Las trampas del bilingüismo

Uno no sabe si la mejor receta política para este país es hoy el federalismo ni tampoco si el federalismo requiere el bilingüismo. De lo que estoy seguro es de que el fomento de las lenguas de España no se ha orientado tanto a fundar un Estado federal, como a hacerlo imposible. Uno se teme que, en este punto, los padres de nuestra Constitución pecaron de ingenuidad o de infundado complejo de culpa por los pecados franquistas. Bastantes no comprenden todavía que nuestros nacionalistas profesan un nacionalismo lingüístico, es decir, que su política lingüística ha sido y es el arma básica para resaltar su diferencia y lograr la secesión política anhelada.

Claro que el bilingüismo real entre nosotros se presenta en grados diversos, en unos lugares bastante y en otros casi nada. En el caso extremo, el catalán, al bilingüismo real se superpone incluso un monolingüismo oficial. Pero, en todos ellos, los partidos o Gobiernos nacionalistas del lugar han cultivado en exclusiva la llamada “lengua propia” (particular o peculiar), aunque fuera la “propia lengua” de pocos de sus habitantes. Esas políticas lingüísticas no han nacido, pues, del bilingüismo efectivo, sino de que no lo había en la cantidad deseable para los devotos de Arana o Pompeu Fabra y para que lo hubiera.

Por eso no puede ser indiferente al proyecto de un Estado federal el modo como se ha instalado, recuperado o reforzado tal bilingüismo. Se diría primero que esas políticas lingüísticas rivalizan en engañar a la ciudadanía por múltiples vías. Así, han extendido el indiscutible derecho de los hablantes de su lengua particular al más que discutible derecho de quien desea aprenderla por capricho. O sea, han subordinado necesidades más amplias, graves y urgentes de la población a necesidades imaginarias de una parte menor de esa población. Han apelado a razones históricas, como si el pasado —a menudo fabuloso— tuviera derechos sobre el presente. Han tratado como cosa propia de filólogos, historiadores o eruditos locales lo que es ante todo una cuestión de moral pública: de justicia lingüística. Han pretendido ignorar que el castellano no sólo es la lengua común de todos, sino también la más común en las comunidades dotadas de otra distinta. Y apenas quedan sedicentes progresistas que no hayan sucumbido a proclamas tan reaccionarias.

Un efecto inmediato de tales premisas es la hipocresía allí reinante. Si lo que importa de una lengua no es su gramática ni cuántos dicen conocerla, sino su uso real, toca desvelar esa falsa apariencia en el País Vasco. Según estudios fiables, sólo el 13% de su población recurre habitualmente al euskera, mientras en sus territorios (salvo Guipúzcoa) los usuarios descienden a la mitad de esa proporción y en sus capitales (menos San Sebastián) a una minúscula mitad de esa mitad. No extrañará que el año 2011 suspendiera el 91 % de los funcionarios llamados a acreditar un dominio mínimo de su “lengua propia”. Más equilibrada distribución se observa en Cataluña, aunque el uso del catalán alcance un 36% y el castellano predomine con ventaja en todos los ámbitos..., excepto en las relaciones civiles con la Generalitat. Ello no obsta para que estas y otras comunidades den la impresión de un bilingüismo sin fisuras. Publicaciones oficiales, rótulos viarios, topónimos, pancartas reivindicativas, etc. figuran en dos lenguas, por más que la mayoría sólo conozca o emplee una de ellas. O figuran sólo en una, que provocativamente no es la española.

Más allá de la sangría multimillonaria de sostener este bilingüismo de cartón piedra, lo peor es la incalculable injusticia pública de cada día y el sufrimiento que origina. Pongamos el sacrificio de generaciones en este altar educativo de la construcción nacional al que los padres envían a sus hijos por mandato legal (Cataluña) o por timorata decisión personal (Euskadi). Añádase el abuso asimismo consentido en el acceso al empleo público. Que se publiquen esos baremos para la selección del profesorado universitario, en que algún vago certificado de aptitud lingüística otorga al candidato mayor mérito que cualquier otro. Ahí tienen la sanidad vasca, en que el médico aspirante más euskaldún parte con una ventaja insalvable frente al más cualificado. O las atenciones de la sanidad de Cataluña, donde el personal “siempre hablará en catalán, independientemente de la lengua que utilice su interlocutor”, incluso cuando el paciente tenga “cierta dificultad” de comprensión.

¿Bilingüismo?; vale. Pero que sea un bilingüismo verdadero, y no ficticio; libre, y no forzoso.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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