomás Ramón Fernández, abogado y miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.