Las tres falacias del indulto

Entre los diferentes argumentos que tanto el Gobierno como sus partidarios han deslizado estos días entre la opinión pública a propósito de los indultos a los presos del 1-O, hay tres que son absolutamente confusos y que no contribuyen en nada a que se pueda conformar un discurso racional por parte de la ciudadanía, más bien todo lo contrario. Son éstos: la venganza de la ley, la concordia y el interés superior de España, que podría calificarse también como utilidad pública o interés general.

Para intentar aclarar el primero, utilizaré la metáfora a la que alude José Castillejo en su espléndido libro Democracias destronadas, una obra que debería ser lectura obligatoria entre nuestros bachilleres. En este escrito, establece un paralelismo entre la ley y un libro de texto sobre cirugía, al mismo tiempo que entre el trabajo del cirujano y del juez. Antes de intervenir a un paciente, hemos de saber qué es lo que hay que hacer y esto se aprende en los libros, claro está, de cirugía, del mismo modo que el juez no dicta sentencia sin apoyo en el texto de la ley.

Las tres falacias del indultoPues bien, dice Castillejo que no se escribe ningún texto sobre cirugía para asesinar, como tampoco puede concebirse una ley para la venganza y mucho menos cuando aún no se conoce en el tiempo de su redacción y aprobación al posible infractor. Además, el castigo que atribuye la ley no es ni vengativo ni destructivo, pues ese castigo se impone por un juez, que en su actuación se limita a aplicar al caso concreto unas normas que son conocidas previamente y que han sido comúnmente aceptadas. En una democracia, las normas se aprueban por el Parlamento y cabe someterlas bajo ciertos procedimientos a un control de constitucionalidad. La labor del juez es similar a lo que un cirujano practica en el quirófano, pues allí sigue lo dispuesto en aquel tratado de cirugía que estudió con anterioridad. Ninguno de los dos se distrae de lo prescrito en el texto de su respectiva profesión, pues en caso de que lo hicieran su conducta sería delictiva. En definitiva, los jueces administran la justicia y no la venganza, y lo hacen sometidos únicamente al imperio de la ley.

El segundo argumento utilizado ha sido el de la concordia. «Es tiempo de concordia», dijo nuestro presidente. La concordia se ha contrapuesto falazmente al primero, la venganza de la ley, en sí mismo también falaz como acabamos de ver, pues se considera que la aplicación de la ley constituye una reacción vengativa frente a una acción ilegal. Ésta es la razón por la que debemos abandonar el terreno del derecho y situarnos en otro distinto, el terreno de la concordia. Frente a la venganza, la concordia. Dicho en otros términos, se trataría de que la política ocupara el lugar del derecho. La falacia del argumento posee enjundia, primero porque es difícil que en un Estado democrático de derecho nos podamos desprender del derecho sin que el mismo se desplome. La democracia bien entendida solo es racional si se lleva a cabo en el derecho y no fuera del mismo. Y segundo porque nunca hubo un tiempo de venganza, sino únicamente de aplicación de la ley democrática, esto es, lo que hubo fue un tiempo de justicia. Ésta es la razón por la que la contraposición –concordia frente a venganza– que se trata de incrustar en la opinión pública es completamente errónea y delicada pues genera confusión.

A pesar de ello, es verdad que sigue teniendo sentido y más en nuestro país apelar a la concordia, destrozada desde la exclusión en el Pacto del Tinell de la mitad de la población, representada entonces como ahora por el Partido Popular. La concordia fue posible, reza en el epitafio de la tumba de Adolfo Suárez, quien también dejó escrito: «Creo que la piedra angular sobre la que se asentó la democracia, consistió, precisamente, en la implantación política y vital de la concordia civil. Y eso debíamos conseguirlo desde el pluralismo que, realmente, se daba entre nosotros. Desde la tolerancia y la libertad». En verdad, el denostado régimen del 78 constituye un orden jurídico-político asentado sobre la concordia civil. Por tanto, nada hay que objetar a la reivindicación de la misma, se encuentra en el ADN de nuestra Constitución. Si esto es así, entonces, ¿por qué podría considerarse que esta apelación a la concordia por parte de nuestro presidente es falaz?

Creo que la respuesta no deja lugar a dudas, la concordia tiene sentido si se entiende como concordia civil, esto es, como expresión y resultado del consenso. Solo hay concordia si existe consenso, sin consenso no es posible la concordia; si ésta fue posible, lo fue porque hubo consenso. En esto consistió la gran obra de Suárez: la concordia fue viable porque fuimos capaces de articular un consenso sobre el que se levantó el edificio constitucional. Ahora, sin embargo, la concordia que se predica es falaz, porque no se apoya en ningún consenso, sino que se arroja a la arena pública con el fin de desarticular el discurso de los representantes de la otra mitad del país. La concordia que se predica se sostiene sobre la mayoría parlamentaria que hizo factible la existencia de este Gobierno y que posee muy poco de concordia y menos aún de consenso. La justificación de los indultos sólo sería creíble si se asentara en una política de consenso, pero, cuando esa política es impulsada solamente por la mitad de nuestros representantes contra la otra mitad, poco puede encontrarse en ella ni de concordia ni de consenso.

La tercera falacia no ha sido lanzada desde el Gobierno, sino desde la prensa, si bien que afín al mismo. La misma consiste en la apelación al interés superior de España y a su unidad. A primera vista, el argumento es muy consistente, por lo que, si es así, habría que preguntarse a la sazón: ¿cómo es posible que la mitad de nuestros representantes estén en contra? Es que sólo «el talento, el instinto, la prudencia, la experiencia, la educación política» son los «dones reservados a los hombres de un partido político y negados a los otros» (José Castillejo).

No habría que pensar entonces que no es el interés superior de España ni tampoco su unidad de lo que en realidad se está hablando, sino que lo que está en juego es más bien un interés particular, el de un presidente que quiere seguir como tal dirigiendo un Gobierno cuya permanencia sólo es posible si sigue apoyado por algunos grupos parlamentarios, cuyo interés primordial consiste en minar si no el interés superior de España, al menos su unidad. ¿Cómo cabe, entonces, apelar a ese interés superior, a la unidad, por parte de un Ejecutivo cuya existencia pende de quienes en verdad los niegan?

Cabría pensar desde un buenismo superior al de Zapatero que el Gobierno se ha dado cuenta de su error y trata de rectificar. Si se constituyó y permaneció con el apoyo de quienes negaban ese interés, ahora trata de recuperarlo por encima de cualquier otra cosa. No obstante, esa rectificación de un Gobierno presidido por quien no ha dejado de contradecirse desde el primer día –otros dirían que de mentir– sería creíble si fuera capaz de reconstruir su discurso desde el interés general, el interés de España. Pero entonces no podría limitarse a recrearse en su uso, sino que habría de buscar la concordia y el consenso con la otra mitad de nuestros representantes, con la otra mitad del pueblo español, al mismo tiempo que reconocer la justicia y no la venganza en la aplicación de la ley por nuestros tribunales. Sólo así la omnipotencia de la mayoría parlamentaria dejará de ser impotente (Castillejo). Sólo así se hubieran encontrado las circunstancias adecuadas en las que el indulto habría cobrado sentido. Sólo así podría haberse admitido racionalmente, y no de manera inducida y manipulada, que el indulto constituye la expresión de la generosidad del Estado democrático de derecho en el que por ahora seguimos viviendo.

José J. Jiménez Sánchez es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada.

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