Las tres crisis

Los latinos decían trivium, y nosotros, los españoles, «trivio»: punto en que confluyen tres caminos. Pues bien, España se encuentra en este momento en un trivio. En un trivio crítico, porque cada camino corresponde a una crisis: crisis económica, crisis política y crisis constitucional. De la primera no les voy a hablar, no porque no sea importante, sino porque es imposible hablar de todo. Pondré el acento en las otras dos, íntimamente conectadas entre sí y también con la económica.

Después de las generales del 2011, se han celebrado tres elecciones de formato grande: las autonómicas andaluzas (marzo del 2012), y las vascas y gallegas. Las tres ofrecen un balance claro: deserción del centro, entendiendo por tal el centro derecha y el centro izquierda. Las andaluzas se saldaron con una repetición de los pobres resultados obtenidos por el PSOE en las legislativas, y un descenso importante del PP. Ya sé que no es correcto comparar cantidades heterogéneas: ya sé que unas autonómicas no son unas generales. Pero se daba una circunstancia no baladí: y es que poco antes de los comicios el Gobierno había decretado, haciendo violencia a su programa y sin previo aviso, un aumento del IRPF. Esto, más una concentración del retroceso popular en las zonas más industriosas y dinámicas de la región, autorizó a sospechar que muchos andaluces (cientos de miles) se habían quedado en casa por motivos, por así llamarlos, fiscales. Una protesta típica de clases medias, que son las que pagan impuestos directos. ¿Todo en orden? Todavía no. La prudencia aconsejaba reunir más datos. Wait and think, que dicen los ingleses.

A continuación, las gallegas y vascas. El episodio gallego ha sido mal entendido, principalmente, porque una corrección del censo a la baja (350.000 electores menos), produjo un baile de cifras en los medios. Primero se habló de un fuerte descenso de la participación respecto de las autonómicas anteriores. Acto seguido, de una caída del uno y pico por ciento. La corrección censal, más el numero de votos emitidos en términos absolutos, despejan el equívoco. En bloque, socialistas y populares pierden casi 400.000 sufragios, que son muchísimos dadas las dimensiones de Galicia. Los cerca de doscientos cincuenta mil votos que cede el socialismo se han escurrido hacia su izquierda en proporciones apreciables. El grueso, no obstante, se lo lleva la abstención, que es, asimismo, el destino de los 150.000 apoyos que ha dejado de recibir el PP. Éste ha ganado escaños por un descenso todavía mayor de sus rivales principales, no porque haya ampliado su base en la región. Los abstencionistas, resumiendo, han sido muchos, presumiblemente de centro. ¿Y en el País Vasco? Allí los constitucionalistas retroceden en 125.000 votos, con menguas significativas aunque no terribles del PP, y un desplome del PSE. No discuto que las claves internas sean importantes. Ahora bien, resulta muy difícil, cuando se proyecta el movimiento del voto sobre los datos de conjunto, eludir la sensación de que la variable externa ha sido igualmente decisiva. Las mayorías que han conferido estabilidad al régimen están levantiscas y encrespadas, en parte por la implosión endógena del PSOE, en parte porque enfada ingresar menos y pagar más (en esas se hallan millones de funcionarios), en parte porque el Gobierno, a pesar de su mayoría absoluta, no ha conseguido situarse en los medios (valga la imagen taurina) de la conciencia nacional. Las encuestas de opinión confirman abrumadoramente esta actitud de desvío. La desafección todavía no es estructural, aunque podría llegar a serlo si no se enderezan los asuntos a tiempo.

Acudamos a Cataluña, cuyas autonómicas están a las puertas. Parece asegurado un resultado desastroso para el PSC, con fuerte ascenso nacionalista e índice de abstención muy alto. No se trata de una broma, puesto que Mas ha impugnado la Constitución e iniciado una aventura que ya no controla. A nadie se le oculta que habrá que hacer algo, fuera de garantizar la vigencia de la ley. La pregunta es: ¿qué?

El Gobierno ha optado por pegar el cuerpo al suelo, a la espera de que CiU no alcance la mayoría absoluta y necesite a Esquerra, incompatible objetivamente con los instintos e intereses de los electores convergentes. CiU, capturada por Esquerra, exhibiría fisuras, y la situación, acaso, se haría más tratable desde Madrid. La apuesta es racional. Es, quizá, lo único que el Gobierno puede hacer por el momento, pero no es una solución. La solución tendrá que venir luego. Eso nos devuelve a la pregunta de antes: ¿qué, cómo, cuándo? He expresado repetidamente mi escepticismo sobre la supuesta salida federal, en la que no acierto a percibir, además de buena fe, un intento por preservar, bajo una capa de pintura, el Estado autonómico. Transcurrido un rato, los federalistas se ponen a hablar de financiación, con buenos y malos argumentos. El argumento bueno es que no es sostenible que Cataluña transfiera renta, y no lo hagan País Vasco y Navarra. El malo, que Cataluña es objeto de un maltrato específico, a saber, un trato que resulta discriminatorio haciendo abstracción incluso de los casos vasco y navarro. Se arguye, en especial, que el PIB catalán per cápita, después de aplicados los impuestos, desciende del cuarto al octavo puesto en el ranking nacional. Y se propugna, para evitar esto, que tras lo flujos redistributivos no se vea afectada la posición ordinal de Cataluña. De la revisión a la baja del Concierto vasco o del Convenio navarro, prefiere no decirse ni pío.

El argumento que aduce una discriminación específica de Cataluña es malo por tres motivos. Primero, porque no se hacen las cuentas como Dios manda. Una de las razones que explican los muy elevados impuestos que soporta el ciudadano de Cataluña es que el recargo autonómico en aquella región es extraordinariamente alto. Lo último ha de imputarse a la política de la Generalitat, no a un trato abusivo por parte del Gobierno central. El segundo motivo es que también otras regiones -Madrid, por ejemplo-, ven alterada su posición ordinal tras el pago de impuestos. Por último, aun siendo cierto que han aflojado durante los últimos 15 años las inversiones del Estado en Cataluña, y que esto podría siempre renegociarse, está el hecho de que carecería de sentido fijar rígidamente lo que se debe invertir en una región a fin de que ésta no sufra nunca en comparación de otras. A raíz de las Olimpiadas, afluyeron muchos fondos a Cataluña. La preservación de las posiciones regionales en el ranking habría escamoteado a Barcelona la posibilidad de convertirse, durante unas semanas, en la capital del mundo.

La idea de abordar el contencioso catalán sin una reconsideración seria del Estado autonómico, fórmulas vasca y navarra incluidas, conduce, por la inercia misma de las cosas, a proponer para Cataluña una suerte de Concierto Económico. ¿Cómo seguir financiando, entonces, el Estado? Por el procedimiento de subir los impuestos del Ebro hacia abajo. ¿Cree alguien que esto podría terminar bien? Dejando a un lado el enfado que ello provocaría en las regiones perjudicadas, subsiste el riesgo de que la subida impositiva concluyera por enemistar con el sistema a sectores todavía más amplios de la clase media. Sería como meterle un chute de coca a un señor que está empezando a padecer el baile de San Vito.

Atravesamos una triple crisis, una crisis de verdad, que no admite composturas ni terapias de medio pelo. Saldremos, pese a todo, adelante, bajo figuras que todavía no sabemos imaginar. No deben espantarnos los accidentes, por aparatosos que sean. Nuestros fundamentos son buenos. Las crisis, incluso las crisis triples, obligan a avivar el ingenio y movilizan energías adormecidas durante los periodos de prosperidad. Venimos de lejos. Hemos estado peor
infinitas veces.

Álvaro Delgado-Gal

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