Las tres partidas de la economía global

Los maestros de ajedrez son capaces de jugar simultáneamente en varios tableros con varios compañeros a la vez. Y cuanto más pasa el tiempo, más parecida a una partida de este tipo es la estrategia económica internacional del presidente norteamericano, Donald Trump.

Existen tres jugadores principales: Estados Unidos, China y una coalición poco definida integrada por los otros miembros del G7. Y hay tres partidas, cada una de las cuales involucra a los tres jugadores. Sin embargo, a diferencia del ajedrez, estas partidas son interdependientes. Y nadie –tal vez ni siquiera el propio Trump- sabe cuál tendrá prioridad.

En el primer tablero de Trump está la partida de romper las reglas del comercio. Muchos en su administración consideran que los principios y procedimientos de la Organización Mundial de Comercio son un obstáculo para las negociaciones bilaterales. Preferirían cerrar acuerdos con socios de a uno por vez, sin estar atados por la obligación de aplicar medidas de liberalización de manera global y sin verse obligados a cumplir con las órdenes del mecanismo de resolución de disputas de la OMC. Su objetivo es reestructurar las relaciones comerciales según un modelo radial, con Estados Unidos en el centro.

El razonamiento subyacente es bastante simple: las reglas multilaterales siempre protegen a los jugadores más débiles. ¿Por qué Estados Unidos debería abstenerse de utilizar su abrumador poder de negociación? El reciente acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá (USMCA por su sigla en inglés) muestra el camino, al imponer a los otros dos países obligaciones de contenidos nacionales determinadas por Estados Unidos y al restringir sus propias opciones de políticas comerciales. Son más acuerdos como éste los que deberían generarse en el futuro.

Europa, Japón y China han criticado la postura de Estados Unidos y se definen a sí mismos como defensores del multilateralismo. Es una verdad a medias: Europa ha construido su propia red de acuerdos comerciales y China, una potencia bastante transaccional, considera que las reglas globales son una representación del dominio occidental del pasado. Pero en esta cuestión (como en torno al cambio climático), hoy hay más coincidencias entre los socios sin incluir a Estados Unidos que entre ellos y Estados Unidos.

En el segundo tablero está la partida de disciplinar a China. Durante una década aproximadamente, muchos en Estados Unidos han dicho que la categorización de China como país en desarrollo, y el trato favorable resultante del que goza en la OMC, no reflejan la verdadera fortaleza de una economía cuyas exportaciones de bienes ascienden a 2 billones de dólares, u 11% del comercio mundial. Como dijo Susan Schwab, representante comercial del presidente George W. Bush, en 2011, en las discusiones comerciales los elefantes se escondían detrás de ratones. La administración Trump ahora quiere atrapar al elefante chino.

La heterogeneidad interna de la economía de China es, por cierto, excepcionalmente alta para un país en desarrollo. Partes de China son pobres y partes, adineradas. Algunas industrias son poco sofisticadas, mientras que otras están en la vanguardia de la innovación. Estas últimas no deberían esconderse detrás de las primeras.

Los reclamos de Estados Unidos en torno al comportamiento de China, desde la manera en que trata la propiedad intelectual hasta sus subsidios implícitos y explícitos y las adquisiciones de joyas industriales extranjeras ancladas en cuestiones políticas, son esencialmente compartidos por los socios del G7. Muchos expertos chinos también coinciden en que poner fin a la gigantesca subvención de monstruos industriales y dejar que las señales de mercado desempeñen un papel más sólido en las elecciones de inversión es en beneficio de su país.

En términos más generales, los socios de China sostienen que las reglas comerciales concebidas para las economías de mercado no son adecuadas cuando se trata de una economía centralizada. Este argumento es más contencioso, porque los líderes en Beijing consideran que la propiedad estatal de empresas es una cuestión de elección soberana, y no quieren renunciar a sus grandes esfuerzos en materia de políticas industriales. Pero hay espacio para la discusión. En definitiva, la partida de disciplinar a China es una partida en la que Estados Unidos, Europa, Japón y Canadá están esencialmente alineados. Todos ansían una negociación robusta con los chinos.

Esto hace que la partida de disciplinar a China sea muy diferente de la tercera contienda, la partida de malograr los avances de China. Esta partida no tiene que ver con el cumplimiento de reglas comerciales, o con su diseño, sino con la simple rivalidad geopolítica entre la superpotencia actual y un retador en ascenso. Como observó Kevin Rudd, el ex primer ministro australiano, en un discurso memorable hace unas semanas, el establishment de seguridad de Estados Unidos se ha convencido de que el involucramiento estratégico con China no ha dado resultados y debería dar lugar a una competencia estratégica –una postura que abarcaría todas las dimensiones de la relación bilateral-. A comienzos de octubre, un discurso particularmente duro del vicepresidente norteamericano, Mike Pence, ilustró el punto de Rudd.

Europa, Japón y Canadá no son parte de esta rivalidad –simplemente no importan de la misma manera que Estados Unidos y China-. Pero son, inevitablemente, parte de sus componentes diplomáticos, económicos y, en el caso al menos de Japón, de seguridad. Si la tensión entre las dos potencias domina la política global en las próximas décadas, no podrán evitar tomar postura. Y, a pesar de su reticencia, bien pueden terminar alineados con Estados Unidos, por dos motivos: un endurecimiento de la rivalidad con Estados Unidos alejaría aún más al liderazgo chino de los valores occidentales y, finalmente, dependerían de Estados Unidos para su propia seguridad.

Sin embargo, el problema es que todavía no está claro en qué partida pretende asestar una victoria el presidente Trump. ¿Aspira a jugar una partida prolongada? Y, de ser así, ¿cuáles son sus objetivos? Nadie realmente lo sabe.

Para los países del G7 sin contar a Estados Unidos, esta incertidumbre crea un dilema. ¿Deberían involucrarse con China en torno de una reforma de la OMC y el fortalecimiento de las disciplinas asociadas? Es un tema en base al cual podrían abrir el camino para un eventual acuerdo global. El riesgo, sin embargo, es que si China teme que Estados Unidos realmente apunte a ganar la partida de hacer retroceder a China, y espere que el resto de Occidente se alinee llegado el momento, se negará a hacer concesiones significativas.

Alternativamente, el resto del G7 podría alinearse con Estados Unidos, corriendo el riesgo de antagonizar con China y, llegado el caso, terminar relegados estratégicamente si Trump termina sellando un acuerdo bilateral con el presidente chino, Xi Jinping. Si prevalece esa partida, los países del G7 excluido Estados Unidos terminarán siendo los perdedores.

A falta de una estrategia carente de riesgos, Europa, Japón y Canadá podrían optar por esperar a ver qué pasa. Ésta sería la manera más segura de quedar marginados en todas las circunstancias posibles y demostraría que sólo importa el “G2” de Estados Unidos y China. Lo que estos países están enfrentando es una prueba de liderazgo, que pueden aprobar o desaprobar. No hay una tercera posibilidad.

Jean Pisani-Ferry, a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris), holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute and is a senior fellow at Bruegel, a Brussels-based think tank.

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