Las terceras... y quizás las cuartas

Cuando se tiene la oportunidad de escribir desde una tribuna como la de EL ESPAÑOL, la primera preocupación es interesar a los lectores, lo que implica ser original. Para empezar, original con respecto a uno mismo, no calcando descripciones ni argumentos ya usados, aunque se mantengan principios y criterios. Por eso, cada vez me parece más difícil innovar opinando sobre política en una coyuntura tan estancada como la actual donde desde hace meses los primeros actores se tambalean lentamente como boxeadores acobardados que no se atreven a librarse del abrazo de los otros por miedo a recibir el primer golpe (sirva como prueba que esta metáfora creo que se la leí a alguien).

Confesando pues mi falta de imaginación para no repetirme, pido comprensión para hacerlo a conciencia, volviendo sobre algunos de mis artículos de los últimos meses para analizar si “a mismas causas, mismos efectos”. Ya que apenas ha cambiado nada desde el 20-D (salvo la indignación ciudadana, que aún habrá de crecer, tras pasar por la perplejidad y la frustración que anunciara el director de este periódico), veamos si siguen valiendo las opiniones y sugerencias que me permití exponer o, si por el contrario, se ha demostrado que los diagnósticos erraban y harían falta otros remedios.

Con deformación ingenieril, cuando reflexiono sobre política estimo “a ojímetro” un porcentaje de probabilidad de que sucedan los distintos escenarios que se van abriendo. En la misma noche del 20-D supuse –como muchos otros– que lo más verosímil (probabilidad > 50%) era que volveríamos a las urnas, aunque no me pareciera una opción deseable. Así que propuse que esa legislatura corta podría al menos ser muy útil si sirviera para empezar a retirar las principales rigideces que dificultan la reforma de nuestro sistema político.

Defendí en particular que se adoptara una ley electoral más proporcional, ya que la razonable virtud de favorecer la gobernabilidad que hasta ahora proporcionaba el sistema actual se desvirtúa en un entorno tri o tetrapartidista, donde el primer partido ya no alcanza ni roza la mayoría absoluta y, sin embargo, se producen importantes diferencias de votos para conseguir un acta de diputado, y casi se ha llegado al absurdo de que el segundo partido en las urnas hubiese sido el tercero en escaños. Más acusado es el efecto en el Senado donde un ganador con menos de un tercio de los votos logra dos tercios de los escaños que le permitirían bloquear cualquier reforma constitucional.

Pensaba y sigo pensando que no se trata tanto de que sea imprescindible enmendar nuestra Carta Magna (mucho se puede resolver “solo” legislando y gobernando con acierto) como de saber que, si se intentara, ningún partido podría aprovecharse de la ventaja en escaños que hubiera logrado con una ley electoral desprestigiada. Un sistema bastante más proporcional resultaría un potente catalizador para que los partidos ganaran en confianza para pactar (al perder una poderosa razón para resistirse a hacerlo). Y, si el bloqueo persistiese, un cambio constitucional para que la moción de censura a un gobierno no resultara tan difícil, resultaría más asequible.

Intenté explicar que esa reforma electoral era posible porque las Cortes Generales pueden legislar aunque el Gobierno esté en funciones, y que el Ejecutivo solo puede frenar aquellas propuestas que impliquen más gasto o menos ingresos, pero no disposiciones de estricto contenido “político” como es una reforma electoral. Además había suficiente tiempo para tramitar esa ley. En efecto, una semana después de constituidas las cámaras ya están formados los grupos parlamentarios, puede pues reunirse la Junta de Portavoces (la Mesa se conforma desde el primer día de la legislatura) y por lo tanto pueden inmediatamente fijarse órdenes del día para plenos.

Así, aun contando con un gobierno poco interesado en que se legisle (apurando sus plazos para emitir sus informes no vinculantes) y un Senado que también agotara plazos y se opusiera a las reformas del Congreso, apenas dos meses son suficientes según la normativa para tramitar un ley en lectura única y por el procedimiento de urgencia. Se trata pues de un procedimiento expeditivo (plazos abreviados y examen directamente en pleno sin pasar por comisión) pero que puede resultar adecuado para un cambio que exige movilizar voluntad política al más alto nivel pero que técnicamente solo supone reescribir unas pocas frases de la legislación electoral.

Nada de esto se produjo. Y, sin embargo, se registraron por parte de todos los partidos (salvo por el PP que buscaba deslegitimar las funciones del Parlamento y ya tenía al ejecutivo en funciones para continuar su propaganda) decenas de proposiciones de ley con impacto económico y por lo tanto sin posibilidad de prosperar antes de conformarse un gobierno. También se aprobaron algunas proposiciones no de ley que vinieron a usarse como notas de prensa impresas en el Boletín Oficial de las Cortes. Así que en abril ya me pareció que unas terceras elecciones empezaban a apuntar en el horizonte.

Con los resultados del 26-J, estimé esa probabilidad en “solo” un 30%. Fui optimista puesto que casi todo seguía igual: se trataba de los mismos cuatro candidatos, que no habían sido capaces de acordar nada en seis meses (salvo un hoy postergado Pacto del Abrazo), que en la misma noche electoral dejaron claro que no asumían ninguna responsabilidad al no poner su cargo a disposición (pese a que tres –cuatro contando con Garzón- perdían votos desde el 20-D, y el otro remontaba respecto a diciembre pero seguía hundido respecto a los resultados que en 2011 le habían permitido gobernar), y que los pactos posibles siguen siendo los mismos (hace falta que tres se pongan de acuerdo salvo que lo haga el PP con el PSOE o con Podemos).

Aun así, creí que la vuelta a las urnas en otoño se alejaba algo más cuando la presidenta del Congreso sumó más de 176 votos (entre apoyos y papeletas en blanco) para resultar elegida, pero mi indicador de terceras elecciones se disparó de nuevo a más del 50% con lo sucedido desde que el rey designó candidato a la investidura: la persistente falta de diálogo sustancial entre los partidos y, sobre todo, la postura cuasigolpista de Rajoy y su secuaz Pastor inventándose un hueco entre los artículos 99.1 (designación del candidato) y 99.2 (que habrá de someterse a un debate de investidura) de la Constitución, para secuestrar nuestra democracia desde un gobierno en funciones que virtualmente han convertido en eterno.

Esta segunda legislatura breve que podemos estar atravesando apunta a que volvería a ser fallida tanto en que no se aprobara ni una sola ley como en que no se renovara ninguno de los cabezas de cartel (cuesta llamarlos líderes). Parece que las cúpulas de los partidos seguirán negándose a considerar prioridades y planes B, de manera que cuando llega la disolución de las Cortes, se convocan inmediatamente elecciones, hay que registrar las listas electorales en veinte días y “resignarse” a que no da tiempo a renovar candidaturas convenientemente.

En estas circunstancias, no solo creo ya que vamos de cabeza a las terceras elecciones sino que me atrevo a decir que hay al menos un 20% de acabar en unas cuartas (y con eso batir el récord belga de gobierno en funciones). Obviamente quien menos teme esto es Rajoy, no tanto porque pueda esperar que suba su apoyo electoral (aunque bajara podría decir que en otras ocasiones otros perdieron votos y tampoco se fueron) sino porque él y los ministros que le van quedando siguen en sus puestos sin la molestia de legislar, rendir cuentas al Parlamento, y con el chollo de unos presupuestos prorrogados que suponen mecánicamente reducir el gasto (a poca inflación que haya, ya que las cuentas están aprobadas en términos nominales) echando la culpa a los otros.

¿Qué puede hacer cada partido para romper el bloqueo? El PP, dejar de engañar con que la única opción para evitar elecciones es entregar el gobierno a Rajoy sin discusión. Todos, articular sin complejos sus prioridades, que no se observaban por ejemplo ni en la abstención regalada de Ciudadanos ni en la negativa incondicional del PSOE o Podemos. Deben por el contrario exponer claramente cuánto valdría su sí o una abstención ante las distintas opciones de gobierno.

Las condiciones de Rivera para negociar la investidura de Rajoy me parecen, no obstante, un equívoco paso. ¿Cómo se puede pedir que sea garante por ejemplo del primer punto (“separación inmediata de cualquier cargo público imputado por corrupción”) quien preside desde hace doce años un partido que se encuentra precisamente ahora imputado por varias causas de financiación ilegal? Que se trate del candidato propuesto por el rey no lo blanquea de su historial político, cuando se trata además de una opción por defecto (el representante de la lista más votada) para activar los plazos ante la absoluta falta de acuerdo que el monarca constató en sus consultas.

Además, debemos huir de la trampa del “consenso”, que tantas veces sirve para que una minoría bloquee, o incluso para que una mayoría prometa más de lo que puede sabiendo que habrá una minoría que lo impida. Es responsabilidad de cada uno dejar de registrar en las Cortes iniciativas que no pueden prosperar y atreverse sin embargo a insistir en una reforma como la de la proporcionalidad electoral que puede ayudar a sacarnos del callejón sin salida, aunque siempre habrá quien venga a criticar que es oportunista cambiar las reglas del juego.

Volviendo a las condiciones de Rivera, más seguro que Rajoy prometa que de ser investido reformaría la ley electoral para ganar proporcionalidad (eso mismo formó parte del pacto entre Clegg y Cameron, que buscó luego cómo librarse de cumplirlo) es registrar una proposición de ley al respecto que podría ser aprobada en menos de un mes (si el Gobierno en funciones y el Senado no lo frenan), dado que las Cortes están en plenas funciones. Y así quedaría claro a priori quién está dispuesto a comprometerse en la regeneración democrática.

También debería cada partido aclarar qué haría frente a su parte del fracaso exigiendo la dimisión de sus dirigentes cuando quedara claro que vamos a unas terceras elecciones (asumo que ninguno se irá antes para facilitar el acuerdo). Sin esperar a una investidura milagrosa de último minuto (ya vemos la inestabilidad que ha supuesto en Cataluña) sino repartiendo razonablemente los dos meses desde la primera votación hasta la disolución: por ejemplo, unas cuatro semanas para seguir buscando una alternativa, y otras cuatro para renovar con tiempo y garantías programas y candidatos.

¿Y qué podemos hacer los ciudadanos? Pues vuelvo a repetirme, esta vez literalmente: acudir a las urnas pese a todo, militar en los partidos aunque solo sea para votar cuando toca elegir programas y candidatos (el moderado coste de afiliarse es poco ante lo que acaba costándonos la mala oferta política que sufrimos), y leer o releer la Constitución para conocer de primera mano las normas del juego y pensar incluso cómo nos gustaría cambiarlas.

Víctor Gómez Frías, profesor en ParisTech, es militante del PSOE y consejero de EL ESPAÑOL.

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