Las «treguas» de ETA

Por José Antonio Zarazalejos, director de ABC (ABC, 12/03/06):

Internarse en la lógica de los terroristas para tratar de desentrañar el significado de sus atentados suele constituir un inútil esfuerzo intelectual. En todo caso, no deberíamos estrujarnos las meninges. ETA perpetra atentados, sin víctimas mortales por el momento, bien por que está -según su malhadada jerga- en un proceso de acumulación de fuerzas que antecedería a un gesto conciliador, bien porque ha decidido no corresponder a las expectativas suscitadas acerca del principio de su fin. Tanto en la tregua que declaró el 9 de enero de 1989 -primero de quince días y luego prorrogada por sesenta más- y que dio origen a las conversaciones de Argel, como en la indefinida que anunció el 16 de septiembre de 1998, la banda terrorista actuó de forma táctica, es decir, instrumentando el paréntesis criminal como un medio más de su lucha. Ni en 1989 ni en 1998 la banda terrorista se planteó, ni lo hizo a sus interlocutores, un abandono definitivo de las armas, sino que el parón criminal lo concibió como un episodio de reclamación in voce de sus propósitos políticos. Por eso, y como quiera que ETA se repite trágicamente a sí misma, no hay que descartar que, como esperan muchos, la banda haga ese gesto después de haber acumulado fuerzas mediante el incremento de la coacción a los empresarios y profesionales del País Vasco.

Los prolegómenos de las dos treguas anteriores resultaron particularmente trágicos y sangrientos. Durante 1988, los terroristas golpearon sin piedad y declararon la tregua por la presión del Gobierno francés, que ofreció el escenario argelino para una «solución dialogada» en los términos previstos en el pacto de Ajuria Enea, suscrito por todos los partidos, en cuyo punto décimo se brindaba esa oportunidad a la banda si ésta mostraba una «clara voluntad de poner fin» a la violencia y ofrecía «actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción». En 1998, la tregua de ETA formaba parte de los compromisos, abiertamente subversivos, que pactó en Estella con el PNV y EA. Desde su declaración por los terroristas en septiembre de ese año, precedida de una espiral terriblemente sangrienta, hasta el primer y único encuentro de los representantes del presidente del Gobierno con los dirigentes etarras, mediaron muchos meses porque el entonces presidente Aznar advirtió en la conocida como declaración de Lima que ETA no merecía el «beneficio de la duda». Sólo cuando el Ejecutivo comprobó que la denominada tregua se prolongaba en el tiempo decidió mover ficha. Y fue en el contexto de un paréntesis criminal prolongado, declarado unilateralmente por la banda terrorista, en el que Aznar hizo determinados gestos que, a la postre, se revelaron inútiles. Si de acudir a las hemerotecas se trata, bastaría con hacerlo a la del diario Gara -ediciones correspondientes a los días 1 de mayo de 2000 y siguientes- para comprobar cómo los propios terroristas afirman que los representantes gubernamentales se negaron a admitir cualquier reivindicación de carácter político. Y si persistiesen las dudas, el Gobierno de Rodríguez Zapatero siempre podrá desclasificar los documentos necesarios en los que constan datos desconocidos, aunque no sorprendentes, de esa reunión en Suiza.

Ahora los términos iniciales de la cuestión son muy distintos a los de 1989 y 1998. La diferencia sustancial es que ha sido el Gobierno el que ha publicitado, incluso institucionalizado en el Congreso de los Diputados, una disposición a dialogar con ETA si desde la banda terrorista se ofrecen determinadas condiciones, siendo la esencial la del abandono definitivo de las armas. El error del presidente del Gobierno no reside en su deseo legítimo de acabar con la delincuencia etarra, sino en el procedimiento utilizado para lograr unas condiciones idóneas para alcanzar ese propósito. Si sirviese el símil taurino, Rodríguez Zapatero se ha encarado con ETA a porta gayola como lo haría un matador el día de su alternativa en Las Ventas. O en otras palabras: se ha expuesto demasiado, debilitando extraordinariamente su posición tanto al prescindir del apoyo del Partido Popular, previa ruptura del Pacto antiterrorista, como al optar por el conocimiento público de su propósito en vez de hacerlo por la discreción más absoluta. Como resultado de esas dos opciones, la banda terrorista se siente en una posición mucho menos subordinada de lo que estaba antes y, sobre todo, se percibe con una inusitada capacidad para condicionar la agenda política del Gobierno y de la vida política española.

Al margen de esos errores metodológicos que han permitido al entorno de ETA ganar el terreno que había perdido, mostrando auténtica impermeabilidad a los gestos persuasivos del presidente del Gobierno, el problema insorteable en este trágico asunto consiste en la imposibilidad absoluta de que la banda terrorista renuncie a las armas sin la consecución previa de alguna de sus reivindicaciones políticas. Porque la delincuencia terrorista en el País Vasco está inserta en un irredentismo nacionalista del que ETA forma sólo una parte, pero en el que se siente legitimada. Quiere, en consecuencia, que se le reconozca su razón; que se le atribuya formalmente su contribución esencial a la construcción nacional vasca; su aportación definitiva a la llamada territorialidad y su concurso histórico al reconocimiento del derecho de autodeterminación del pueblo vasco. El fondo de la cuestión -que lo fue para el presidente González, para Aznar y lo será para Rodríguez Zapatero- estriba en que los terroristas se creen factores legítimos de una lucha nacional contra España, sea como Nación, sea como Estado. Si el Gobierno socialista supone que el agotamiento de la que ellos denominan lucha armada hará desistir a ETA de este planteamiento, se equivoca. Lo demuestra el hecho incontrovertible de la deriva mafiosa de los etarras -por cierto, parecida a la de los terroristas del IRA- que aplican un modus operandi convencionalmente terrorista pero que en realidad les proporciona un modus vivendi propio de la delincuencia siciliana.

El pronóstico, no obstante, según el cual la banda terrorista proporcionará el traído y llevado gesto, puede no ser desacertado si se repara, además, en la capacidad tradicional de oportunismo que ha distinguido a ETA. España atraviesa por una auténtica crisis de su cohesión nacional a propósito de un distócico proyecto de Estatuto catalán y en ella los terroristas encuentran suficientes contradicciones internas como para hacer medrar sus proposiciones. La coyuntura, pues, les es propicia por partida doble: el Gobierno se ha confundido en el método y ha impulsado, atrapado en su minoría parlamentaria que salvan los nacionalismos diversos en el Congreso, una revisión encubierta del sistema que podría augurar una ganancia de pescadores en el río revuelto de la España de 2006 en la que la memoria histórica, desde luego selectiva, provoca hipótesis de inquietantes enfrentamientos. ETA se añade a ellos, los fomenta y los radicaliza.